Por Suzana Stefanovic
Es un tópico, pero no lo es en vano, que el violonchelo es el instrumento que más recuerda a la voz humana. Su registro reproduce fielmente el alcance de la voz y, seguramente, es por eso por lo que se le confían las melodías más emotivas del repertorio sinfónico. Nobleza, serenidad, ternura… ¿quién no las ha oído en los temas de las sinfonías de Brahms, Mahler, Beethoven?; fuerza y poderío, también, en las de Shostakóvich; magia en obras de Debussy; el chelo puede expresar todo lo que un ser humano puede llegar a sentir.
No siempre se ha utilizado de esta forma. En sus inicios, el chelo fue sobre todo la base imprescindible de cualquier melodía, el bajo continuo, la voz presente en toda aria, coro o recitativo del repertorio barroco, que pone el fundamento armónico, que baila con el ritmo, que subraya, incita y guía. Fue en el Clasicismo cuando se le empezó a encomendar un papel más protagonista. Beethoven le confió grandes y nobles temas en todas sus sinfonías, culminadas con ese sobrecogedor recitativo del final de la Novena, donde los chelos, junto con sus hermanos contrabajos, rugen, declaman y suplican con la humanidad de su voz.
El Romanticismo significó el principio de la verdadera edad dorada para el violonchelo sinfónico, su capacidad expresiva se utilizó al máximo. Desde las delicadas melodías de Schubert, el Schumann atormentado o sereno, a la pasión contenida de Brahms, quien lo empareja sabiamente con las trompas, creando una plenitud de sonido difícil de superar. Brahms es también creador de la melodía más sentida para el violonchelo como instrumento solista desde dentro de la orquesta, encomendándole un movimiento entero de su Segundo Concierto para piano.
La experimentación con los límites del instrumento da un gran paso adelante con el Impresionismo: se toca por encima del batidor, con glissandos infinitos, aflorando todos los armónicos que tiene el chelo, un ejercicio de imaginación que todavía no ha concluido en nuestros días. Cuando piensas que ya no te sorprenderá, te encuentras con una nueva partitura en el atril que te pide no solo destreza técnica, sino un esfuerzo intelectual para entender todo lo que el compositor ha imaginado. Y los hay con una imaginación prodigiosa, como Helmut Lachenmann, con quien hemos colaborado asiduamente, y cuyas obras llevan al instrumento -y al intérprete- al límite.
Volviendo al Impresionismo, Debussy utilizó mucho un recurso que se generalizaría a partir de entonces: dividir la sección en varias voces, creando una especie de orquesta dentro de la orquesta. El pasaje más conocido escrito de esta forma está en La Mer, donde los chelos representan muy fielmente el juego del viento con las olas. La utilización virtuosa del chelo en la orquesta es imparable y Richard Strauss es el responsable de algunos de los pasajes más exigentes de nuestro repertorio. Escuchen Don Juan, La vida del héroe y, muy especialmente, Don Quijote, en el que el violonchelo es nada menos que el ingenioso hidalgo y, como tal, despliega todas sus “armas” expresivas y técnicas.
Las sinfonías de Mahler abren nuevos mundos sonoros y, de nuevo, nuestra sección es protagonista de muchas páginas mágicas, nostálgicas o robustas. La invención no parece tener fin. La segunda mitad del siglo XX trae las grandes sinfonías de Prokofiev y Shostakóvich, donde el chelo es tratado con el mismo virtuosismo técnico que el violín, con melodías en los registros más agudos, sin olvidarse de su capacidad para dejar al oyente sobrecogido cuando explora los bajos más graves. El mundo de la ópera -que nuestra Orquesta aborda puntualmente-, guarda algunas de las joyas más preciadas de nuestro repertorio. Puccini, Wagner o Verdi supieron sacar el máximo partido a la capacidad expresiva de nuestro instrumento. Este último nos hace subir a los cielos en un pasaje famoso del principio del Ofertorio de su Réquiem, una obra que afortunadamente sí interpretamos a menudo.
¿Que nos traerá el futuro? Nadie sabe. Se nos ha pedido lo que parecía imposible pero con cada obra nueva se empujan los límites un poco más. Tocar el instrumento con objetos que no sean el arco, amplificarlo, emparejarlo con sonidos electrónicos… El tiempo dirá en qué dirección evoluciona el chelo en la orquesta y todo el género en sí. Lo que está claro es que para desempeñar nuestro oficio hoy en día se precisa no solo del control absoluto del instrumento, sino de una versatilidad que nos permita abordar desde el bajo continuo de una pasión de Bach hasta la hoja con las instrucciones de uso que casi siempre acompaña a una obra actual. La vida de un chelista en una orquesta de hoy en día es cualquier cosa menos aburrida.