Las grandes obras de arte son, en la mayoría de los casos, producto de las casualidades, o, mejor dicho, de la conjunción de una serie de factores causales que provocan, irremediablemente, el nacimiento de un monumento artístico. Nada más lejos, el compositor germano Richard Wagner fue protagonista de un hito en la historia del arte, cuando, sin ser plenamente consciente de ello, cambió la historia de la música occidental desde las primeras notas de su ópera Tristan und Isolde.
Por Carlos López
Génesis
Contando con la inspiración remota en lecturas infantiles efectuadas junto a su tío Adolf, Wagner comenzó desde muy pronto a querer dar realidad musical a la leyenda artúrica y medieval de Tristán e Iseo. Para al confección, de su propia mano, del libreto, el maestro germano utilizó como señera fuente la traducción del erudito Gottfried von Strassburg, más algunas versiones de tradición celta (de procedencia e idioma galés, francés o inglés) e incluso otras castellanas, remodelando la leyenda, reduciéndola a lo esencial y convirtiéndola en un drama conciso, vigoroso, de escuetos cambios de acción.
La leyenda cuenta cómo Tristán, el guerrero córnico, e Isolda, la princesa irlandesa, se enamoran al beber un filtro de amor, pero el músico presenta a los protagonistas ya enamorados, con lo que el efecto de la poción, un supuesto bebedizo mortal que Brangäne sustituye previamente, no es otro sino el agravamiento de la pasión amorosa.
Richard Wagner, en un momento en que se encontraba estancado en la consecución del ciclo del Anillo del Nibelungo y en el que las deudas económicas volvían a apremiarle, pues se empeñaba siempre en vivir por encima de sus posibilidades, conoció, milagrosamente, como sucede con todo lo rematadamente extraordinario en la vida, en 1852 a Otto y Mathilde Wesendonck, un maduro y adinerado comerciante suizo y su joven esposa de algo más de veinte años de edad. Deseoso de hacer algo provechoso con su dinero, Wesendonck atendió a la tímida y orgullosa petición de ayuda de Wagner, a la que accedió el músico, empero, no sin reparos. De tal modo, Wesendonck le proporcionó a Wagner en Zurich, donde se encontraba con su madura esposa Minna, un cercano alojamiento y una substanciosa protección económica.
Al autor de Lohegrin le fallaba la inspiración, le faltaban ideas para Sigfrido (cuya composición paró en el segundo acto), pero de pronto encontró una seductora musa en la figura de Mathilde, una dama muy interesada en el devenir creativo del triste Wagner y que vino a darle una reconfortante vitalidad. Los amantísimos Wesendock-Lieder nacieron de textos de la joven mujer, confiados con urgencia al compositor, y de los que posteriormente extraería el compositor distintos esbozos, fragmentos y giros para la música de Tristán e Isolda.
Una inquietud interna creció en Wagner y se encaminó a realizar un intento de respiro disuasorio (en realidad era una inmediata respuesta tanto a la generosidad de su amigo comerciante y como a su sin vivir por el imposible amor a su amiga Mathilde) mientras acababa el «Anillo», pero se convirtió en una magna empresa y en una patente obsesión durante varios años de vida creativa.
En 1857 Wagner le enseñó el libreto a la joven señora Wesendonck, confesando que su génesis se la debía enteramente a ella. El compositor pidió incluso a Mathilde escapar juntos y unir definitivamente sus vidas, pero ella echó mano de una recatada prudencia y rechazó tal idea, hecho del que se hizo eco Minna, la malhumorada esposa de Wagner, que concibe la situación como insostenible e insoportable, y le fuerza a un voluntario y solitario destierro en Venecia. Mathilde se convierte así, desde su autoexilio veneciano, en ese anhelado objeto de amor inalcanzable.
Es en la ciudad de los canales donde concluye el segundo acto y parte del tercero de Tristán, mientras que en Lucerna, donde entraría en contacto con el director de orquesta Hans von Bülow y su esposa Cosima (la hija de Liszt que posteriormente se convertiría en esposa de Wagner), efectúa la definitiva orquestación en 1859.
Estreno
La obra, según los presupuestos de su artífice, implicaba pocas demandas de escena, por su pequeña escala de recursos, y era bastante fácil de poner sobre el escenario, cosa que resultó totalmente al revés. Para complicarlo aún más, la definitiva fecha del estreno se dilató en el tiempo por la falta tanto de dinero como de músicos adecuados. Se barajaron los teatros y las ciudades de Karlsruhe y Viena (escena de un fracasado intento), cuando apareció otro artífice del milagro: Luis II de Baviera, rey de dieciocho años que adoraba la música de Wagner, la que medio mundo despreciaba, y quien puso todo su poder a disposición del músico, pues le proporcionó un generoso mecenazgo tan sólo por la comprometida tarea de desarrollar su arte musical.
Fue Munich finalmente el escenario en que, el 10 de junio de 1865, tras interminables ensayos, bajo la dirección de Von Bülow (que, a pesar de estar colaborando codo con codo con Wagner, no se enteraba de que Cosima mantenía un secreta relación con dicho autor) y el auspicio del joven monarca, se produjo el esperado estreno de Tristán e Isolda, protagonizado por Ludwig Schnorr, una excelente voz tenoril, y su esposa Malvina, ambos cantantes de lujo y actores consumados.
Deseo
El deseo y la renuncia terrenal, el amor y la muerte, se dan cita en esta discutida partitura a través de su indomable expresión musical. Wagner explora en ella todos los aspectos conscientes e inconscientes de un amor maduro entre adultos, muy al contrario del trágico amor adolescente de Romeo y Julieta de William Shakespeare. No obstante, el dramaturgo inglés fue una decisiva influencia, junto al drama griego (no en vano denomina Wagner a la ópera «Handlung in drei Aufzügen», acción dramática, término derivado de la traducción del griego, en tres actos) y al teatro de Calderón de la Barca, uno de sus escritores predilectos.
Por otra parte, el complicado entramado psicológico de «Tristán e Isolda» se debe a la decisiva aportación de la filosofía de Schopenhauer, en concreto de su libro «El mundo como voluntad y representación», del que Wagner extrae propias conclusiones para la ideología dominante en la obra, una automática respuesta metafísica a su incombustible, inconsumable e inconfesable amor hacia Mathilde Wesendonck. Trasmutado en la terrible historia legendaria, el autor busca el consuelo para ‘el sentido e intenso deseo de muerte: una total inconsciencia, una completa negación del ser, el desvanecimiento de todo sueño, el único y conclusivo viaje’, comenta el propio Wagner en una carta a Liszt el 16 de diciembre de 1854, donde comenta y declara cómo sería su proyecto definitivo sobre Tristán. Esta idea, apropiada por Wagner, evoca la necesidad de negar la voluntad y renunciar a todo deseo mundano, incluida toda ambición mundana y todo deseo sexual y erótico, la misma renuncia que Wotan proyecta en el ‘Anillo’ sobre el mundo terrenal y el poder del oro mágico.
En los pentagramas y los versos de Tristán se hace patente la completa redención a través del amor, el amor trascendental, pues, según Schopenhauer, ‘la voluntad de vivir, la pasión amorosa y el deseo de satisfacción no crean sino tormento, por lo que la vida terrenal deviene en un mar de sufrimiento’.
Música
La consecución de la Gesamtkunstwerk (obra de arte total) que bien ejemplifica Tristán e Isolda, nace en la producción wagneriana como culminación de una búsqueda estética satisfactoria que bebe del amor por Mozart y Beethoven, primigenia combinación de ópera pura y sinfonismo (explotación orquestal), la influencia de la grand opéra francesa (que bien imitara Wagner en sus comienzos) y la estela lírica germánica de Weber.
Dejando al margen consideraciones puramente estéticas, Tristán era en lo musical, como comprobamos en el campo más teórico, el resultado del desarrollo de una técnica compositiva separada de todo tradicionalismo cadencioso. Las tonalidades no dan pie a resoluciones de intervalo de cuarta o quinta, sino que fluyen en un interminable devenir de melodías inconclusas, con modulaciones constantes, donde una melodía desemboca irremediablemente en otra sin solución de continuidad, tejiendo una armonía sin descanso. Dicha vertebración armónica se ejecuta con una larga lista de leitmotivs lúcidos, emocionantes y, en todo momento, conmovedores.
El considerable avance, con respecto a su tiempo, que produjo esta obra, original en todos los aspectos, condujo al compositor a realizar sorprendentes descubrimientos en la expresión del lenguaje musical como el imperecedero fluir armónico y melódico, la falta de relaciones tonales tradicionales, la busca permanente, tensa e infinita, a través del cromatismo (es de mencionar cómo el acorde de Tristán, el motivo del deseo, que introduce el ‘Preludio’ al primer acto, retuerce las entrañas del primer la menor), o la aparición de un manifiesto comentario orquestal, donde el foso subraya la palabra, al modo del ello subconsciente y freudiano, en una definitiva unión del canto y el alma de los personajes. Como podemos comprobar, en casi todos los aspectos, la música explora las profundidades de las vidas psicológicas de los personajes, aunque no deja de lado un hacendado expresionismo pictórico, como la utilización de unas profundas cuerdas para describir el mar en los actos I y III o la ingeniosidad pastoril del plañidero oboe de este último acto.
Las puertas de la modernidad se abren con ese inicial acorde cromático de Tristán, cuya fuerte tensión emotiva contiene el germen, por anticipación atonal, de la instabilidad tonal característica de toda la heredera música posterior (Berg, Schoenberg, Webern,…). El ‘Preludio’, tocado en 1860, fue una sorpresa para el propio Wagner, quien exclamó ‘¡qué lejos he quedado yo del mundo en ocho años!’, al asistir a los primeros ensayos vieneses de la original partitura.
Poco más ha de quedar dicho si hasta el mismo Friedrich Nietszche, comprometido filósofo que admiró y luego renegó de Wagner, afirmara ‘todavía hoy busco una obra que iguale la peligrosa fascinación, el dulce y horrible infinito de Tristán e Isolda’.