Texto: Sofía M. Gascón
Ilustración: Iciar L. Yllera
Una humedad gélida se cierne sobre el bosque. Y los copos van llenando las ramas de nube y cubriendo las aguas de cristal. Mi pelaje, blanco y plateado reluciente, me protege de la nevada en esta noche helada. Abro los ojos, redondos y amarillos, perfilados y afilados. Está nevando. Y el fuego de mis ojos aún no logra deshacer las nieves entre sus chispas y destellos. El frescor del cielo logra despertar mis huesos, y así empieza mi paseo.
La tierra palidece bajo su luna y el manto de todas sus estrellas. El mundo se torna blanquecino y sedoso bajo su luz. Es la hora. La nieve y el hielo chascan bajo mis pasos, ligeros como plumas en un mar de vientos. Todo calla, está en silencio. Y una bruma, cómplice de mis paseos nocturnos, me guarece acariciando el suelo.
Paso a paso me encamino a ninguna parte, adondequiera que me lleven mis sentidos. Ser presa de un olor, víctima de un sonido. Los humanos de estruendosos golpes y fieros cañones de fuego no me dais miedo en estos momentos. Ahora, que la tierra duerme y vosotros también.
Los abedules, los pinos y las píceas visten de un blanco inmaculado, y una brillantina espectral cubre sus sombras. Parecen la contraposición más elevada del luto. Que grita al cielo que hoy, como todas las noches, celebran la vida más que nunca.
Dicen, los humanos, que la diferencia esencial entre el hombre y los animales, es que estos carecen de moral y de sentido de la belleza. De esta forma, jamás podríamos disfrutar de un paisaje hermoso, del placer de un atardecer y de la música, simplemente. Que un animal no canta ni disfrutaría de hacerlo, que no tiene oídos para escuchar su melodía. Que no sabe, que no entiende…
El hombre está tan ensimismado consigo mismo que, creyéndose el más fuerte y poderosos de los mortales, se ha olvidado de mirar a lo lejos, más allá de su reflejo en ese espejo. Se ha olvidado de que nosotros somos el paisaje, se ha olvidado de que nosotros no conocemos el significado del odio. No se acuerda del cantar de los pájaros. No entiende que en los ojos de un lobo malo, solo hay hambre o frío. Y donde ellos ven que sobra rabia, solo faltan caricias. El humano aún no entiende que de todos, él es el más débil, cegado por lo que hay más allá de su ego. Sordo a lo que suena, más allá de su voz. Insensible a lo que muere más allá de su escopeta.
El eco del viento resuena entre las paredes de mi cueva como un silbido que me invita a salir fuera. Las copas de los árboles se mecen puntiagudas bañadas en el plata de mi luna, y bailan celebrando su llegada. Allá arriba, más alto que nunca, congelada en el cielo, esperando a que estemos juntas. Y cada noche le ruego que no se vaya, que no se mueva, que no me deje sola hasta que vuelva. Que sin ella no me oriento ni puedo echarle carreras. Hay días que me sonríe, hay días en que está plena. Pero yo sigo cantándole a la noche para que me traiga a mi amiga, la luna llena.
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