Por Pablo F. Cantalapiedra
Francisco de Asís Tárrega Eixea nació el 21 de noviembre de 1852 en Villarreal de los Infantes (Castellón). Su padre, Francisco Tárrega Tirado, era bedel, y su madre, Antonia Eixea, trabajaba como recadera para el convento de monjas vecino; por ello, la infancia de Francisco hijo transcurrió bajo la atención de una muchacha. Un día, paseando con su cuidadora, el muchacho cayó en una acequia, contrayendo una enfermedad que le duró varias semanas y que afectó a su visión, que nunca recuperaría por completo pese a varias operaciones. Otras fuentes dan una versión muy distinta: el pequeño Francisco no paraba de llorar y la joven tuvo la mala idea de tirarlo a la acequia, acto que un vecino vio a tiempo para rescatar al niño; la joven no volvería a ser vista por el pueblo.
Lo que es seguro es que el daño ocular que sufrió nuestro futuro compositor preocupó a sus padres y les hizo pensar en una salida que le permitiera ganarse la vida en caso de quedar ciego. Así, la familia se trasladó a la capital de la provincia, donde Francisco padre encontró trabajo como bedel en la Casa de la Beneficencia. La madre murió pocos años más tarde, y los escenarios de la educación de Francisco y sus hermanos fueron la casa y la escuela, pero sobre todo las calles de Castellón.
Primeros acercamientos a la música
En la Marina de esta localidad solía encontrarse un tipo al que todos llamaban «El ciego de la Marina», que tocaba la guitarra en la calle para ganarse algo que llevarse a la boca. Quiquet, como llamaban a Tárrega de pequeño, supo hacerse amigo del ciego, llamado Manuel González. Con él dio sus primeros pasos con el instrumento, que continuaría con don Basilio Gómez, y no mucho más tarde con el mayor guitarrista español de su tiempo, Julián Arcas. Antes de eso, el padre de nuestro protagonista había puesto empeño en que Tárrega aprendiera música de manera sólida y había puesto en manos de don Eugenio Ruiz, ciego como el guitarrista de la Marina, sus enseñanzas de lenguaje musical y piano.
Nacido en María (Almería), Julián Gavino Arcas había aprendido a tocar la guitarra de la mano de su padre, empleando el método de Dionisio Aguado, cuyas obras aún se estudian en los conservatorios. El repertorio de Arcas eran fantasías sobre temas de óperas del momento, danzas y temas populares: la guitarra aún no era el instrumento de concierto que es hoy y su lugar estaba en las fiestas y entretenimientos de las clases populares. De la Jota aragonesa de Arcas, sacó la inspiración Tárrega para una obra homónima años más tarde.
Fue en febrero de 1862 cuando profesional y novicio cruzaron sus caminos. El concertista ofreció un recital en Castellón por esas fechas, y el mozo quedó impresionado. Su padre supo ver la oportunidad y con unos amigos convenció al maestro de que escuchara a su hijo tocar. Es de suponer que el joven Tárraga estuvo a la altura, pues Arcas accedió a instruirle en Barcelona, donde vivía.
Un músico callejero
Así pues, el viudo gastó lo que para ellos era una fortuna para costear el viaje de su hijo de 10 años a la capital catalana algunos meses después del encuentro con Arcas. Una vez allí, el reconocido concertista se disculpó ante el niño, pues debía partir hacia Gran Bretaña para una serie de conciertos ante la nobleza inglesa, encabezada por la duquesa de Cambridge. Tárrega quedó en Barcelona, sin dinero para volver a su casa y sin otra expectativa que la pobreza y la limosna. Por suerte, el muchacho ya tenía cierta idea de su oficio y tuvo el acierto de sacar la guitarra en los cafés y restaurantes de la ciudad condal para tocar ante los clientes, que eran dadivosos con él una vez terminado su pequeño recital. Los anfitriones del hogar en el que se acogía informaron a su padre de la situación, y no le quedó otro remedio que malvender sus posesiones para pagar su viaje a Barcelona.
Cuando llegó, encontró al muchacho tocando en la calle con otros chicos de su edad. Como no tenían dinero para volver a casa, Tárrega tuvo que tocar hasta ganar lo suficiente para el billete de ambos y, de hecho, hasta en el mismo tren sacó la guitarra para poder continuar su viaje. Otra vez en Castellón, y habiendo constatado el potencial de su hijo, Francisco padre decidió afrontar otro sacrificio y volvió a hablar con Eugenio Ruiz para que enseñara piano al mozo, puesto que en esos años la reputación de la guitarra como instrumento de concierto aún no era la de nuestros días.
La situación se sostuvo tres años. Con 13 primaveras, Francisco Tárrega se escapó a Valencia a pie, donde hizo migas con un grupo de gitanos con el que tocaba y cantaba en la calle para sacar dinero. Su incansable padre siguió los pasos de su hijo (literalmente: tampoco él podía pagar un billete, así que caminó) y le obligó a volver a casa. Pero, indómito, se escapó de nuevo con sus amigos valencianos, hasta que ocurrió algo determinante: un conde quiso protegerle y escucharle en su casa, pero sus compañeros no quería renunciar a Tárrega, de manera que invadían su hogar. El noble, aterrorizado con los modales y la apariencia de aquellos desagradecidos, hizo elegir a Quiquet: o sus amigos y su vida callejera, o su protección como mecenas.
Un golpe de suerte
Para bien o para mal, Tárrega escogió la vida de músico libre, y así acabó la historia de los sacrificios de su padre y de los profesores caros. Pero pronto hubo de volver al hogar, pues la economía familiar empeoró y consiguió empleo como pianista en el casino de Burriana. En aquel lugar conoció a Antonio Cásena Mendayas, un adinerado de la zona que ayudó al joven con dinero, e incluso lo llevó con él a Sevilla, donde mandó fabricar a Antonio de Torres una guitarra al gusto del músico para regalársela.
Conviene introducir sucintamente al artesano Antonio de Torres. Basta con decir que la guitarra clásica de nuestros días es prácticamente suya: agrandó la caja, dándole un tamaño muy similar al actual y potenciando sus dinámicas. Las guitarras de la época, que hoy llamamos guitarras románticas, no difieren mucho en tamaño de una guitarra barroca, y las curvas cóncavas eran más amplias. De Torres adoptó el clavijero mecánico que otros instrumentos ya usaban para sus guitarras, ayudando a mantener la afinación de manera prolongada y permitiendo el uso de cuerdas con más tensión. Hasta entonces, las clavijas eran de madera, como aún se pueden ver en algunas guitarras flamencas, que están a medio camino entre aquellos instrumentos del siglo XIX y los nuestros.
Vida en Madrid
Con 22 años, Tárrega pudo por fin marchar a Madrid y comenzar su andadura en el Real Conservatorio de Madrid. Allí estudió piano, además de solfeo y armonía, pero a nadie se le escapaba que su centro estaba en la guitarra y el claustro envió una invitación formal al joven valenciano para tocar en el salón de actos de la institución, en parte motivados por la curiosidad que les daba el que prefiriera la guitarra al piano para hacer música. Después de un exitoso concierto, el director del centro y operista, Emilio Arrieta, le aconsejó no dejar la guitarra ni cambiarla por el piano, porque sobresalía en las seis cuerdas de manera notable.
A aquel concierto siguió otro en el desaparecido Teatro Alhambra de Madrid, y después varios recitales brillantes. Uno de ellos fue en el inverno de 1880 en Novelda (Alicante), sustituyendo a su amigo Luis de Soria, también alumno de Julián Arcas, puesto que había caído enfermo. Al final de la velada, un importante señor de la localidad le pidió que escuchara a su hija, que estaba aprendiendo a tocar la guitarra. La historia se repetía, pero esta vez él era el maestro, y la alumna, María José Rizo, sería su esposa poco después.
Antes de contraer nupcias, el joven maestro pudo debutar en el Teatro de la Ópera de Lyon y en el Odeón de París, en el marco de un homenaje a Calderón de la Barca por el bicentenario de su muerte, organizado por Víctor Hugo. También cruzó a las islas británicas para dar un concierto en Londres, pero al parecer no le entusiasmó ni el clima, ni la ciudad, ni el idioma. Tras el concierto, alguien descubrió al guitarrista imbuido en un espíritu melancólico, y le preguntó si estaba triste, si era porque echaba de menos su país, su gente. Cuando Francisco contestó que sí, se le aconsejó que aprovechara ese momento para escribir. Fue en esos días cuando compuso Lágrima.
Barcelona: últimos años
Felizmente casado en la Navidad de 1882, y ya viviendo con su mujer en Madrid, se sostenían como podían con sus conciertos y sus clases particulares. Pronto vieron que con aquello no era suficiente y decidieron trasladarse a Barcelona, donde el interés por la guitarra parecía ser mayor que en la capital. No tardó en codearse con Isaac Albéniz, Enrique Granados, del que se celebra el centenario de su muerte, Joaquín Malats o Pablo Casals.
En un viaje a Valencia conoció a Conxa Martínez, una viuda potentada que ofreció para él y su familia un sitio en su casa de Barcelona además de su protección artística durante tres años. Juntos visitaron Granada, y al volver compuso sus Recuerdos de la Alhambra, dedicados a quien organizara sus conciertos en la capital francesa, su amigo Alfred Cottin. En 1900, viajó a Argel, donde conoció a Camille Saint-Saëns y un ritmo de danza árabe que escuchó le inspiró para componer su Danza mora. Los años transcurridos desde entonces hasta la muerte de Francisco Tárrega el 15 de diciembre de 1909 están llenos de nuevas composiciones y arreglos de obras para guitarra. Parece que pasó los últimos años de su vida en Sevilla, donde compondría la mayor parte de sus Estudios y su Capricho árabe, dedicado a su amigo el compositor José Bretón.
El legado de Francisco Tárrega
Para ordenar todo lo que Francisco Tárrega dejó a la posteridad, empezaremos por lo meramente guitarrístico. En su época, la técnica de pulsación estaba dividida entre los seguidores de Fernando Sor, que tocaba con las yemas (como se hace ahora con los instrumentos de música antigua) y los de Dionisio Aguado, que sí usaba uñas. Por su parte, Tárrega tocaba con uñas, pero según fue madurando su técnica fue usando cada vez una longitud menor hasta que, poco antes de su muerte, dejó escrito que había encontrado el tamaño ideal para tocar. Su posición queda entre las dos anteriores, con una longitud mínima.
Sin duda, fue Tárrega quien añadió el trémolo a la paleta de recursos guitarrísticos. Si bien Antonio Cano (que había dado alguna clase al maestro) y Tomás Damas ya habían dejado escrita esta técnica, la profusión y expresividad con la que la usa Tárrega la hacen característica de su estilo. Se busca un efecto de instrumentos de arco, manteniendo la nota con rápidas pulsaciones de los dedos pulgar, índice y corazón para conseguir un sonido constante.
Por lo demás, llegados a esta altura podemos permitirnos desmitificar algunas de los aportes de Tárrega. Los portamentos y arrastres especiales que vemos con abundancia en su obra son el santo y seña de la interpretación musical de finales del siglo XIX, extrapolables tanto a la voz como a otros instrumentos, y en el caso de la guitarra ya se puede encontrar en obras francesas de principios de siglo y en piezas como el Fandango Op. 16 de Dionisio Aguado, aunque no con tanta abundancia como en las composiciones del valenciano. De manera similar, las escalas y los ligados de sus estudios no son distintos de los que vemos en la obra de Aguado. Algunas posiciones de guitarra atribuidas a Tárrega se encuentran ya en piezas de Moretti, Charles Doisy y el mismo Aguado. Su manera de sujetar el instrumento es la misma que ya describía Sor en su libro, pese a que no se había empleado desde entonces. Las innovaciones organológicas que se la atribuyen no pueden ser suyas, sino de Julián Arcas y Antonio de Torres.
Entonces, ¿qué queda de Francisco Tárrega? En nuestra opinión, tanto su valía como intérprete como su corpus musical, ayudaron a colocar a la guitarra clásica entre los instrumentos de concierto. Las adaptaciones de música de instrumentos reyes de la época como el piano o el violín fueron una de las claves del “Sarasate de la guitarra”, y su formación musical y sus estudios de piano dieron otra dimensión a sus composiciones. Tuvo más peso en su estilo, la música para tecla que las obras originales para guitarra: aparecen más recursos de Chopin, Beethoven o Mozart que de Alonso de Mudarra o Gaspar Sanz.
Como otros compositores de su tiempo, combinó la tendencia musical académica del momento, el Romanticismo, con la música popular española. En sus nueve Preludios aparece la esencia del pensamiento musical de Tárrega, captando precisamente estos elementos. En total, según su alumno Emilio Pujol, el maestro compuso 217 obras, incluyendo danzas, estudios, variaciones, fantasías, y transcripciones de obras clásicas y románticas.
En el presente su obra es valorada de manera justa. Los compases 14 a 16 de una de ellas, su Gran Vals, pasan desapercibidos como el tono de llamada predeterminado de los móviles Nokia (más de 850 millones de dispositivos en todo el mundo). Mike Oldfield introdujo una versión de Recuerdos de la Alhambra en la banda sonora de su película “Los gritos del silencio” (1984). Para la película de “El amor en los tiempos de cólera”, basada en la importante novela de Gabriel García Márquez, se utilizó el tema Hay amores de la cantante colombiana Shakira. Aunque la letra es suya, toda la instrumentación está basada en la música del Capricho árabe de Tárrega. Por último, Silvio Rodríguez basó su tema Alguien (de su álbum “Mariposas” de 1999) en los acordes de Lágrima.
Francisco Tárrega sin duda es un pilar fundamental de la música para guitarra de todos los tiempos. Vivió, tocó y compuso a su manera, y pese lo reconocida que es su música en conservatorios y salas de conciertos, su biografía, para cuya elaboración disponemos de muy pocas fuentes, resulta poco accesible al público general.