Por Isabel María Ayala Herrera
Paul Henry Lang llegó a comparar a Mozart con un mago, un mago que, sin dejarse perturbar por la indiferencia recibida y la penosa situación de sus últimos años de vida, cercana ya la hora de la muerte, vacía el saco de los trucos y nos sorprende con sus obras más personales y logradas. ¿Y qué es la música si no magia? Precisamente, la esencia de la sinfonía que hoy acercamos a nuestros lectores no sólo radica en su contenido de grandes ideas, en el sentimiento, o en la perfección de su estructura formal; ni siquiera, en la síntesis de tales aspectos como pudiera parecer. La esencia estriba, como diría Petrarca, en un «non se ché» o, dicho en términos matemáticos, en una suerte de incógnita mágica difícil de despejar en la que el autor contempla su vida, comprendiendo su destino y su final.A pesar de la cantidad de investigaciones y documentación existentes sobre Wolfgang Amadeus Mozart (Salzburgo, 1756-Viena, 1791) sigue siendo, paradójicamente, uno de los genios de la historia de la música que más leyendas suscita y del que poseemos una visión más distorsionada. Si durante años se cultivó la imagen del niño prodigio y superdotado creado por su omnipotente padre, siempre adolescente aunque galante y de música optimista, en la actualidad se potencia justo la cara contraria, la del músico, apasionado, arriesgado y libre de ataduras. A esta última concepción cuasi sobrenatural han contribuido, entre otros factores, las oscuras circunstancias que envolvieron su muerte prematura, las disputas con Colloredo y Salieri y, por qué no, la chispeante versión del «Amadeus» de Peter Schaffer. El personaje histórico queda así falsificado. Aunque con ello se logre atraer la atención del público, se deja de lado el aspecto humano del artista, latente en su rica correspondencia, la cual revela «una figura llena de matices, contradicciones, fortalezas y debilidades, las mismas que afloran en su música en constante y perpetua búsqueda», en palabras del crítico Arturo Reverter.
Uno de los rasgos biográficos de Mozart que suele pasar inadvertido es su carácter nómada o viajero. Las tempranas dotes que el pequeño demostraba hacia la música, alentadas en todo momento por su padre, el famoso violinista Leopold Mozart, hicieron posible que iniciara, con apenas cinco años, giras continuadas a través de las principales cortes europeas. Ciudades como Viena, Munich, Frankfurt, París, Londres, Amsterdam, Milán, Roma o Nápoles, cayeron rendidas a los pies del virtuoso clavecinista y joven compositor, prácticamente ofrecido como un producto. Tras permanecer durante diez años al servicio del rígido arzobispo Colloredo en Salzburgo, con el que chocaba el orgullo del músico, consiguió su libertad en 1781 con la esperanza de obtener mayor reconocimiento en la capital austríaca. Los años venideros fueron fructíferos tanto en el terreno musical como en el personal: intervención en los conciertos públicos, negocios con los editores, listas crecientes de suscriptores, ampliación del círculo de amigos, matrimonio con Constanze Weber, ingreso en la logia masónica, reconocimiento de compositores de la talla de Haydn… Pero Mozart fue pasando de moda y en 1787 comenzó su declive. A pesar de ser nombrado músico de cámara de la corte no logró salir de las penalidades y de las deudas, pero continuó creando sin tregua hasta el mismo momento de su muerte («Don Giovanni», «Concierto para clarinete», últimas sinfonías, «Così fan tutte», «La flauta mágica», «Réquiem»…).
En el plano musical, Mozart es mucho más que un compositor clásico. Es un artista universal que consigue embaucarnos no por ser revolucionario o rupturista, sino tal vez por seguir el camino más difícil, el de la modificación de estructuras heredadas. A ellas insufla su personalidad y capacidad de síntesis asimilando sólo aquello que le interesa. La universalidad de su música viene dada por la multitud de rostros o la pluralidad de estilos que podían coexistir en sus obras, en las que combina con imaginación desbordante las dulces melodías italianas con la forma y el contrapunto germánicos. Einstein habla en este sentido de la «supranacionalidad» del maestro, rasgo que se observa en su inmensa producción (más de seiscientas obras) la cual abarca todos los géneros: desde la música instrumental pura de cámara o sinfónica a la escritura vocal, tanto religiosa como teatral (ópera, singspiel). La versatilidad del autor es capaz de pasar de lo más elevado y trascendental a lo bufo e incluso obsceno «in ictu oculi». Este espectro poliédrico se resume en una escritura transparente, sencilla y organizada donde lleva al límite elementos no nuevos, aportando soluciones originales a problemas viejos.
Señala Zaslaw que, dentro de su amplia producción, las sinfonías no han recibido toda la atención que merecen por parte de la historiografía musical, en comparación con las óperas o los conciertos para piano. Incluso ha habido pocos esfuerzos por emplazarlas en su contexto musical y cultural hasta hace relativamente poco tiempo. Este hecho ha llevado a muchos autores a plantearse el papel que jugó el género en la trayectoria de Mozart y cómo influyó el músico en su historia. Además de las 41 sinfonías conocidas y comúnmente catalogadas, los especialistas se ponen de acuerdo en ampliar la cifra a más de cincuenta, de las que sólo unas pocas no han sobrevivido. Si comparamos este elevado número con las 9 de Beethoven o las 4 de Brahms nos daremos cuenta del cambio de significado que ha experimentado el término a lo largo de los siglos. Esta evolución es patente en el propio Mozart pues desde su primera sinfonía, concebida tan sólo con ocho años, hasta la «Júpiter», media un abismo, más profundo incluso que en el caso individual de Haydn. El compositor pasó de la breve sinfonía italiana (obertura italiana) de tres movimientos enlazados (rápido-lento-rápido) a la monumentalidad de sus últimas obras, ya en cuatro tiempos (incorporando un minueto entre el movimiento lento y el finale) que preconizan el significado espiritual posterior. Einstein explica esta evolución: de una pieza que sólo abría o cerraba un programa pasó a otra que lo centraba, sustituyendo lo decorativo por lo expresivo, lo externo por lo interno, lo bufo por lo creativo. Mozart asimiló de la Escuela de Mannheim, de J. C. Bach, J. Haydn, C. F. Abel y otros sinfonistas de la época sólo aquellos aspectos que congeniaban realmente con él. El gran cambio se produjo en torno a 1773 con su «Sinfonía nº25, en sol menor» (su primera en tonalidad menor) antecedente de la «nº40» por su agitación, densidad, desarrollo temático, nuevas articulaciones en la estructura, síncopas, choques armónicos y juegos contrapuntísticos que demuestran una rica vida interior.
Las tres últimas sinfonías
Pero, sin lugar a dudas, las sinfonías mozartianas que más expectación han levantado son las tres últimas, compuestas en un breve espacio de tan sólo dos meses, según reza en el catálogo autógrafo del maestro: la «nº39, en mi bemol mayor» (relacionada con la logia masónica) data del 26 de junio de 1788; la «nº40, en sol menor», del 25 de julio del mismo año, y la «nº41, en do mayor, «Júpiter»», concluida tan sólo quince días después, el 10 de agosto. No existen pruebas de que Mozart las escuchase o las dirigiese en vida, hecho que acrecienta la curiosidad por estas obras y sean elevadas a la categoría de míticas. La concepción de esta gran trilogía final continúa siendo un misterio para los estudiosos, quienes enfatizan su carácter unitario a pesar de presentar múltiples diferencias de orden armónico, estructural e instrumental. Por un lado, las teorías «románticas» defienden el deseo de dejar un testimonio sinfónico antes de la muerte presentida. Hipótesis más pragmáticas apuntan a que fueron causas económicas las que movieron a Mozart a componerlas con la intención de que pudieran venderse fácilmente. Lo que sí es cierto es que, estilísticamente, las tres tienden hacia la síntesis del trabajo temático y motívico de la escritura polifónica de tal forma que han sido consideradas como complementarias desde la perspectiva estética. En este sentido, Paumgartner ve la «nº39» como la más terrena, la «nº41» la más divina, la sinfonía que hoy analizamos la más humana e inquebrantable de las tres.
La extraordinaria Sinfonía Nº 40, bautizada ocasionalmente como “La Grande” para diferenciarla de su antecedente (la Nº 25, K.183), es la más célebre y “una de las más bellas del maestro” como advirtiera Traeg ya en 1793. Su intensidad dramática y expresividad, su cromatismo, trabajo temático y abundancia de ideas, hicieron que en la época no fuese entendida como una obra convencional aunque no rebasa los moldes establecidos. Por esta razón atrajo a los corazones de los amantes de la música a principios del XIX, quienes frecuentemente la llamaban “romántica”. Precisamente por admiración y el interés que suscita en el público y la crítica se ha llegado a convertir en una de las obras claves del repertorio estándar de directores y orquestas, contando con infinitas grabaciones en el mercado. Este ejemplo intachable del equilibrio clásico es, para Kaslaw, básico para comprender el eslabón musical entre los siglos XVIII y XIX.
En el plano musical, la orquesta e instrumentación son clásicas: cuerda (aproximadamente tres cuartas partes de la orquesta), dos oboes, dos fagotes y dos trompas (tratadas individualmente) en una primera versión; posteriormente, el autor incorporó dos clarinetes y reescribió las partes de los oboes. Como vemos, no utiliza trompetas ni percusión, seguramente porque resultaban demasiado estridentes para una obra tan íntima, triste y patética. También es tradicional la división en cuatro movimientos y la adopción de los patrones formales estipulados en cada uno de ellos. Sin embargo, lo que choca, es la elección de una tonalidad menor (Sol menor), algo poco frecuente en los sinfonistas del período. Aunque en Mozart el tratamiento de las tonalidades suele ser más neutral que en otros compositores, aquí elige Sol menor cuidadosamente. Se ha llegado a afirmar que sus sinfonías escritas en menor son las más personales aunque Mozart es excelente en ambos modos.
El primer movimiento Molto Allegro (compás de 2/2), presenta forma de sonata si bien prescinde de la normal introducción lenta. Sobre la base rítmica de las violas en divisi, se inicia en un delicado piano la exposición del primer tema cantabile en los violines. Desde el principio se produce una indefinible inestabilidad entre el ritmo regular del acompañamiento y los acentos de la melodía, que comienza en una anacrusa disonante y expresiva, a modo de sístole y diástole. La segunda aparición está reforzada con los instrumentos de viento y, en una animación continua, el conjunto conduce incesantemente al relativo mayor (Si bemol Mayor). La tensión sólo cesa con la entrada del segundo tema, más estable, en las cuerdas a las que responden los oboes y clarinetes. Tras bruscos acordes, comienza el violento desarrollo, donde se concentra todo el atrevimiento del trabajo temático, sobre todo con la cabeza del tema inicial. A través de modulaciones intrépidas, intercambios agitados de los diversos motivos entre los instrumentos, el creciente cromatismo y la explotación de los procedimientos contrapuntísticos (como movimientos contrarios) se crea una situación que a los contemporáneos de Mozart debió haber parecido insólita. Los instrumentos de viento conducen a la reexposición, pero todavía nos esperan novedades: la segunda parte del primer tema es inédita y se convierte en escenario de una nueva confrontación. Tras el segundo tema en la tonalidad principal más desarrollado, se concluye el movimiento con una coda sobre el obsesivo motivo inicial que nos deja sin respiro.
El Andante, en Mi bemol Mayor, nos guía hacia la luz. El tema inicial en compás de 6/8 se presenta con imitaciones de reminiscencia barroca. Este es murmurado por las violas y después enriquecido con un canto de violines. Tras el pasaje melancólico confiado a las maderas al final del puente, se alza de repente en forte el nuevo tema protagonista, en la tonalidad de la dominante (Si bemol Mayor), seguido de motivos rápidos con fusas. La exposición finaliza con el recuerdo del primer tema, ahora tejido con los motivos de fusas, hasta cadenciar con las llamadas evocadoras de los vientos. La serenidad se trunca en el desarrollo hasta que se retorna a la reexposición. Este movimiento ha servido de inspiración a compositores como Haydn quien lo cita en el Nº 38 de Las Estaciones, metáfora del invierno con la vejez, donde homenajea la música de su amigo y preconiza el final de su propia carrera.
También el Minueto (3/4) fue utilizado de forma general como modelo por compositores como Schubert en su Quinta Sinfonía. El contraste está claramente presente entre el pomposo minueto que abre el movimiento y el trío más alegre. La melodía inicial, basada en el motivo ascendente sobre el arpegio desplegado de Sol menor, coge impulso rítmico gracias a las marcadas síncopas, haciendo aquí también gala al máximo de la utilización del contrapunto. La ferocidad no se pierde cuando el tema es repetido en los vientos. El trío, compuesto en la tonalidad homónima (Sol Mayor) se expone otra melodía de encanto pastoral, respondiendo las sonoridades calurosas de las trompas. Pero la calma se vuelve otra vez intranquila con el retorno del principio. El Finale, (Allegro assai, 2/2) ha sido últimamente muy valorado por el equilibrar el primer movimiento aunque, desde el punto de vista rítmico, es de los más ortodoxos que Mozart escribió. La línea ascendente del arpegio inicial en piano se interrumpe fuertemente con una respuesta de rasgo descendente. Este tema es repetido dos veces más, enlazando con el puente. El segundo tema es expuesto por cuarteto de cuerdas con la incorporación de los vientos. Sin embargo, el desarrollo supone “una sucesión caleidoscópica de tonalidades” en palabras de Rosen. Sin duda es el pasaje más bello del movimiento, cuyo núcleo es el arpegio inicial, llegando al paroxismo en el fugatto donde una séptima disminuida cae en la recapitulación en sol menor, “tornándose toda huella de esperanza”.
Oulibicheff vio en esta obra “la agitación de la pasión, los deseos y añoranzas de un amor frustrado”, donde el genio de Mozart va más allá de lo imaginable. Nos resulta difícil concebir, pues, cómo Schumann, arropado por gran parte de la crítica decimonónica, llegó a definir esta sinfonía patética como “gracia y ligereza griega”, tachando a Mozart de formalista al lado del poderoso Beethoven. Sin embargo, desde finales del XIX y a lo largo del XX asistimos a una apología del salzburgués como crítico social, justificando su apego a los moldes clásicos por su obligación de producir un arte cortesano. Sea como fuere, esta ambigüedad entre lo apolíneo y lo dionisíaco, entre forma y contenido, queda finalmente diluida en la magia que produce en el oyente.