
Por Tomás Marco
La búsqueda de la perfección en la emisión del sonido, tanto vocal como instrumental, ha sido una obsesión en la tradición musical de Occidente, la llamada ‘música clásica’. Obtener un buen sonido ha sido una preocupación basada en el estudio y la práctica constantes y una exigencia mínima a la hora de presentarse ante un público.
No se crea que esa característica deriva simplemente del momento en que se expande el concierto público ante una audiencia de pago, es algo connatural al oficio de músico que intenta llegar a su más alta expresión, y ya las capillas de las catedrales rivalizaban en obtener el mejor sonido e imponerse a los de otras. En el nacimiento de la orquesta barroca nos encontramos el mismo fenómeno, y todo un Vivaldi utilizaba a las talentosas chicas del Ospedale della Pietà para tener un banco de pruebas en sus experiencias compositivas y explotar sus cualidades sonoras. Si en la primera parte del siglo XVIII la Orquesta de Mannheim consiguió fama internacional fue precisamente porque su capacidad técnica y su sonido superaban a las de cualquier otra parte.
Hasta bien entrado el siglo XX, el sonido de un instrumentista era no solamente la expresión de su perfección técnica, sino la manera en que afloraba su propia personalidad. La fama de artistas como Arthur Rubinstein tocando Chopin al piano, o Arthur Grumiaux interpretando a Mozart al violín, se basaba en la cualidad personal de su sonido, más que en su gran competencia técnica. Rivalidades pianísticas en una misma escuela se producían por la personalidad del sonido. Era lo que ocurría en Alemania con Gieseking y Kempff o en la Unión Soviética con Richter y Guilels. Esa comparaciones se extendían también a las orquestas, y se sabía perfectamente que el sonido de la Filarmónica de Viena tenía un sonido propio distinto del de la Filarmónica de Nueva York. Y, por supuesto, a los directores, siendo evidente que el sonido de Toscanini difería bastante del que conseguía Furtwängler. Luego ya estaban los temas de gusto, preferencias y aficiones, pero lo importante era tener el mejor sonido, y que ese sonido fuera propio.
Está claro que a nivel individual, el sonido particular de los principales artistas era su carta de presentación. Pero, precisamente por eso, podían distinguirse claramente escuelas interpretativas. La manera en que tocaba un violinista soviético provenía de su propia escuela que, sin duda, era distinta de la de un italiano; igualmente ocurría con los pianistas y a veces era muy posible rastrear dónde había estudiado un determinado intérprete por la características de su sonido. Otra cosa es que, a partir de su escuela, cada uno tratara de obtener un sonido propio que le caracterizase. No era seguramente muy fácil pero sí se hacia poco menos que imprescindible.
Una cuestión en la que creo que están de acuerdo la mayoría de los especialistas es que hoy día la técnica instrumental ha progresado hasta límites insospechados, y se toca con una perfección técnica que no se había dado nunca en la historia musical. Los jovencísimos pianistas que ganan los grandes concursos internacionales poseen unos mecanismos deslumbrantes que seguramente superan con creces los de grandes solistas del pasado. La perfección de la afinación violinística ha alcanzado grados de absoluta justeza. Hoy no se le perdona a ningún joven talento cosas que eran normales en los virtuosos de hace algunos años. Existen grabaciones de artistas famosos, como Kreisler, por ejemplo, que desde ese punto de vista se permite unas licencias que hoy día se rechazarían, y gran parte del éxito mundial de un Heifetz se basó en que su esplendoroso mecanismo iba acompañado de una claridad de afinación entonces infrecuente.
Lo dicho, hoy se toca técnicamente a un nivel que nunca se había conocido. Sin embargo, no son pocas las voces que se quejan de la interpretación actual, y la mayoría de las veces de lo que se le acusa es de una cierta falta de personalidad, lo que equivale a una falta de sonido propio. Posiblemente no habría que exagerar pensando que ese es un problema muy generalizado, pero sí es cierto que los síntomas apuntan hacia esa dirección, y que a muchos aficionados se les hace difícil distinguir, a igualdad de perfección mecánica, la personalidad de unos artistas frente a otros. Si eso es verdad, nos encontraremos con que lo que se está ganando por un lado se va perdiendo por otro, y ello no es nada positivo para la música.
Puestos a preguntarse por qué ocurre esto, se nos aparecerían inmediatamente causas y circunstancias muy diversas. Una de las que se han apuntado es que para los artistas incipientes los grandes concursos son imprescindibles hoy y que estos han proliferado por todo el mundo y han elevado la exigencia técnica, lo que ha hecho que sea eso lo que más se practique en todo el mundo, dejando a un lado el problema del sonido y hasta el de la personalidad expresiva, que evidentemente se basa, precisamente, en esa calidad de sonido como punto de partida.
También se ha apuntado que la facilidad de las comunicaciones actuales ha ido diluyendo las diferencias de las distintas escuelas. Y entre esas facilidades se señala principalmente a la que permite acceder hoy día a un enorme abanico de testimonios sonoros que van incluso más allá del disco tradicional. Antes el intérprete dependía de lo que se le ocurría ante la partitura, hoy día tiene a su disposición muchas realizaciones de la misma que le permiten imitar más que buscar su propia voz. No sé si a todos les ocurre lo mismo, pero sí está bastante difundido, y mi propia experiencia como compositor me dice que la mayoría de intérpretes acaban pidiendo una grabación de la obra que no conocen e, incluso si es obra nueva y aún no tocada, quieren una espantosa versión MIDI hecha por ordenador. Posiblemente hay hoy menos trabajo con la partitura y más con las grabaciones, lo que no ayuda a la personalización.
Un terreno en el que las quejas sobre la personalidad del sonido suben es el de las orquestas, de las que se dice tocan técnicamente mucho mejor, pero son indistinguibles unas de otras, al menos en su nivel respectivo. Eso quizá sea verdad y el sonido de las grandes orquestas se ha hecho muy estándar. Pero ahí no solo tiene responsabilidad la grabación, que también, sino que la mayor capacidad técnica ha hecho que los tiempos de preparación se acorten. Hoy día las orquestas ensayan poco, algunas poquísimo, y está claro que eso lo que conlleva es una interpretación que no puede ser muy personal. Y eso se ve cada día con los directores nuevos, que apenas sí pueden hacer nada para mostrar su propio criterio o gusto, solo pueden exhibir la competencia técnica que tengan. Al final, el sonido y la versión serán los que ya tenga de oficio la orquesta de que se trate.
El resultado de todo esto es una vida musical que cada vez resulta más perfecta desde algunos puntos de vista pero que, desde otros, se muestra deficitaria con respecto a tiempos anteriores. Por eso, en un momento en el que no parece pensable que técnicamente se pueda avanzar más, al menos en la práctica del repertorio habitual, se plantea una nueva búsqueda en torno al sonido musical, que será lo que pueda volver a aflorar las personalidades distintas y conferir de nuevo a la música una vida propia que estaba languideciendo. Esta vez, además, no tiene por qué hacerse en deterioro de la perfección técnica. Esa ya se ha conseguido de manera generalizada. Ahora queda buscar cómo se puede hacer con ella verdadera música que exprese al ser humano que la realiza.
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