El 23 de marzo de 1703, Vivaldi era nombrado sacerdote, un tricentenario que sirve de pretexto para ahondar en su música religiosa, influida al menos tangencialmente por la formación eclesiástica que recibiera el compositor durante diez años.
Aunque Giovanni Battista instigase a la iglesia a su hoy celebérrimo vástago Antonio Lucio, habría que pensar en la Causa prima: una ciudad tan decrépita política y económicamente como Venecia necesitaba la luz de un genio, que, metido sutilmente en la tradición, hiciese arraigar con más ímpetu a la sociedad. Nuestro músico se gana también la estimación de tantos guerreros no agresivos que por el mundo trotan. ¿Cómo no va a interesar ese abandono de la misa para componer en la sacristía? ¿Hay un aguijonazo más socarrón al sistema que un cura deje de dar la comunión para empezar a recibirla junto a una mujer? ¿Acaso no es representable en el Carnaval de hoy que un hombre de la Iglesia que padece asma se vaya por Europa con cinco mujeres enfermeras? ¡Menuda terapia la suya con el boca a boca!
Su música religiosa quita telarañas a un rito que deja de ser un trillado “soniquete” para convertirse en trascendencia deslumbrante, la venida de un hombre enraizándose sin límites a la más absoluta individualidad: el alma.
Por Marco Antonio Molín Ruiz
Historia
Tradicionalmente, Venecia ha sido un pueblo melómano. Y además de todo ese colorido que aportan las canciones de lugareños y, particularmente, las de los gondoleros, la hechizante capital del Véneto tuvo siempre escuelas de música. Esta manifestación artística había desempeñado desde tiempo inmemorial un papel determinante en las ceremonias religiosas y actos políticos.
Un elemento que hizo posible la evolución musical de Venecia fue la organización de la capilla de la iglesia de San Marcos, en 1491, que durante siglo y medio se fue consolidando gracias a Willaert, Zarlino y los Gabrieli, cuyo madrigal concertante da el impulso definitivo hacia el lenguaje barroco. Aprovechándose la disposición arquitectónica del templo bizantino, los compositores escribían obras para dos coros, de efecto antifonal, lo que modernamente se dice “estéreo”, algo frecuentado por Vivaldi en sus grandes composiciones sacras.
El Kyrie, Dixit Dominus, Beatus vir, Magnificat y Lauda Jerusalem son textos sublimes que Vivaldi recrea en partituras monumentales, en respuesta a las exigencias del entorno (con dos órganos, inclusive, uno frente a otro). Aunque la musicología se inclina por que estas composiciones “a due cori” habían sido escritas para San Marcos, resulta probable que el Lauda Jerusalem se estrenara en La Pietà ya que las cuatro sopranos solistas –dos en cada coro- que aparecen en el manuscrito son alumnas del orfanato.
Cuatro eran los hospicios en Venecia que también instruían en la música: La Pietà (mencionado), Mendicanti, Ospedaletto e Incurabili. Músicos de toda Europa rivalizaban por ocupar una plaza como docente en alguna de estas residencias; los apellidos Galuppi, Scarlatti y Cimarosa hablan ya de su prestigio. La Pietà es fundada en 1348 por fray Pierazzo de Asís, tiempo en que solamente se enseñaba Solfeo y Canto, asignaturas complementadas varios siglos más tarde con múltiples ramas, lo que hizo posible en la etapa de Vivaldi una orquesta admirada en toda Europa. “Mendicanti” tendría varias ubicaciones y una orquesta de renombre. 1527 es el año en que se crea “Ospedaletto”, cuyo máximo benefactor fue San Ignacio de Loyola y que vivió esplendores con su “Schola cantorum”. Finalmente, “Incurabili”, de 1522, que surgió gracias a unas nobles venecianas y que lleva en su Historia los nombres de Lotti y Galuppi.
Estilo
A excepción del oratorio Judit triunfante (1716), ninguna obra sacra de Vivaldi aparece fechada; así que no se puede analizar objetivamente desde la cronología, algo que sí permiten sus doce opus.
Tampoco desarrolló el compositor esta parcela con regularidad: cuando en septiembre de 1703 entró a formar parte del cuerpo docente del Hospédale della Pietà fue para dar clases de violín, y no de composición y dirección de música religiosa, asignatura que impartiría Francisco Gasparini, otro veneciano prolífico y versátil con éxito. Éste ampliaría los horizontes de Vivaldi cuando hubo de sustituirlo provisionalmente, hasta que llegase Pietro Dall´Oglio, un maestro de canto que no dio la talla, unas expectativas muy halagüeñas para Vivaldi, quien estaba obligado, si quería reputación, a superar la prueba de fuego siguiente: componer dos misas, dos vísperas, otro par de motetes y varias piezas incidentales, una labor cumplida sensacionalmente, lo que le valió remuneraciones extraordinarias desde 1715 hasta 1719. A partir de este año Vivaldi compuso música sacra entre la salida de cada maestro de coro y el nombramiento de otro.
Este cúmulo de eventualidades no deslustra el repertorio, donde se absorbe lo mejor de la tradición con vistas a la modernidad, siempre con el puro gesto de sí mismo. Resume austeramente un lenguaje latino a caballo de la iglesia y el teatro, tan bien acoplados que en ocasiones resulta difícil apreciarlos por separado.
Con una perspectiva formal de las partituras se distingue una maduración que podría estructurarse en tres etapas:
- Primitiva. Aquí se adopta mayormente la polifonía con acompañamiento al unísono de la orquesta. Son comunes las imitaciones simples entre la cuerda de varones y mujeres. Hay simulacros de fuga en los alargamientos de frase. Un ejemplo notable para este apartado, el Credidi propter quod, R.V. 605, composición verdaderamente atípica cuyo temperamento tiene rasgos de Palestrina.
- Media. Equilibrio total de la voz y el instrumento. Variedad de formas y técnicas constituyendo o números independientes o movimientos. Gusto por las secciones externas del “aria da capo” con partes “in obligato”. Intervención de coros y orquestas dobles, con efectos estereofónicos que pueden resultar fascinantes. Como muestra el Beatus vir, R.V. 597, fácil de recordar por ser un salmo responsorial.
- Última. Madurez de escritura, donde el ingenio se abre paso entre los rígidos dictámenes de lo académico y fundirse paulatinamente al dramatismo de la ópera. Libertad de contraste entre la masa coral y la melodía del solista, que algunas veces tiene la frescura de una improvisación (trinos, escalas ascendentes, etc.). Verbigracia: el Lauda Jerusalem, R.V. 609, cuyo coro a modo de “ritornello”, opuesto a las dos sopranos solistas, contiene un vigor que se podría representar.
Voz
Expresión humana tan natural como el canto encuentra en Vivaldi un mensajero sapientísimo, que invita a entonar con el instinto de la respiración o el amor. Sus obras religiosas desvelan una búsqueda de la condición más serena, y para ello va a la esencia de cada voz: timbres genuinos que plasman un ánimo a flor de piel sostenido en una emisión gratísima, tesitura no amplia aunque deslumbrante en coloratura a la sazón del texto, frases que hacen un discurso muy rico donde se denota la originalidad de motivos, alternancia de tonos como respuesta fiel al “drama sacro”, etc. Asimila toda la enjundia del texto sin dejarse en el tintero lo más sutil de un vocablo, hecho música desde su raíz semántica, rasgo éste que refleja cuán aguda es la comprensión lingüística de Vivaldi en el latín, obvio tratándose de un sacerdote, pero carismático cuando la palabra se transciende otro grado a través de la música. El “Et incarnatus est” del Credo, R.V. 591 muestra perfectamente el arrobamiento humano frente a lo sobrenatural, visión tan lograda que si el coro se limitare a vocalizar, el oyente profano se imaginaría ello mismo. Por su lado, el “Sicut locutus est” del Magnificat, R.V. 611 rezuma una placidez milenaria, llevada en los genes.
Iniciando con el coro, puesto que justifica más lo eclesiástico de feligresía, éste es abundante y diverso. Siempre constituye el pórtico en los salmos y las vísperas, vertebradas a lo largo y a lo ancho de cuatro voces mixtas que se expanden mediante polifonía, homofonía y “cantus firmus” con retoques barrocos. Sus intervenciones resultan sobrias y calantes, nunca desmesuradas en la extensión y sin rebasar los discretos límites que diferencian la brillantez de la espectacularidad. Prevalece el canto silábico (en frases de melodías encantadoras) al portamento (reservado para obras solemnes con aire concertístico). La armonía, muy elaborada: movimiento melódico contrario en “Paratum cor ejus”, disonancias tardías de resolución en el primero del Kyrie eleisón, R.V. 587 y una fuga excelente en “In memoria aeterna” (en do menor).
En cuanto a los solistas, la contralto puede considerarse el candor de la música sacra de Vivaldi, quien rompe ese maleficio que impera en la historia acerca de la voz más grave de mujer, denominada cenicienta ¡No!. Su íntima musicalidad, que entronca directamente con lo virginal, lo fiel y lo fértil de María, convierte en obras maestras la Salve Regina, R.V. 616 y el Stabat Mater. Opuestamente, la soprano está encomendada a circunstancias jubilosas, donde la celebración ha sucedido al anhelo: “Et exsultavit” y el “Amén” del Laudate pueri, R.V. 601. Escasos pero adecuados el tenor y el bajo.
Orquestación
Renuncia aquí Vivaldi a las filigranas del violín; quien sólo conozca al “prette rosso” en ese aspecto desmelenado que preferían los editores por una cuestión de ventas no lo identificarán en esta categoría: la orquesta secunda al canto elocuentemente, hilvanando de principio a fin la melodía, el grueso acompañante y el bajo continuo con una urdimbre que parece milagrosa. Escúchese la última sección del primer número del Kyrie eleisón, R.V. 587 (una cortina de llamas celestes que bajan a la Tierra), el Tecum principium, del R.V. 594 (un baile de estrellas y corazones), la parte instrumental anterior al comienzo del coro “Arma, caedes”, de Judit triunfante (una lluvia de serpentinas sobre la Historia de la música) y el “Gloria patri” del Domine, ad adiuvandum me, R.V. 593 (un reguero de lágrimas que iluminan la obscuridad).
Sesudo el planteamiento, tan unitario e independiente que podría concebirse de forma aislada. Esto sucede en los inicios del “Kyrie” y el “Beatus vir, R.V. 597”: el primero con su esfuminado sonoro (si se nos permite una traslación semántica del vocablo pictórico) evoca ese misticismo con savia renacentista que principia a la “sonata da chiesa”. El segundo, una obertura a la francesa muy italianizada que nos hace pensar en Händel.
Uno de los mayores atractivos de la orquestación vivaldiana estriba en el ritmo, sembrado de ocurrencias. Valgan de ilustración el “Rosa quae moritur, unda queae labitur” (a base de síncopas que describen el marchitamiento progresivo de la flor y el eco) y el “Laudate Dominum omnes gentes”, una pieza breve pero de un fervor casi concupiscente. Dentro de esta línea hay que considerar sus “ostinati”: puro misticismo en el “Quia respexit” del Magnificat, R.V. 611, donde la cuerda se abraza infinitamente a la soprano. También maravilloso el “Donec ponam” del Sedes, R.V. 594, un dictamen bíblico a través del cual hasta sería posible visualizar a pueblos enteros arrastrándose; este transitar la convierte en una marcha fúnebre acomodable sin herejía al piano y al órgano. Por experiencia, dicen tanto estas adaptaciones que un oyente sin prejuicios clamaría “¡Liszt!”. “¡Franck!”, respectivamente.