Por Martín Llade
El caso de la Sinfonía núm. 5 de Mendelssohn, llamada ‘de la Reforma’, es ciertamente atípico dentro de su producción. Se trata de una obra que apenas fue conocida en vida del autor y después ha tenido una difusión bastante modesta, en buena parte debido a la poca estima que el propio Mendelssohn sentía hacia ella.
Ciertamente, sus motivos son comprensibles, ya que se trata de una partitura claramente inferior en comparación con sus dos grandes piezas sinfónicas: la Sinfonía núm. 3 ‘Escocesa’ y la núm. 4 ‘Italiana’, que son las dos únicas de su ciclo que se interpretan con regularidad. Últimamente, y tras muchos años de oscuridad, la núm. 2 ‘Lobgesang’ está siendo tímidamente rehabilitada, aunque sea por tratarse de la primera sinfonía cantada tras la Novena de Beethoven.
Al menos, la Sinfonía núm. 5 ha conocido mejor fortuna que esta y que la Sinfonía núm. 1 de 1824, todavía una rareza en los auditorios, y cuyo mayor interés reside en el hecho de que constituye el nexo entre las sinfonías de cuerda juveniles del músico, comenzadas a componer cuando tenía 11 años, y las de madurez. De hecho, de haber querido continuar con la numeración establecida en las de cuerda, la Sinfonía núm. 1 hubiera tenido que ser la núm. 13.
Uno de los motivos del carácter irregular de la Sinfonía núm. 5 puede estar en el hecho de que fuese escrita a la vez que la ‘Escocesa’ y la ‘Italiana’, en el prolífico año de 1830. Se conmemoraban entonces trescientos años de la Glaubensbekenntnis o Confesión de Fe de Ausburgo. En 1530, y ante el acecho de los turcos por Centroeuropa, Carlos I de España y V de Alemania, convocó la Dieta de Augsburgo. Su principal propósito era poner fin a las controversias suscitadas por la Reforma de Lutero, a fin de que pudiera darse una unidad entre los distintos reinos alemanes, ya que no del todo religiosa por lo menos sí política, a fin de combatir al enemigo común.
La situación era casi insostenible, ya que tan solo diez años antes Lutero había quemado públicamente la orden del Papa de excomulgarle. Esta reunión de 1530 de la Dieta de Ausburgo constituía al menos un primer paso importante, como era el derecho de los príncipes luteranos a determinar la religión de los distintos pueblos bajo su gobierno. Sin embargo, en modo alguno pondría fin a las hostilidades entre católicos y protestantes.
Al año siguiente, Felipe I de Hesse y el elector de Sajonia, Juan Federico, crearían la Liga de Esmacalda, a la que pronto se unirían muchos príncipes germanos. En 1532 se aliarían con Francia y en 1538 con Dinamarca, en lo que hoy podría denominarse una ‘guerra fría’ contra Carlos V. Tras lograr que Francia se desvinculase de la Liga en 1544, el emperador lograría, con la ayuda del Papa Pablo III, acrecentar las disputas entre los príncipes protestantes.
Finalmente, la liga sería derrotada en la Batalla de Mühlberg, en 1547, y en 1555, la Liga de Esmacalda firmaba con Carlos la Paz de Augsburgo. Sin embargo, y pese a que en el tratado resultante se establecía la división del Sacro Imperio en dos confesiones, cláusulas como el principio del reservatum ecclesiasticum (por el cual un príncipe católico convertido al luteranismo no tenía derecho a apropiarse de los bienes del obispado bajo su jurisdicción) mantuvieron encendida la llama de la controversia, que acabaría derivando en otro conflicto más de medio siglo después, la llamada Guerra de los Treinta Años.
Por de pronto, la reunión de la Dieta Imperial de 1530 no solventó nada pero dio carácter unitario a los principios del protestantismo. El documento en el que se recogieron estos principios fue redactado por Philipp Melanchthon, quien fue asesorado por carta por el propio Lutero. En total eran 28 artículos de fe, que han sido llamados las Confesiones de Augsburgo.
El texto se dividía en una primera parte relativa a la fe, compuesta por 21 artículos, y una segunda en la que se clamaba por corregir los abusos eclesiásticos (como el asunto de la venta de indulgencias, la chispa que había encendido el polvorín). La Confesión de Fe iba precedida de un prólogo del canciller sajón Georg Brueck.
Desde un primer instante Carlos V fue remiso a que ese documento fuese dado a conocer de forma pública. Lo que él buscaba ante todo era reagrupar a aquellos príncipes díscolos bajo la bandera de una única religión de la que él era en ese momento el mayor salvaguarda, y en modo alguno le interesaba que aquella reunión se convirtiera en un acto de proselitismo. Es por ello que la tarde del 24 de junio, en la que el documento debía de darse a conocer públicamente, Carlos V y su hermano Fernando trataron de que la discusión acerca de la amenaza turca fuese el principal orden del día y no se hablase de otra cosa. Entonces los protestantes pidieron leer la Confesión de Fe. El emperador replicó que no era necesario y que podía serle entregada sin más. Sin embargo, como ya se había acordado como condición previa a la reunión de la Dieta dicha lectura, Carlos tuvo que consentir en que dicho acto tuviera lugar al día siguiente. Eso sí, impuso que se leyera en latín, tal y como había sido redactada por Melanchton. Con ello se esperaba que el pueblo llano no pudiera entender lo que allí se decía. Sin embargo, el elector Juan objetó que, ya que la Dieta se había reunido en tierras alemanas, debía de realizarse la lectura en alemán, en una traducción realizada a la carrera, que obraba en poder de Christian Beyer. Carlos V trasladó entonces la lectura pública a la sala capitular del palacio episcopal de Augsburgo, donde apenas había aforo para doscientas personas, en un último intento de minimizar el impacto de las conclusiones de la Confesión de Fe. Hasta ese momento la reunión había tenido lugar en la espaciosa sala conciliar. Sin embargo, según cuentan las crónicas, Beyer leyó el documento con tal energía que fue escuchado por muchas personas desde el exterior del palacio.
Las dos copias manuscritas del documento, en alemán y en latín, fueron entregadas al emperador y desde entonces se desconoce su paradero. Existe una versión que afirma que la copia latina, que se conservaba en Bruselas, fue requerida por Felipe II al duque de Alba, en 1569, con objeto de hacerla desaparecer para siempre.
De esta forma tan accidentada nació la Confesión de Augsburgo, que si bien no logró poner fin a las controversias originadas por la Reforma, le otorgó a esta finalmente el estatus de confesión oficial.
Una celebración abortada
Este hecho era el que Felix Mendelssohn pretendía celebrar en 1830. No debemos olvidar un dato importante: la familia de Mendelssohn era judía. En un primer momento, Lutero había abogado por el amor cristiano y un espíritu amistoso para con los judíos, a los que llamaba ‘consanguíneos de Cristo’. Sin embargo, cuando comprendió que aquel espíritu amistoso no conllevaba las miles de conversiones que él esperaba, clamó que no había por qué seguir tolerándolos por más tiempo. Este ostracismo prosiguió durante siglos, aunque el abuelo del compositor, Moses Mendelssohn (1729-1786), íntimo amigo de Lessing, logró convertirse en un filósofo de gran relevancia en su tiempo, llegando a ser apodado el ‘Sócrates alemán’.
Moses no solo fue eso, sino que reclamó derechos civiles para los judíos, por entonces todavía hacinados en guetos. Su emancipación y posterior integración en la sociedad de Alemania tardaría todavía en llegar, concretamente en 1812, veintiséis años después de la muerte del abuelo de Mendelssohn. Moses fue también un estudioso de la historia de su pueblo. Suya es la primera traducción al alemán del Antiguo Testamento.
Dada la relevancia del abuelo de Mendelssohn dentro de la cultura judía, cabe pensar que hubiese sido un duro golpe para él llegar a ver cómo uno de sus nueve hijos, Abraham, se convertía al protestantismo por conveniencia, añadiendo a su apellido el de Bartholdy, de resonancias menos semíticas. Este rico banquero sería el padre de Felix Mendelssohn y parece ser que la idea de la conversión le fue sugerida en un primer momento por su mujer. De hecho, a pesar del cambio de confesión, Abraham seguiría considerándose judío de corazón durante toda su vida.
De todos modos, este cambio de chaqueta no evitaría que su hijo Felix, ya bautizado en la fe protestante, fuese atacado en vida y mucho después por violentos antisemitas como Richard Wagner. El autor de Tristán e Isolda no dudaría en apelar a sus orígenes para justificar lo que consideraba aberraciones en su lenguaje musical y, ya en el siglo XX, los nazis prohibirían la ejecución de la música de Mendelssohn. No contentos con eso, derribaron la gran estatua erigida en su memoria en Leipzig y clausuraron la banca Mendelssohn, perteneciente a sus descendientes, a los que ordenaron abandonar Alemania.
Respecto al hecho de celebrar el tricentenario de la Confesión de Augsburgo, no cabe dudar de la sinceridad de los sentimientos religiosos de Mendelssohn, por lo demás, autor de un oratorio tan cristiano como Paulus y otras piezas sacras. Ahora bien, es más probable que el músico quisiera homenajear el espíritu sacro de la obra de Bach y su insuperable desarrollo del contrapunto. Al fin y al cabo, nadie había plasmado como él la esencia misma del protestantismo, con su impresionante catálogo de cantatas y oratorios. El más importante de ellos, la Pasión según San Mateo había dormido el sueño de los justos durante casi un siglo hasta que el propio Mendelssohn la rescatase en un triunfal concierto en Berlín, en 1829. Exactamente el mismo año en el que se puso a trabajar en ‘la Reforma’. Así pues, trató de crear un gran mosaico sonoro que aunase el coral luterano y el romanticismo alemán, una apuesta arriesgada que, según coinciden en señalar una buena parte de los estudiosos de su obra, le salió mal.
‘Lo peor que he escrito nunca’
Para empezar, Mendelssohn decidió rebajar la exhuberancia de su lenguaje en pro de una austeridad que puede resultar dolorosa a muchos devotos de su obra, más en consonancia con la fe protestante. La melodía debía pasar a ocupar un segundo plano, y en su lugar se potenciarían extensas fugas, a la manera del maestro de Eisenach.
Para que la presencia de Lutero fuese manifiesta en la sinfonía, el músico tomó el más conocido de los himnos que este compusiera a partir del Salmo 46, Ein’feste Burg ist unser Gott (Una fortaleza es nuestro Dios). Se estima que pudo ser escrito pocos años antes de la Dieta de Augsburgo, entre 1527 y 1529. Muy pronto este himno se convirtió en la seña de identidad de los protestantes de todo el mundo, siendo tempranamente adaptado a lenguas como el inglés o el sueco. El propio Bach lo utilizó en su Cantata BWV 80, titulada precisamente Ein’feste Burg ist unser Gott.
Curiosamente, al mismo tiempo que Mendelssohn escribía ‘la Reforma’, Giacomo Meyerbeer comenzaba a trabajar en un proyecto que le llevaría nada menos que cinco años de dedicación, la ópera Los Hugonotes, donde también introduciría el himno. También Wagner lo empleó como motivo en la marcha compuesta para celebrar el retorno triunfal del Kaiser Guillermo I de la Guerra Franco-Prusiana.
El otro elemento que introduce Mendelssohn en la sinfonía es el Amén de Dresde, una secuencia de seis notas compuesta por Johann Gottlieb Naumann (1741-1801) y utilizada en un principio en las iglesias de la Corte de Dresde. Lo que en un principio pasó a identificar a Dresde, alcanzó tal popularidad que muy pronto sería cantado en las iglesias de toda Sajonia, independientemente de que fueran católicas o protestantes.
Wagner también fijaría su atención en este Amén, ya que lo cantó desde sus años de niño cantor en Dresde. Su fijación con él sería tal que lo emplearía en ‘La prohibición de amar’, en el acto III de Parsifal y, finalmente, como leitmotiv del ‘Santo Grial’ en Parsifal. Igualmente, hallamos esta secuencia de notas en el Adagio de la Novena de Anton Bruckner y los movimientos finales de las dos primeras sinfonías de Gustav Mahler.
Desde un primer instante la Sinfonía núm. 5 de Mendelssohn parecía condenada al olvido. Por causas todavía desconocidas, la obra no vio la luz en el festival para el que había sido proyectada. Es probable que el autor no hubiese acabado de perfilarla o no se sintiera satisfecho con el resultado. Dos años después, en 1832, la presentó ante la Orquesta de París, pero sus responsables la encontraron poco moderna e incluso hasta tradicional, y la rechazaron. Sumamente decepcionado, Mendelssohn consintió en dirigirla el 15 de noviembre de ese año en Berlín, pero en una audición privada, donde tampoco suscitó un excesivo entusiasmo.
El compositor decidió guardar la obra en un cajón, no cediendo a la tentación de quemarla que se le pasó por la cabeza. ‘Es lo peor que he escrito —afirmó— no debe ver jamás la luz’. Entre los epítetos que le dirigió, llegó a describir el primer movimiento como un ‘animal gordo y erizado’. Por fortuna para él, siete meses después, su Sinfonía ‘Italiana’ triunfaba en Londres, quitándole este mal sabor de boca.
La Sinfonía núm. 5 ‘de la Reforma’ no sería publicada hasta 1868, veintiún años después de la muerte de Mendelssohn. Fue catalogada con su opus 107 y presentada al público londinense. Aunque en la actualidad sigue siendo una obra poco habitual en el repertorio, algunas interpretaciones recientes han destacado no pocas virtudes en ella, como algunos pasajes de inspirado lirismo y una orquestación ciertamente hermosa.
Andante-Allegro con fuoco
Este movimiento introductorio, en modo fugado, recuerda inevitablemente a los corales de Bach, al igual que su profuso contrapunto. Planteado en forma de sonata, emplea como primer tema el Amén de Dresde, expuesto en piano por la cuerda, que los amantes de Parsifal identificarán fácilmente con el ya mencionado motivo del Grial. Después, dicho tema es ampliamente desarrollado en el Allegro con fuoco.
El segundo tema, cambia la tonalidad a Re menor, pero deriva de este mismo Amén. Lo más interesante de este movimiento es la solemnidad religiosa del andante inicial, en el que Mendelssohn va concatenando diversos elementos de la liturgia (entre ellos el citado motivo de Dresde, pero también el Nunc Dimittis), a medida que van presentándose las diversas secciones instrumentales. Es este el tiempo más extenso de la sinfonía y, a pesar de su correlación con el gran coral final, ha sido considerado por los críticos de la partitura como el que más descompensa el conjunto.
Allegro vivace
Este pequeño scherzo, pese a lo agradable que resulta su adición, ha sido utilizado como uno de los principales argumentos para descalificar a esta sinfonía. Y es que la austeridad luterana cede por unos instantes ante una gracilidad y una delicadeza típicamente mendelssohnianas, especialmente en el trío. La escritura encomendada a los instrumentos de viento-madera atenúa la gravedad del movimiento anterior y constituye un receso antes de retornar a la solemnidad que preside la parte final de la obra. Curiosamente, este allegro comienza con la secuencia de notas del Amén de Dresde, pero enunciadas en orden inverso.
Andante
Si el scherzo es breve —en torno a los cinco o seis minutos—, el movimiento lento lo es aún más, oscilando entre los tres y los cuatro. Se trata de una suerte de preparación serena al gran coral final y, a pesar de que la sobriedad vuelve a ser la tónica dominante, el lirismo de este tiempo no es en absoluto ajeno al Mendelssohn más genuino. La cuerda adquiere nuevamente aquí un protagonismo absoluto. También hallamos en el andante referencias al Amén de Dresde, aunque el movimiento concluye con una referencia al segundo tema del primer movimiento.
Andante con moto-Allegro maestoso
Nuevamente nos encontramos aquí con la forma sonata en un movimiento en 4/4. El primer tema es el himno de Lutero antes mencionado y el segundo, una inversión del Allegro con fuoco del primer movimiento.
Incluso los mayores detractores de la obra reconocen que es impresionante la forma en la que Mendelssohn juega con Ein’feste Burg ist unser Gott, desde su exposición en un solo de flauta, hasta su desarrollo en contrapunto imitativo, para retornar después a cargo de los metales, en forma de cantus firmus.
La obra termina con un Allegro maestoso en el que el himno, armonizado a la manera coral, es presentado en estilo fugado, de forma triunfal por toda la orquesta, en una suerte de glorificación de la Reforma. También encontramos aquí nuevamente el Amén de Dresde invertido, si bien su mención es eclipsada por completo por la música de Lutero.