Erch Leinsdorf. Orquesta Sinfónica de Boston
RCA Red Seal
El testimonio de la Colección Rubinstein es una buena prueba de la vigencia de sus grabaciones con criterios como intérprete de un número importante de compositores. Y lo es frente a nombres como el de Chopin, tal vez en un primer puesto en su conjunto; como el de Beethoven, en un claro segundo lugar en competencia con el primero, y ante obras que nacieron expresamente para él contando con su técnica, su sentido expresivo y su fuerza en la comunicación de determinados contenidos. Lo reconocieron así compositores como Strawinsky, cuando transcribió para Rubinstein de forma expresa tres danzas de Petrushka; Falla con su Fantasía Baetica, Villa-Lobos con Rude-Poema, con el que va más allá y persigue realizar un retrato musical del intérprete al que destina la obra, y algún compatriota polaco como Karol Szymanowski que le dedicó su Sinfonía concertante. Pero son Chopin y Beethoven, las dos grandes figuras del piano del siglo XIX, los que adquieren con sus interpretaciones, refrendadas por las grabaciones, la verdadera dimensión de su identificación con el piano romántico.
No es posible ignorar que Rubinstein, nacido en Lodz, Polonia, en 1887, que debutó como niño prodigio a los cinco años, recibió su formación en plena producción creadora del posromanticismo a través, primero de Rozycki y Paderewski, y después de Max Bruch, y que en 1897, con diez años, se presentaba con un concierto de Mozart y actuaba bajo la dirección de Joseph Joachim. Sin embargo, esos antecedentes no impiden que vaya adaptándose a la nueva música que surge a su alrededor, como demuestran las obras mencionadas de Stravinsky, Falla o Villa-Lobos.
Recordar ahora sus grabaciones implica poder valorar con una cierta perspectiva dónde quedaron los criterios de interpretación a los que me refería. Fueron criterios consecuencia de su visión razonada del mundo musical de las obras interpretadas, porque hay una claridad muy personal y afortunada en su trabajo con Mozart, una busca de equilibrio entre el romanticismo y el rigor en sus grabaciones de Chopin y, desde mi punto de vista, una doble concepción del piano en Beethoven. Y este disco ofrece la oportunidad de profundizar en el resultado frente a ambas concepciones, ya que reúne dos ejemplos característicos con los dos últimos conciertos del genio de Bonn, próximos en el tiempo y, sobre todo, definitorios de sus más maduros tratamientos del piano. En su versión del “Emperador”, Rubinstein nos transmite la fuerza, la intensidad del original, que son sin duda las dos cualidades que sitúan a este concierto entre las obras maestras en la larga relación de los aportados por el Romanticismo. Nos arrastra, nos permite seguir, participando en los resultados, el discurso de contrastes que van desde los momentos más tiernos a las explosiones sonoras más arrebatadoras. No es posible decir que se trata de la mejor versión, porque los criterios valorativos tienen siempre un componente subjetivo, pero sí cabe situar su grabación del Concierto “Emperador” de Beethoven entre las que conviene conservar para la historia.
Pero esta apreciación crece en importancia al juzgar la versión que ofrece del Concierto nº 4. Es este un mundo frontera en los escritos por Beethoven, que abre el camino final, el de la madurez absoluta, a través del virtuosismo, de la arquitectura sonora y de la distribución de las intensidades, con un juego que servirá de modelo en la evolución del piano del romanticismo. Me refiero a la tensión y a las pausas que marcan las sucesivas entradas del instrumento solista. En cada paso hay un sentido de retención de la frase siguiente que debe aparecer tras una especie de silencio, no escrito, a medio camino entre el rubbato y el rigor del tempo. Y esta característica del Cuarto Concierto de Beethoven es la que parece mejor expresada en la versión de Arthur Rubinstein.