Al leonés Rogelio del Villar (1875-1937) se le recuerda más como crítico e historiador musical que como compositor. Su música, celebrada por el público y la crítica, por colegas como Isaac Albéniz, estuvo muy presente en la vida musical madrileña en las primeras décadas del siglo XX. Hoy rara vez se interpreta en las salas de conciertos. De Las hilanderas, el mayor éxito orquestal de Villar, ni siquiera existe una grabación.
Por Alejandro Santini Dupeyrón
‘Empieza a notarse una reacción favorable para la música española, debido a la competencia de las agrupaciones sinfónicas, figurando en los programas de los conciertos mayor número de obras […] de los autores más castizos, que el público acoge con sincero entusiasmo, pese a la indignación de los exquisitos, que prefieren (porque viste mucho) las estrafalarias obras musicales de autores franceses y rusos, a las notas vibrantes y populares de nuestros compositores nacionales (con los preludios, e intermedios, de sus zarzuelas) aun las de aquellos que no han descollado en el género sinfónico’.
Juicios como este, recogido en Soliloquios de un músico español (Madrid, 1914), nos muestran al Villar más intransigente con la modernidad musical, declarado enemigo de las influencias derivadas del neoclasicismo impresionista de Debussy y de Ravel, de la rítmica colorista de Stravinski y Prokófiev, representantes todos del ‘desbarajuste del arte contemporáneo llamado ultramoderno’. Tampoco, aunque menciona sus partes orquestales, concibe la zarzuela de su tiempo como producto genuino del casticismo musical español. Villar venera ‘la música sinfónica y de cámara universal, de cuyos compositores no podemos prescindir cuando deseamos oír música’: Bach, Haendel, Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert… Liszt, Wagner, Brahms, Franck, Strauss. Pero, sobre todos los músicos de la tradición germana, venera a Wagner. Haciendo suya la distinción de este entre drama y ópera, propone deshacer el, a su entender, malentendido entre compositores (el propio Falla incluido), concertistas y críticos españoles relativa a la ópera, y denominar ‘dramas líricos’ y no ‘óperas’ producciones de música teatral nacional: así ‘nos hubiéramos ahorrado muchas discusiones y polémicas inútiles sobre la mal llamada ópera española; cuestión que resucitamos de cuando en cuando sin ningún provecho para el arte nacional’.
Es a la música de raigambre popular a la que Villar aplica con escrupuloso rigor el calificativo ‘castizo’. En dicha música pervive la esencia española. La temática de carácter popular inspirará la composición de sus colecciones de Danzas montañesas y Canciones leonesas, en torno a cien piezas para piano, piano y voz con su correspondiente texto popular. Por su extraordinaria belleza, canciones como Elegía de otoño y Ojos que habéis hecho llorar a mis ojos trascenderán nuestras fronteras, llegándose a interpretar traducidas en Francia, en un concierto de compositores españoles en Le Havre, en octubre de 1910, que contó con la asistencia de Falla. El folclore leonés está presente también en la Suite leonesa para cuarteto de arco, pieza ‘que respira los aires de la montaña del partido de Murias de Paredes, especialmente Babia y Laciana. Una referencia que rezuma melancolía y nostalgia’ (Ernesto Escapada).
Una sola voz, la de Baroja, se alza en sus Memorias en contra de la tendencia folclórica de Villar, lamentando que se estropeen así melodías populares sin conferirle gracia alguna. Sabido es que don Pío, que con razón no se tenía por entendido, carecía de una idea cosmopolita de la música. Todo lo contrario del poeta Juan Ramón Jiménez, que manifestaba por carta a su hermano Eustaquio la emoción de que Villar estuviera poniendo música a un libro completo de poemas suyos.
El año 1915
Al tiempo que las potencias europeas se desangraban en el segundo año de campaña de la Primera Guerra Mundial, se utilizaba por primera vez el gas como arma de destrucción masiva, Londres era bombardeado de noche por dirigibles alemanes e Italia y Bulgaria se unían con entusiasmo suicida al conflicto, España, oficialmente neutral (tácitamente filogermano), vivía un momento de especial felicidad musical. Entre otros eventos dichosos, Turina estrena, en enero, Recuerdos de mi rincón, tragedia cómica para piano opus 14 en el Ateneo de Madrid. En el mismo concierto estrena Falla sus Siete canciones populares españolas; en febrero, estrena la melancólica Oración de las madres que tienen a sus hijos en brazos en el Hotel Ritz y, en abril, El amor brujo en el Lara; los dos últimos títulos con textos de Gregorio (María) Martínez Sierra. Vives, en octubre, estrena las Canciones epigramáticas, dedicadas a la cupletista, actriz cómica de teatro y cinematográfica Amalia de Isaura Pérez; en la dedicatoria, simpática, leemos: ‘Escritas para ser interpretadas por Amalia Isaura, en cuya alma anidan todas las gracias’. Esplá estrena en noviembre la Sonata en Si menor para violín y piano, interpretada por Toldrà y Net i Sunyer.
En 1915 comienzan su singladura dos nuevas agrupaciones instrumentales en Madrid: la orquesta de Amigos de la Música, fundada y dirigida por el compositor y pedagogo Rafael Benedito Vives, y la Orquesta Filarmónica, entidad esta de carácter estable dependiente del Círculo de Bellas Artes, ‘dirigida y formada con un amor, un trabajo y una solicitud que no deben tener precedentes en la historia del arte, por D. Bartolomé Pérez Casas’ (Adolfo Salazar, Arte musical, 1/03/1915), llamadas ambas a revitalizar la oferta de conciertos sinfónicos en la capital, cuya gestión, desde la disolución en 1903 de la Sociedad de Conciertos, recaía exclusivamente en la Orquesta Sinfónica de Madrid (conformada, como ocurriera con la orquesta de la Sociedad, por los músicos del Teatro Real) que dirigía Enrique Fernández Arbós.
El primer concierto de la Filarmónica tiene lugar en el 18 marzo de 1915 en el Teatro Circo Price; en el programa, Wagner, Rimski-Kórsakov, Beethoven, Mozart, Weber, Borodin y Debussy. De estos se escuchan por primera vez en Madrid las danzas de El príncipe Igor y El mar, que es recibido con aplausos contenidos, como si el público comprendiera ‘que oía una obra que le resulta algo semejante a esos cuadros que llevan al pie una reputadísima firma, pero que con su complicada composición invitan a contemplarle más despacio’ (ABC, 19/03/1915).
No es hasta el cuarto concierto de la Filarmónica, celebrado en el Teatro Real el 24 de mayo, cuando se incluye en el programa a un compositor español, será Rogelio del Villar; su obra, Las hilanderas, impresión sinfónica.
Sinfonía para Velázquez
En una entrevista publicada en el Arte musical (31/01/1915) se quejaba Villar de la imposibilidad de editar Las hilanderas: ‘Hace diez años que están escritas. En España es imposible hacer algo bueno; la impresión cuesta más de doscientas pesetas’. Compuestas, pues, en torno a 1905, Las hilanderas resultaría ganadora, en 1912, del primer certamen de música sinfónica convocado por el Círculo de Bellas Artes. El título hace referencia al sobrenombre popular del óleo sobre lienzo del genial Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, La fábula de Aracne, conservado en el Museo Nacional del Prado. Villar declara el propósito de su composición: buscar el ‘efecto que engendra la idea musical’ y sumergir al oyente ‘en un estado emocional análogo a aquel en que el pintor debió́ hallarse al concebir y ejecutar su creación’.
El éxito cosechado por Las hilanderas en el estreno, inmenso, propicia que sea bisada a petición del público. Arbós programa la obra con la Sinfónica, favoreciendo que entre ambas orquestas la obra se interprete hasta en ocho ocasiones. Sin embargo, el éxito no se consolida. Las hilanderas, al igual que Égloga, estrenada por Pérez Casas con Filarmónica en 1918 e igualmente aclamada, desaparecen pronto de la programación de los conciertos públicos.
Deja una respuesta