Por José Luis García del Busto
El concepto de orquesta, tal y como hoy lo entiende cualquier aficionado a la música, es un concepto moderno. Está claro que si consideramos como orquesta cualquier conjunto de instrumentos que se agrupan para hacer música puramente instrumental o bien para acompañar a voces o para servir de base sonora a espectáculos representables, cabría encontrar ejemplos muy distintos de orquestas, situados en alejados confines y en tiempos que van desde la remota antigüedad hasta hoy mismo. Pero nos atendremos —aunque partamos de conjuntos históricos anteriores— al concepto de orquesta que se establece en la era barroca y evoluciona y se amplía con pasos firmes durante el Clasicismo y el Romanticismo, para ser objeto, ya en el siglo XX, de múltiples enriquecimientos y variantes.
En la Inglaterra del siglo XVI, cuyas manifestaciones musicales aparecen no tan mayoritariamente volcadas hacia la polifonía vocal como en España, Italia o Francia, adquirieron notable presencia los consorts, agrupaciones instrumentales cuya base la constituían instrumentos de arco, la familia de las violas (violas da gamba). El consort of viols tipo lo constituían seis voces: dos violas soprano, dos tenor y dos bajo, lo que aseguraba sus posibilidades de combinaciones polifónicas. Otros consort menos homogéneos añadían a las violas instrumentos de cuerdas pulsadas —como el laúd—, o de viento —como la flauta dulce— o de percusión, y ya desde estas primitivas orquestas empieza a darse una peculiaridad observable en la historia de los conjuntos instrumentales a partir del siglo XVII, como es el hecho de que, en el caminar hacia el concepto moderno de orquesta, a menudo fueron las exigencias o conveniencias de las representaciones músico-teatrales las que dieron impulsos enriquecedores o aconsejaron ampliaciones del instrumental puesto en juego. Tal papel tuvieron tempranamente en Inglaterra las masques y, por supuesto, las pioneras óperas de Monteverdi en Italia.
En el esplendor de la Francia del siglo XVII, con centro en el reinado de Luis XIV, adquirió notoriedad europea un concreto conjunto orquestal: es el llamado Veinticuatro violines del Rey que con autoridad dirigió un tiempo el gran Lully. Se trataba de una orquesta de cuerda en formación 6-4-4-4-6 que, en la actual terminología, respondería a 6 violines primeros, 4 segundos, 4 violas, 4 violonchelos y 6 contrabajos, pero que entonces se repartía más sencillamente como seis voces agudas, doce intermedias y seis graves. En la línea de lo que acabamos de apuntar, este conjunto se aumentaba con algunos instrumentos de viento —es decir, se acercaba más al moderno concepto de orquesta— con motivo de las suntuosas representaciones de ópera-ballet. A los Vingt-quatre violons du Roi se les denominó también La Grande Bande, para distinguirla de La Petite Bande, una orquestilla formada por 16 instrumentos básicamente, que también dirigió Lully. Su fama motivó la constitución de agrupaciones similares en otros lares como, por ejemplo, la corte inglesa de Carlos II. En Italia también adquirieron relieve los conjuntos de cuerda, mientras que en Alemania abundaban conjuntos de viento, destinatarios de suites.
La pompa de Versalles influyó en la constitución de incipientes orquestas en Centroeuropa durante la primera mitad del siglo XVIII, formadas sobre la base de la cuerda (distribuida en cuatro partes o voces), dos oboes y continuo (que comprendía habitualmente algún teclado, algún instrumento grave de arco y el fagot). Sobre grupos orquestales de este tipo se desarrolló la actividad de organizaciones concertísticas pioneras, como eran el Concert Spirituel de París o los Collegia alemanes: recordemos que para el Collegium Musicum de Leipzig —que había fundado y dirigido Telemann— nació una buena parte de la música orquestal de Bach. La orquesta tipo del barroco la constituían dos oboes, cuerda y el bajo continuo, pero otras manifestaciones orquestales de esta época aconsejaban el uso de instrumentos de viento-metal como trompas y trompetas: es un ejemplo bien conocido, por ejemplo, en las Suites concebidas por Haendel para grandes espacios abiertos. Cierto uso se hacía también de los trombones, sobre todo en la música instrumental que se interpretaba en los templos resonantes (pensemos, por ejemplo, en la catedral de San Marcos en la Venecia de los Gabrieli).
Pero a la muerte de Bach y de Haendel funcionaba ya en Alemania la célebre Orquesta de Mannheim, elogiada por importantes músicos y observadores de la época como un conjunto que tocaba con rara perfección y disciplina y que asombraba con exhibiciones virtuosísticas como eran, en la época, la práctica de marcados crescendi y decrescendi. La solvencia musical de Mannheim arranca de 1720, pero fue durante el reinado del Elector Carl Theodor (1742-1778) cuando la Orquesta reunió a muchos de los mejores instrumentistas europeos y ejerció tal influjo que en torno a ella floreció una escuela de composición. El mismísimo Mozart acudió a escucharla, y no deja de haber huellas de los recursos que había observado en las interpretaciones de tan admirable conjunto instrumental en las obras orquestales escritas por Mozart inmediatamente después de su paso por Mannheim.
Mannheim y la profundamente influyente aportación de los dos grandes clásicos vieneses, Haydn y Mozart, coadyuvaron a la fijación de una orquesta tipo —la que conocemos como orquesta clásica— que serviría de óptima base instrumental para la composición de la música orquestal durante el último tercio del XVIII y que adoptarían de buen grado compositores de toda Europa, de esa y de las siguientes etapas cronológicas. Tal formación supone un mesurado equilibrio (sonoro, no numérico) entre cuerdas y vientos: violines (repartidos en primeros y segundos), violas (ya la moderna viola, da braccio), violonchelos y contrabajos; dos oboes, uno o dos fagotes (ya desvinculados de su servidumbre como bajo continuo), dos trompas y, por lo común, timbales. A veces perdura el clave como instrumento propio de la orquesta barroca, asociado al continuo.
Poco a poco aumenta la familia de los vientos-madera, con el uso prácticamente sistemático de la flauta (pasándose de la flauta dulce a la flauta travesera), y de los vientos-metal, con adición de la trompeta. El clarinete, tarda un poco en hacerse fijo en la formación, pero el ‘descubrimiento’ que Mozart hizo de sus posibilidades expresivas al final de su trayectoria resultó decisivo para que tal incorporación se diera: así, Haydn ya lo incluyó con normalidad en varias de sus últimas sinfonías. De este modo, el excepcional corpus sinfónico constituido por las últimas sinfonías de Mozart —de la Linz a la Júpiter— y de Haydn —las Sinfonías de Londres— establecen el modelo orquestal con el que la historia de la música entró en el siglo más trascendente para el desarrollo de la orquesta como tal instrumento multifónico, y del género sinfónico como máxima expresión de la música orquestal. Esta plantilla modelo la forman 2 flautas, 2 oboes, 2 clarinetes, 2 fagotes, 4 (o 2) trompas, 2 trompetas, juego de timbales y cuerda (por ejemplo, 10 violines primeros, 8 segundos, 6 violas, 4 violonchelos y 2 contrabajos). Coyunturalmente, tanto Mozart —recuérdese el divino Tuba mirum del Réquiem— como Haydn —en La Creación— emplearon trombones en sus orquestas, pero fuera del contexto puramente sinfónico.
Las historias de los instrumentos y las de la música instrumental son, evidentemente, dos historias paralelas y próximas, en permanente diálogo: por un lado, los compositores siempre se han volcado, para explotarlas musicalmente, hacia las nuevas posibilidades que ofrecían los avances técnicos de los instrumentos; y por otro, los constructores de instrumentos y hasta los inventores de nuevos sistemas mecánicos para la ejecución musical, han sido continuamente ‘provocados’ por las audacias de la escritura de los grandes creadores, quienes frecuentemente han escrito cosas que ponían al límite o incluso rebasaban las posibilidades reales de los instrumentos y de los intérpretes de su momento. Si, en los siglos XVII y XVIII, los excepcionales lutieres italianos —los Amati, Stradivari, etc.— protagonizaron ese diálogo con los mejores compositores de música instrumental de la época —los Corelli, Vivaldi, etc.—, si en el paso del XVIII al XIX la música para teclado de Beethoven es la mejor muestra del adiós al clave y de la necesidad de ampliar las posibilidades del fortepiano para llegar hasta el piano moderno, sin el cual acaso no hubiera sido posible la música de los Chopin, Schumann, Liszt…, a partir de los años treinta del siglo XIX se produce una auténtica revolución en las técnicas de construcción y de ejecución de los instrumentos de viento, en sus dos grandes familias, la madera y el metal: en esta, la adopción de sistemas de válvulas y pistones —propuestas por Stölzel, Blühmel, Sattler, Keil, Riedl, Wieprecht, Sax, etc.— hizo de trompas, trompetas, trombones y tubas instrumentos con un espectro incomparablemente mayor de recursos, capaces de dar todas las notas de la escala, capaces de matizar el sonido en una considerable gama dinámica y capaces de alcanzar velocidades de ejecución inusitadas hasta entonces; en cuanto a los instrumentos de madera, los definitivos hallazgos de Theobald Boehm, en cuanto a la colocación racional de los orificios para facilitar la digitación y, sobre todo, en lo que se refiere al mecanismo de llaves para taparlos convenientemente, supusieron un formidable avance para la técnica ejecutoria de la flauta (que fue el instrumento sobre el que primero trabajó Boehm), el oboe y el corno inglés, el clarinete, el fagot y otros instrumentos de menor presencia en la orquesta.
Todos estos avances, hechos aquí y allá, pero coincidentes en el tiempo, vendrían a revolucionar a la orquesta como instrumento, y una obra abiertamente genial —por su contenido puramente musical y por sus intuiciones instrumentales— como es la Sinfonía fantástica de Berlioz, justamente del 1830, es un paradigma del paso de la orquesta clásica a la gran orquesta romántica.
‘Gran’ orquesta decíamos, y decíamos bien, porque ya con las Sinfonías beethovenianas, y mucho más a partir de las posibilidades que Berlioz apunta, la ampliación de la orquesta es un hecho bien notable, que no proviene solamente de la incorporación de instrumentos nuevos o antes infrecuentes, sino, además, de la considerable ampliación que hubo de sufrir la cuerda en aras del equilibrio sonoro y tímbrico que hay que procurar irrenunciablemente. Esto es: los nuevos instrumentos de viento-madera y de viento-metal no solo venían a ser más ricos en posibilidades de emitir notas y más ágiles de ejecución, sino que sus sonoridades ganaron en potencia, lo que hizo reaccionar a las cuerdas en doble vía: la obvia —aumentar su número— y otra más sutil que afectó a la construcción de los instrumentos, a la búsqueda de que los arcos pudieran ejercer mayor presión y las cuerdas fueran capaces de soportar mayor tensión… He aquí la plantilla orquestal —colosal para la época— exigida por Hector Berlioz para su Sinfonía fantástica: 2 flautas y flautín, 2 oboes y corno inglés, 2 clarinetes, 4 fagots, 4 trompas, 2 trompetas, 2 cornetas a pistones, 3 trombones, 2 tubas, 2 arpas, 4 timbales, percusión variada y cuerda, para la cual sugería el compositor nada menos que sesenta arcos, heterodoxamente distribuidos así: 15-15-10-11-9. Con estos mimbres y, sobre todo, con el cesto que Berlioz construyó con ellos, la música sinfónica y la orquesta como instrumento, que es el objeto de este trabajo, entraban en otra era.
Si Beethoven había hecho crecer a la orquesta, numéricamente y en cuanto a consideración como vehículo idóneo para la manifestación de los más hondos estados expresivos, si Berlioz había tenido sueños de gigantismo e intuiciones formidables de ‘colorido’ sonoro, la línea del poema sinfónico lisztiano insistió en aumentos numéricos y en utilizaciones de instrumentos atípicos, aconsejadas por criterios tímbricos y por necesidades ‘descriptivas’.
En cuanto al campo teatral —la ópera—, la orquesta tiene en Richard Wagner a su principal valedor. Wagner partió de la gran orquesta meyerbeeriana, pero pronto la personalizó y acabó poco menos que perfilando una orquesta sinfónica a su medida. Así, procuró la construcción de variantes de los instrumentos de metal: trompetas, trombones y, muy especialmente, las tubas (se habla de tubas wagnerianas). Ello respondía a su afán innovador, a su voluntad de magnificar el papel de la orquesta en la música teatral, a su gusto por subrayar el carácter expresivo de la tímbrica, pero también al hecho de la disposición del ‘teatro de ópera ideal’ que para sus dramas líricos se construyó en Bayreuth: en efecto, el foso de Bayreuth, con la orquesta techada y oculta a los espectadores, tamizaba y mitigaba el sonido de manera que permitía aumentar los instrumentos más poderosos —los metales, la percusión— y, sobre todo, tocarlos con mayor firmeza en el ataque y experimentar más cómodamente con ellos…
En el siglo transcurrido entre la madurez del Barroco y la explosión del Romanticismo la evolución de la orquesta había sido enorme: una auténtica transformación. Pero, después de Berlioz, el instrumento orquesta evoluciona poco: desde luego, mucho menos que la música que se escribe para él. La orquesta acoge ampliaciones, variantes…, pero, en muchas ocasiones, necesitadas por un compositor para una obra y sin que tal uso se instituya después. La base, el esqueleto, es el mismo. Se ensayan a menudo toques de color: así, el arpa, ya utilizada por Mendelssohn en la obertura de Atalia y por Berlioz en su Sinfonía fantástica, es requerida intensamente por Wagner, quien prescribe 6 arpas para el foso de El oro del Rhin; la celesta, genialmente utilizada por Chaikovski en El cascanueces, es incorporada muchas veces después; en fin, los instrumentos de percusión multiplican y diversifican sus presencias…
En el final del sinfonismo romántico encontramos las gigantescas orquestas de Bruckner y Mahler, que son casos bien distintos: el primero, perseguidor del ideal wagneriano en cuanto a la sustancia de su música, también se acoge a lo que podríamos denominar ‘orquesta wagneriana’, con robustas formaciones de metales que condicionan la cantidad —que no la cualidad— de los demás instrumentos; por el contrario, el gigantismo sonoro y expresivo de Gustav Mahler afecta a la cantidad y a la cualidad. Muchos podrían ser los ejemplos, pero baste apuntar los usos del fliscorno o cornetín en la Sinfonía núm. 3, el martillo y yunque —o lo que venga a sustituirlos— en la núm. 6, la guitarra y mandolina en la núm. 7, cencerros, cascabeles… Por no apuntar hacia usos instrumentales de la voz humana: con evidente exageración, aun con base de verdad, Aubert y Landowski, en su pequeño tratado La orquesta (1951) afirman que Mahler no duda en requerir coros infantiles para duplicar las campanas (alusión a la Sinfonía núm. 3). Contemporáneo de Mahler, pero llamado a adentrarse más en el siglo XX, el maestro bávaro Richard Strauss insiste en la utilización de orquestas masivas para sus grandes poemas sinfónicos, y requiere toques descriptivos, como la máquina de viento en Don Quixote, o recupera viejos instrumentos para lograr efectos expresivos o líricos especiales, como sucede en la Sinfonía doméstica con el oboe de amor.
Frente a esta evolución de la orquesta por acumulación, el genio de Debussy no vino a proponer una nueva orquesta, pero revolucionó la orquestación, de manera que, con los instrumentos tradicionales, propuso un novísimo sonido orquestal. No se trataba de multiplicar los instrumentos en pos de una masa sonora más poderosa de volumen, más compacta, sino, por el contrario, de individualizarlos y personalizarlos con claridad, de adelgazar las texturas y procurar una mayor delectación en los timbres, así como una mayor explotación de sus posibilidades propiamente musicales. La extremada novedad del tratamiento orquestal que supone el Preludio a la siesta de un fauno se consigue con la más ‘vulgar’ y modesta de las plantillas orquestales: 3 flautas, 3 oboes, 2 clarinetes, 2 fagotes, 4 trompas, percusión normal, 2 arpas y cuerda. Ravel aprende bien la lección, pero añade, al proceso de clarificación, de individualización, de personalización tímbrica de la orquesta debussysta, el ingenio de mil y un hallazgos, efectos basados en mezcolanzas insólitas, propios solamente de un maestro, casi diríamos un mago de la instrumentación. Los ejemplos que cabría dar para argumentar la aportación de la orquesta raveliana serían numerosos, pero acaso baste recordar ese hito llamado Bolero, exhibición de música hecha con un solo breve tema (y una derivación del mismo), que se repite invariablemente durante más de un cuarto de hora, sin modular hasta los instantes finales, pero construyendo un tenso y rico curso musical merced a la variada sucesión de timbres y a la progresiva densificación de la materia sonora: nunca el trabajo de orquestación había sido tan identificable con el de composición.
Flautas, oboes, clarinetes, fagotes, trompas, trompetas, trombones, tubas, timbales, percusión y cuerda… Esta es una conjunción de instrumentos con las que se puede hacer la mayoría del sinfonismo clásico-romántico, aunque habría que exceptuar un buen puñado de partituras que exigen algún instrumento ajeno a esta plantilla base. Sin embargo, esas, y no más, son las exigencias instrumentales de La consagración de la primavera de Stravinski: el aspecto ‘visual’ de la orquesta de Le Sacremavera puede engañar, pero este aspecto imponente enseguida se repara en que tiene más que ver con el número de instrumentistas (especialmente crecido en cuanto a la percusión) que con la condición de los propios instrumentos. Una vez más, un paso grande en la evolución de la moderna orquesta se lleva a cabo no por cambio de instrumentos ni por adición de otros nuevos, sino por novedades profundas en cuanto al tratamiento de cada uno de esos instrumentos, de sus combinaciones por familias, de sus posibilidades de fusión con otros, etc. Casi había sido más ‘nueva’ la orquesta de Petrushka, con la importante presencia del piano sumido en el conjunto… Durante toda su carrera, Stravinski investigó, y tanto propuso orquestaciones no ya nuevas, sino específicas de una sola obra —véase la orquesta de la Sinfonía de los Salmos, con dos pianos, sin violines…—, como se plegó a componer para orquesta de cuerda, para orquesta de formación clásica, para pequeña orquesta tipo concerto grosso, para jazz band… Bien entrado el siglo XX, no había puertas para las audacias. Pero había quedado palmariamente claro que las posibilidades de la gran orquesta eran ilimitadas no tanto porque a la orquesta se pudiera incorporar cualquier instrumento, incluso cualquier ‘ruido’, sino porque ilimitadas son las ocurrencias de los grandes creadores musicales.
Ya cerca de nuestros días, las variantes orquestales son innumerables, y van desde la simple incorporación de timbres nuevos (mil y un instrumentos de percusión, a menudo tomados de culturas ‘exóticas’, la voz humana utilizada como mero timbre o, por poner un ejemplo bien concreto, las Ondas Martenot utilizadas por Messiaen) o propuestas más trascendentes, como puedan ser la utilización de las cuerdas en divisi o la distribución de la gran orquesta en grupos espacialmente separados, uso del que es ejemplo pionero los Gruppen de Stockhausen.