La fascinación al contemplar en 1838 los magníficos frescos de El triunfo de la muerte del Cementerio de Pisa estimularon a Franz Liszt (1811-1886) a la creación de esta imponente paráfrasis sobre el Dies Irae. Las cautivadoras pinturas del camposanto de la ciudad toscana, unidas a la atracción romántica por lo medieval, la muerte y lo lúgubre, dieron como fruto este conjunto de variaciones sobre el célebre himno latino que impacta por la originalidad de una escritura repleta de brillantes recursos efectistas sobre el teclado, así como por su poderosa orquestación.
Por Gregorio Benítez
Una vida novelesca
Sin duda alguna, si nombramos el nombre de Franz (o Ferenc, en húngaro) Liszt estamos hablando sobre uno de los compositores más fecundos de todos los tiempos. Considerado —sin miedo a caer en ninguna exageración— como el pianista más excepcional, no solo de su momento, sino de toda la historia de la música; a su muerte, acaecida en la ciudad de Bayreuth, su catálogo sobrepasaba la increíble cifra de las mil trescientas obras. Con tan solo echar un breve vistazo en esta descomunal producción, se observa cómo esta se reparte principalmente en dos gigantescos bloques: el que integran las obras originales del propio Liszt y las transcripciones de otros autores; ocupando el piano un lugar prominente dentro de este dilatado corpus creativo.
Niño prodigio, viajero infatigable, cosmopolita y ecléctico, son algunos de los calificativos ineludiblemente asociados a este mago del piano, que fue a este instrumento lo que Niccolò Paganini al violín, y en donde parecía que en su música no había dificultad técnica alguna que para él entrañara el más mínimo esfuerzo. Su eximia carrera como pianista virtuoso, que sentó las bases de lo que hoy en día conocemos como un «concertista», a menudo eclipsó a su fructífera e innovadora faceta compositiva. Sin embargo, este hecho no debe desvirtuar su verdadera relevancia en el terreno de la composición, pues Liszt no solo será una de las piedras angulares sobre las que se asiente la estética musical romántica, sino que en su última etapa divisará nuevos horizontes cruciales para entender la deriva de la música de los albores del siglo XX, como el impresionismo, el atonalismo y el nacionalismo bartokiano.
Convertido en el imaginario romántico en una especie de héroe, capaz de revelar al público nuevas facetas de un instrumento que nadie había podido concebir antes; su vida fue un veraz cúmulo de aventuras donde el amor y el desengaño, los desenfrenos afectuosos y la inquietud religiosa se encargarán de modelar una psique tan compleja como su misma biografía. Por paradójico que parezca, su vida —como personaje histórico— y toda la «Lisztomanía» que generó a su alrededor ha trascendido más que muchísimas de sus obras; pues el Liszt que conocemos generalmente es el Liszt del período de Weimar, habiendo quedado olvidadas muchas de sus partituras de juventud como las de su triunfal periplo parisino. Será curiosamente en la capital gala donde —además de conocer a Paganini— entable amistad con referentes de la cultura romántica como Heinrich Heine, Victor Hugo, Alphonse de Lamartine o Hector Berlioz, y en donde comience a ser seducido por el oscurantismo de la muerte, el infierno y la redención. Totentanz es una danza macabra donde confluye toda esta obsesión por lo tétrico, timbrada por el singular universo musical de un Liszt en plena madurez artística.
Weimar
Si la vida de Liszt fue desde su niñez la de un nuevo Mozart, abandonando precozmente Raiding (su pueblo natal) para formarse en Viena y ofrecer numerosos conciertos por las principales urbes de Centroeuropa e Inglaterra, lo cierto es que no hallaría ningún reposo en su vertiginoso mundo itinerante hasta establecerse en 1848 en Weimar. Ni siquiera la efervescente París —donde se asentaría durante el decenio de 1830— supuso el más mínimo hiato para él, dado que —hasta su llegada a localidad de Turingia— su vida fue sinónimo de frenéticas giras de recitales que lo llevaron a actuar, durante veintisiete años, desde la península ibérica hasta la Rusia zarista, o desde Irlanda hasta el Imperio otomano.
Liszt halla en esta población alemana una auténtica estabilidad al abandonar el concertismo activo y ser nombrado maestro de capilla del duque de Weimar. Será esta una pausa que actúe como un genuino punto de inflexión en su fulgurante trayectoria artística, pues durante los doce años que pasó aquí no solo compuso sin tregua obras emergentes, sino que acometió una radical revisión de partituras escritas con anterioridad; la naturaleza volátil y exhibicionista de las composiciones previas darán paso a una escritura con puntos de apoyo más claros y estables, así como a una mayor profundidad de ataque.
De esta época datan títulos legendarios que perfilarían desde entonces —y siguen perfilando en el presente— el repertorio de los grandes nombres del pianismo. Entre estas obras nos encontramos con la colosal Sonata en Si menor, las primeras quince rapsodias húngaras, el mordaz Vals Mephisto núm. 1, los dos conciertos para piano, Années de pélerinage, Harmonies poétiques et religieuses y la versión definitiva de los Études d’exécution transcendante, unas hojas estas últimas que —al igual que ocurría con otras composiciones— habían sido publicadas en una primera versión durante la década de 1830 y que Liszt modelaría en Weimar en la partitura que escuchamos en la actualidad.
El Liszt de estos años de madurez, unido a su laborioso oficio y sempiterna imaginación, ahondará en el estudio de la unidad y mutación del material temático, junto con el desarrollo conceptual del poema sinfónico. En el terreno pianístico la Sonata en Si menor y sus dos conciertos para piano son la culminación de todo este proceso, encontrando —en el caso de los conciertos–—no solo una perfecta integración del binomio piano-orquesta, sino un dominio de la paleta instrumental que precisamente alcanzará al ejercer también un extraordinario desempeño como director de orquesta estos años. En Weimar programará y dará a conocer ínclitas óperas wagnerianas como Tannhäuser y Lohengrin (de la cual hará su estreno mundial en 1850), Benvenuto Cellini de Berlioz y otras páginas orquestales de lenguaje muy avanzado, siendo acogidas con indisimulada simpatía por el compositor, aunque esa defensa de las nuevas tendencias le granjearan también destacadas enemistades.
Totentanz es producto de esta intensa fase reflexiva y de incesante especulación con su lenguaje y escritura pianística; dando origen a una pieza repleta de pentagramas desafiantes, embriagados por un virtuosismo con una drástica intención descriptiva en el que Liszt da rienda suelta a toda su fantasía.
Totentanz
Al igual que con su primer concierto, Totentanz (literalmente, La danza de la muerte, a veces traducida al español como Danza macabra por su nombre original en francés) pasó por una espaciosa y compleja gestación. Ambas creaciones tuvieron su génesis a finales del decenio de 1830, completándose Totentanz en 1849, diez años más tarde de iniciar una serie de bocetos preliminares aún conservados hasta la fecha. El texto sería delicadamente revisado cuatro años más tarde y se sometería, de nuevo, a otra exhaustiva enmienda una tercera vez en 1859. Igualmente, este «tercer concierto» de Liszt, como —en ocasiones— suele ser nombrado, fue utilizado por el compositor para realizar un exultante arreglo para piano solo hacia 1865 (S. 525) y, por aquel mismo tiempo, acometería otra transcripción para dos pianos (S. 652).
La última obra para piano y orquesta que Liszt escribiera sería dedicada a su yerno, el pianista y director de orquesta Hans von Bülow, quien la estrenaría como solista en La Haya el 15 de abril de 1865; y sobre las fuentes artísticas que estimularon que la partitura viera la luz hay dos versiones un tanto controvertidas. La primera de ellas, defendida por Lina Ramann, destacada biógrafa de Liszt, alude al influjo de El triunfo de la muerte, unos frescos del siglo XIV —ya citados al comienzo— que el músico contempló en Pisa y que dejaron una huella indeleble en la retina del compositor, constancia que tenemos gracias al epistolario personal del propio Liszt. La segunda, por su parte, fue sostenida por algunos de los primeros comentaristas de la pieza, personas muy cercanas al músico austrohúngaro que aludían a una serie de xilografías de Hans Holbein en las que se representa la danza de la muerte. En estas grotescas impresiones de Holbein, cargadas de un fuerte carácter satírico sobre todo lo mundanal, la muerte aparece personificada como un esqueleto que viene al encuentro de todos, ricos y pobres, autoridades y pueblo llano, independientemente de su estatus.
Posiblemente, ninguna de estas dos versiones que indagan sobre las raíces de la obra estén equivocadas, pues los primeros borradores de 1838/39 señalan que Liszt preparaba la confección dos piezas independientes: «La comedia de la muerte» —infundida por los grabados de Holbein— y «El triunfo de la muerte» —basada en los frescos del mismo nombre—. Liszt abandonaría posteriormente esta idea, integrando material de ambos proyectos en la primera versión de Totentanz; una partitura con una disposición estructural muy distinta a la de 1859, en la cual se podían apreciar tres secciones, incorporando la última de ellas un canto gregoriano eliminado en la versión definitiva como es De profundis. El hecho de suprimir De profundis, un salmo reconfortante que evoca el poder de la misericordia y la redención divina, parece no ser fortuito; algunos estudiosos sobre la vida del compositor ven con toda probabilidad en este gesto de extirpar un final esperanzador en Totentanz la antesala de la amarga desazón que atravesaría Liszt en la década de 1860, tras la muerte de su hijo Daniel en 1859 y de su hija Blandina en 1862.
Dejando de lado estas hipótesis, lo cierto es que hay otra influencia que frecuentemente suele obviarse. En un plano estrictamente musical, Totentanzes un conjunto de seis variaciones sobre el Dies Irae, una secuencia en latín medieval sobre el día del juicio final que también empleó Berlioz en el final de su Sinfonía fantástica (V. Sogne d’une Nuit du Sabbat). Liszt estuvo presente en la primera interpretación pública de la monumental sinfonía en el Conservatorio de París el 5 de diciembre de 1830 y su repercusión fue tal que llevó a cabo —tan solo tres años más tarde— una ciclópea transcripción para piano de la partitura orquestal donde deja constancia de su portentoso dominio del teclado y de sus enormes recursos para trasladar al instrumento novedosos efectos tímbricos propios de la plantilla orquestal.
El piano de Totentanz emana características muy similares a la de esta transcripción, y muestra de ello es la escalofriante introducción que precede a las seis variaciones. Aquí el piano —ayudado por los timbales— se presenta percusivo, con un tono hosco y visceral sobre el que se yuxtaponen los implacables sones de ultratumba de los trombones con el tema del Dies Irae. El terror fantasmal rubrica la partitura desde el principio, dándole a la representativa escritura virtuosística lisztiana un toque frío y áspero. Si entre todos los compositores para piano Liszt es el más pictórico, en Totentanz identificamos al Liszt más sombrío, cuya música evoca a los esqueletos despojados de Holbein. Estos dan la impresión de cabriolar en un ritual sardónico como en la primera variación, en donde un danzarín fagot presenta un baile de tinte burlesco al que se unirá luego la cuerda, o entregarse al frenesí de fuerzas apocalípticas con los «brutalistas» glissandi del piano en la segunda de las variaciones. El aquelarre sonoro se traspasará a la amalgama rítmica de la efímera tercera variación (Molto vivace), cuyo desasosiego irá in crescendo con su impulso incesante, que adquiere un exaltado clima de genuino concierto di bravura.
La antítesis a toda esta atmósfera generada la pone la cuarta variación; un solo de piano donde el Dies Irae se torna en una dulce cantinela. Liszt, maestro de la variación y la transformación temática, trata ahora a la línea melódica de forma canónica, con un aire de melancolía similar a la ambientación sonora de otras páginas futuras de acentuada inspiración religiosa. Seguidamente, una cadenza a modo de improvisación escrita sobre el relieve melódico del Dies Irae y sazonada con líricos arpegios se encargará de preceder una plácida entrada del clarinete; nada hace presagiar que —pocos compases después— la muerte volverá a acechar turbulentamente la escena antes de la vertiginosa quinta variación. Este inquieto fugato se inicia de forma enloquecedora, mostrando agitadamente el tema con toscas notas repetidas. Instantes de feroz cólera se suceden en esta y en la última variación, juntos con abruptos trinos, estridentes acordes y audaces armonías, haciendo de Totentanz una pieza extraordinariamente transgresora que causó un agudo shock en el público de su tiempo.
La obra fracasó entre la crítica y público, cayendo condenada al ostracismo durante más de tres lustros después de ser tocada por primera vez. En la tarea de recuperación jugó un papel primordial Martha Remmert, deslumbrante discípula del compositor, quien con sus exitosas actuaciones abrió camino a que la partitura se consolidara en el programa de los grandes solistas de finales del siglo XIX y principios del XX; incluyéndose en esta lista nombres propios de la edad dorada del piano como Godowsky, Siloti, Rajmáninov o Bartók.
Lamentablemente, en el vasto legado discográfico que abarcan los registros sonoros de Totentanz no aparecen estos cuatro titanes del piano; pero es posible reseñar grabaciones de referencia, realmente imprescindibles en la discoteca de cualquier melómano.
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