Por Tomás Marco
Si hay una palabra que en estos tiempos no se le caiga de la boca a nadie esa es crisis. Palabra que no sólo se emplea para describir sino también para justificar cosas que no tendrían por qué. Si la aplicamos a la música, habrá que convenir que le afecta de lleno, al menos si hablamos con los profesionales y escuchamos lo que dicen: ausencia de contrataciones, precios basura cuando las hay y disminución radical de las oportunidades. Claro es que todo eso vale para los músicos nacionales de todas las categorías pero no parece que a los muchos músicos —individuales y agrupaciones— que habitualmente invaden nuestras programaciones (no siempre con clara justificación), les haya afectado mucho, al menos si leemos lo que se ofrece. Tampoco hay señales de que algunos de los iconos del despilfarro musical nacional, con el Real a la cabeza, hagan muchos esfuerzos de contención, con excepción de los recortes en la inversión en publicidad. Así que, como para casi todo, parece que hay diversos estadios de pasar la crisis. Como decía Orwell, todos los animales son iguales pero algunos son más iguales que otros.
No hay duda de que nos hallamos en un periodo de vacas flacas pero no parece que suceda a ninguno de vacas gordas, o al menos no nos lo parece, de manera que para la música se trata de adelgazar aún más, no de pasar de la gordura a la delgadez. O sea que, como Groucho Marx, partiendo de la nada absoluta hemos conseguido llegar a la más completa miseria.
Pero el problema no es coyuntural o al menos no lo parece. La propia Biblia cifraba en siete los años de las vacas flacas, así que estamos aviados. Y lo peor es que lo que se ahorre en música no va a aliviar mucho la situación general porque será el acreditado chocolate del loro. Pero que puede afectar a la actividad musical, eso es algo que no sólo se verá sino que ya se está viendo.
Uno de los logros más importantes en materia musical del periodo democrático y de la estructura autonómica ha sido, sin ninguna duda, el que por fin el país normalizó sus orquestas hasta niveles comparables a los de los países occidentales más cultos de su entorno, algo que en verdad no había ocurrido nunca. Tanto en número como en calidad, las orquestas españolas han conocido una floración que carecía de antecedentes. El temor es saber de verdad si eso se valió en la conciencia de una necesidad cultural o fue un proceso mimético sin verdadera convicción. Por supuesto que en todas partes se pudo hacer porque hubo gentes que creían en ello pero no estoy tan seguro que esa creencia la compartieran quienes tomaban las decisiones políticas o administrativas, que seguramente actuaban por razones en las que lo cultural era lo menos relevante.
Pero el problema de una orquesta es que casi cuesta anualmente tanto mantenerla como crearla y este es un país que cuida más las estructuras que su mantenimiento. La crisis se puede llevar por delante buena parte de este edificio cultural que tiene que probar aún si de verdad tiene cimientos sólidos. No quiero dar ejemplos concretos pero no hablo de futuribles, sé al menos ya de dos orquestas punteras que han atravesado un delicado momento económico en los últimos meses y cuyo futuro no está tan asegurado como aparenta. Ponerse a suprimir orquestas no queda bien políticamente pero se hace menos grave cuando muchas otras cosas caen. Y además de la supresión existe la posibilidad de dejarlas languidecer, de la disminución de la actividad y de la pérdida progresiva de calidad. Esos son peligros más reales que los de la desaparición cuya sombra tampoco hay que dar por ahuyentada.
Pero no sólo de orquestas vive la música, y si a lo mejor los grandes organismos como ellas o los teatros operísticos tienen alguna posibilidad de sobrevivir, hay otras actividades de menor relumbrón pero absolutamente vitales que pueden pagar el pato y toda la bandada de patos juntos porque hay una gran cantidad de actividades que, además de entusiasmo y trabajo –casi siempre no remunerado-, necesitan un cierto nivel de subvención que es precisamente donde se está pegando el golletazo. Piénsese en la música coral, tan necesaria y tan poco articulada en nuestro país, o en la música de cámara cuyo cultivo por españoles siempre ha sido una heroica cuestión vocacional. En la magra capacidad de nuestras empresas editoriales, de nuestros discos, en la orientación y carrera de los jóvenes talentos emergentes que pueden malograrse por falta real de oportunidades. Incluso se podría mencionar que en los años anteriores de supuestas vacas gordas la emigración de músicos profesionales españoles a orquestas y centros extranjeros ha empezado a crecer en una medida que empieza a ser preocupante. Sólo faltaba una crisis para instaurar una auténtica fuga de cerebros pues los talentos musicales son tan necesarios para la cultura de un país como los científicos.
La vacas flacas a lo mejor no se ensañan con los sectores más capaces de gasto donde a lo mejor hasta sería bueno poner orden, pero sí pueden cercenar muchas actividades imprescindibles. Ya los festivales empiezan a sentir las garras de la escasez, y si eso puede afectar en alguna medida a los grandes, a los de siempre, a los que más va afectar es a los pequeños y a los especializados, es decir, a los que constituyen el verdadero tejido de una vida musical que es lo normal, no lo excepcional que se da luego como cúspide.
Nos ha costado muchos años conseguir una vida musical normalizada, donde la música sea una actividad cultural diaria y de un nivel medio irreprochable. Antes, lo normal solía ser un páramo del que emergían de repente grande fastos aislados y disparates económicos para un día. El peligro es volver a las andadas, que la música vuelva a ser una explosión de acontecimientos aislados y que el trabajo y la presencia de cada día se pierda. Por perderse, pueden perderse (ya han cerrado algunas) hasta actividades como las revistas de música (al menos las más especializadas pues las generalistas como Melómano resisten), que son el único refugio de la música como creación ya que los demás medios de comunicación han dimitido por completo de toda responsabilidad en materia musical que se ha convertido en ellos en algo más esotérico que la física teórica.
Sería triste que las vacas flacas nos llevaran no ya a pasar dificultades sino a regresar a estadios del pasado. Y sería muy negativo porque no está escrito que cuando lleguen las vacas gordas la situación se restablezca. Estamos demasiado acostumbrados a que lo que se pierde en materia cultural no se recupera con facilidad, o incluso no se recupera en absoluto.
Hay que ser conscientes de la situación de crisis y saber que a todos nos afecta, a la música también. Por consiguiente todos sabemos que a cualquier sector le tocarán sacrificios, pero el verdadero problema no es asumirlos sino saber definirlos, priorizarlos y racionalizarlos. Que hay que adelgazar es más que seguro pero hay que hacerlo bien, de verdad suprimiendo lo superfluo, no comprometiendo lo fundamental, y sentando las bases para una salida futura que aproveche la lección. Lo malo es que eso es precisamente lo que ni políticos ni administradores quieren o saben hacer. El recurso del corte por donde sea y del café para todos es el peor que se puede tener. Y es el que se suele hacer. Gestionar bien una crisis no consiste en no cortar o ahorrar, por supuesto que hay que hacerlo, es saber elegir, decidir, moldear, dirigir recursos de unos lugares a otros etcétera. No es gastar o no gastar, es optimizar los recursos. Y si eso se hiciera, no sólo saldríamos de las vacas flacas sino que hasta, a lo mejor, con el tiempo las daríamos por bien empleadas si nos ayudaran a ordenar mejor la vida musical española. Será así o no. Pero no perdamos la esperanza.