Por Federico Trillo
Introducción
Para expresar la síntesis artística que la ópera implica, debemos recordar la caracterización, ya clásica, que hizo Nietzsche como la síntesis moderna entre lo apolíneo -principio rector de la lírica- y lo dionisíaco -principio inspirador de la música-. Lo cierto es que la ópera funde en un solo acto estético la literatura dramática, la música y las artes escénicas; el equilibrio adecuado de estos tres elementos es el que consigue esa «summa artis» que es la ópera.
De ahí que todos los grandes compositores hayan buscado la inspiración en los clásicos de la literatura dramática universal -desde los héroes míticos de las tragedias griegas o de las leyendas germánicas, a las comedias o dramas modernos- queriendo unir sus notas y acordes a los versos inmortales.
Clásico de entre los clásicos, Shakespeare ha sido siempre un reto para los compositores y libretistas de ópera del que no siempre han salido bien parados pues, a pesar de su perfección dramática -o precisamente por ella- las obras del bardo han sido de difícil adaptación a la ópera, hasta el punto de que de entre las casi doscientas versiones que se han acabado, hoy sólo sobreviven en los programas media docena de ellas.
Quizás la primera dificultad resida en la propia grandeza literaria de Shakespeare, sobre cuyos textos pocas veces se conseguía un libreto que convenciera a los compositores. No pocos grandes se frustraron en el intento: Beethoven tuvo que abandonar su proyectado Macbeth y Verdi, Puccini y Debussy sus intentos con el Rey Lear. A su vez, la propia estructura en cinco actos de los dramas shakespearianos tampoco hacía fácil la labor de los libretistas, suponemos que previamente impresionados con la necesidad de recortar y refundir las obras del gran dramaturgo inglés.
El primer intento importante fue el de Purcell con su «Fairy Queen», basada en «El sueño de una noche de verano», compuesta en 1692, aún cuando no era momento en que la valoración literaria continental de la obra de Shakespeare fuera tan alta como la que alcanzaría más tarde con el Romanticismo, momento en el cual se produce la eclosión de las óperas shakespearianas. Es en efecto, entre los últimos años del Siglo XVIII y finales del XIX, cuando se componen más de la mitad de las óperas que configuran el catálogo operístico shakespeariano.
Nuestro estudio pretende recordar tan solo los hitos más importantes de este proceso histórico y artístico, y hacerlo desde la perspectiva más shakespeariana que operística, pues de ésta sólo puede hablar el modesto aficionado que soy.
Distinguiremos, a nuestros efectos, entre las comedias y las tragedias de Shakespeare que se han llevado a la ópera, atendiendo esencialmente al respeto por el texto dramático del bardo y al mayor o menor equilibrio entre drama y música en la obra final.
Las comedias de Shakespeare en la música
Las comedias han sido tan utilizadas para la ópera como las tragedias y con fortuna pareja, pues hoy no subsisten en cartel más de tres -el «Falstaff» de Verdi. «El sueño de una noche de verano» de Britten y «Las Alegres Comadres de Windsor de Nicolai- que puede decirse gozan incuestionablemente del favor del público.
La utilización de estos textos shakespearianos ha sido diversa: unos han tratado de acoger el drama completo, convenientemente adaptado por los libretistas; otros han preferido centrarse en un personaje disperso en diversas obras de Shakespeare, como es señaladamente el caso de «Falstaff», personaje principal de «Las Alegres Comadres de Windsor» y que aparece también en los dramas históricos de Shakespeare, o como «La Reina de las Hadas» de «El sueño de una noche de verano».
Esta última comedia fue, como ya hemos dicho, la primera obra en merecer la atención de un compositor: Purcell se centró en el personaje «La Reina de las Hadas» de «El sueño de una noche de verano», que le inspiró bellísimos retazos, pero respetando muy poco el texto y el contexto shakespearianos, hasta el punto de situar la escena final en un jardín chino. Su compatriota Benjamin Britten volvería al mismo tema, casi dos siglos más tarde (1960-61), consiguiendo junto al libretista Pears, esta vez sí, las más acabadas versiones para ópera de cámara y gran orquesta de la popular comedia amorosa de Shakespeare.
«Las Alegres Comadres de Windsor» tuvieron pronto mejor fortuna en su tratamiento operístico a través de la obra que estrenó el alemán Otto Nicolai en 1849. Nicolai procuró ser muy respetuoso con el texto -hasta el punto de escribir él mismo un boceto que dio al libretista a modo de sinopsis- y sólo se permitió pequeñas adaptaciones al ambiente germánico, consiguiendo, sin duda, la primera fusión operística entre las diferencias que hasta entonces caracterizaban a las óperas alemana e italiana. Nicolai consiguió un bello equilibrio entre la profundidad temática y sinfónica de aquéllas y la «cantabilidad» de éstas, a través de la bella comedia de Shakespeare. Tanto la obertura como el coro han logrado, además, grandísima popularidad: la obertura, por equilibrada síntesis del resto de la obra, tiene un final con ecos de concierto vienés (de los que Nicolai fue precursor); el coro «O Süsser Mond», por su armónica delicadeza es, sin exageración, uno de los más bellos de la historia de la música, de los más populares de toda la historia de la ópera y, en fin, la única obra alemana que hoy sobrevive en el catálogo shakespeariano.
De máximo acierto se califica unánimemente el «Falstaff» que Verdi compusiera con la colaboración literaria de Boito. Este último logró perfilar un personaje a la vez plenamente shakespeariano y verdiano, a base de mantener en el libreto el esquema argumental de «Las Alegres Comadres», y de interpolar fragmentos de las apariciones de Falstaff en los dramas históricos «Enrique IV, Primera y Segunda Parte» (cinco escenas de la Primera Parte y tres de la Segunda), dándole así propia encarnación operística al gran personaje trágico- cómico de Shakespeare con el que Verdi consigue brillar más por el conjunto de la ópera en sí, que por sus fragmentos separados.
Con todo, estimo que las comedias podrían haber dado y aún pueden dar más de sí en ópera. Se echa de menos que no haya cuajado ninguna buena versión de «Cómo gustéis» (aún sorprende más que sólo haya habido dos intentos de poner música a una obra que tanto parece prestarse a un buen desarrollo operístico). «El Mercader de Venecia» o «Noche de Epifanía» tampoco han conseguido trascender en ninguna de las once versiones que a cada obra, respectivamente, han dedicado los compositores (a Smetana le sobrevino su enfermedad mental cuando estaba trabajando sobre la última de las mencionadas). Con «Mucho ruido y pocas nueces» lo intentaron ocho autores, entre ellos Berlioz, sin que sus obras estén hoy presentes en los programas ni en las grabaciones antiguas.
Las tragedias de Shakespeare
El difícil equilibrio entre el texto dramático, de una parte, y la música y las artes escénicas, de otra, que ya señalamos como necesario para trasladar las obras de Shakespeare a la ópera, no sólo precisa que el libreto respete el texto original -mantenga al menos su identidad sustancial- sino también, de manera específica en el caso de las Tragedias, que se mantengan en la ópera resultante la tensión y la calidad dramáticas de la Tragedia. Pues bien, aunque esta tarea pudiera parecer en principio más difícil de realizar con las Tragedias que con las Comedias, personalmente estimo que los logros operísticos han sido mayores en las obras que ahora comentamos. Quizás porque mi especialidad dentro de la galaxia shakespeariana sean las tragedias, es por lo que encuentro más acabadas las versiones operísticas trágicas, en las que tanto la belleza lírica del lenguaje, cuanto los recursos escénicos como, en fin, la tensión dramática, han conseguido, en no pocas ocasiones, fundirse ejemplarmente con la música de los más grandes compositores. Especialmente en el caso de Verdi, como veremos, esta síntesis artística va más allá de la adecuación entre el texto y la música, llegando a conseguir una verdadera fusión, o interpenetración, entre la propia música y el texto dramático preexistente.
Pero veamos con algo más de detalle, las más conocidas Tragedias de Shakespeare transformadas en óperas.
Romeo y Julieta
La tragedia de los dos amantes de Verona ha tenido siempre una especial capacidad de seducción sobre la música: poemas sinfónicos, suites, ballets, y hasta veinticinco versiones operísticas ha dado de sí, de momento, la bellísima historia del amor de los jóvenes Montesco y Capuleto que inmortalizara Shakespeare.
George Venda fue el primero en llevar a la ópera en 1776 este drama, en una obra que refleja los esfuerzos por superar los clásicos Singspiel alemanes para recoger la musicalidad italiana sin desmerecer el texto y la representación dramática tradicional. La obra yuxtapone así largos recitativos, arias y elementos melódicos sobre un libreto de Friedrich Wilhelm Gotter que, sin embargo, se aleja mucho del texto shakespeariano al buscar un final feliz en el que se reconcilian las familias Montesco y Capuleto por consecuencia del amor de Romeo y de Julieta, trasladando como moraleja que el amor triunfe sobre convencionalismos y constricciones sociales; eso sí, tan feliz final se logra a costa de que no tenga ningún parecido con el de Shakespeare.
La tradicional leyenda de Romeo y Julieta fue útil en el primer tercio del Siglo XIX, momento de transición entre el belcantismo y la ópera romántica, acogiendo los libretos las diversas versiones italianas anteriores a Shakespeare, en especial la novella de Matteo Vandello, para poder así también escapar con holgura del texto shakespeariano. Felice Romani escribió uno de estos libretos que sirvió de inspiración tanto al Maestro N. Vaccai, para estrenar su Giulietta e Romeo en 1825 en Milán, como a Vincenzo Bellini para «Los Capuletos y Los Montescos», obras ambas con un final algo forzado por un libreto que busca afanosamente que la muerte de los amantes no sean sucesivas, sino con agonías simultáneas que permitan el típico dueto final. Bellini traspasó a esta ópera, estrenada en La Fenice de Venecia en 1830, buena parte de la música de su fracasada ópera Zaira, que había sido duramente criticada por el público en su estreno meses antes. La ópera de Bellini, basada en el mismo libreto de Vaccai, respeta escasamente la esencia dramática de Shakespeare. Con todo, al reducir los quince personajes shakespearianos a un total de cinco, para que todo descanse sobre los dos amantes, y dando todavía el papel de Romeo a una mezzosoprano, consigue momentos de indudable belleza lírica, como la airosa obertura sinfónica, o la famosa aria de Julieta, «Oh quante volte». Parece que la obra gustó en su tiempo, pero se consideraron superiores algunas partes de la versión de Vaccai, y por tal motivo se representó durante años la ópera con la parte inicial de Bellini y el último acto de Vaccai.
Más suerte tuvo la tragedia shakespeariana al inspirar la música de Gounod, que compuso Romeo y Julieta diez años después de su Fausto, estrenándola en París en 1867, aunque su lanzamiento internacional no llegaría hasta más de veinte años después. En este caso, se respetan algo más los personajes – ya son doce- consiguiendo una ópera de gran éxito en su día, que ha sido contemporáneamente recuperada (en no pequeña parte por esfuerzos como los realizados por nuestro llorado Alfredo Kraus, que tanto hizo por relanzar los papeles de tenor lírico del repertorio francés). La ópera conserva la misma estructura musical del Fausto: se abre con una brillante Obertura, a la que sigue un coro (basado en el que el propio Shakespeare escribiera como comienzo de la obra para situar a los espectadores en el conflicto entre las dos familias de Verona y anticipar la tragedia de los dos amantes) que no sólo es un logro dramático sino musical, y que permite luego mantener la clásica forma de Gounod: la brillante mazurca con que se inicia el Primer Acto servirá también para cerrarlo, y en él se incluyen ya las tradicionales arias, dúos, concertantes, así como el conocido vals de Julieta; en el Segundo Acto, destaca el aria de Romeo y el dúo, convertido en trío, que cierra el Tercer Acto acabando en el Quinto Acto con una magnífica pieza «El sueño de Julieta», y un espléndido dúo que culmina con la muerte de los dos amantes, en el que reaparecen alguno de los grandes temas de la propia ópera.
Esta tragedia dio lugar también a dos óperas españolas: la primera, Julieta y Romeo, compuesta por el malogrado Antonio Mercadal y Pons (1850-1873), que la compuso a los veintiún años de edad, y fue estrenada en 1871 en Mahón, repitiéndose en sucesivas temporadas, aún después de la muerte prematura de su autor. La segunda, compuesta por Conrado del Campo, en Madrid, como ópera en cuatro actos bajo el título «Los amantes de Verona».
Macbeth
Es la primera de las llamadas grandes Tragedias de Shakespeare con que se enfrenta Verdi, que a los treinta y cuatro años profesaba ya una profunda veneración por el dramaturgo inglés. Por ello, puso especial cuidado desde el comienzo de su trabajo, estudiando él mismo las fuentes históricas de la Tragedia shakespeariana y enviando al libretista, Francesco María Piave, un proyecto de libreto en prosa con la selección de los cuadros que debía conservar al trasladarlo a versos en italiano.
La primera versión la acabará Verdi en marzo de 1847, y se estrenará en el Teatro de La Pérgola de Florencia. En su dedicatoria de la partitura el propio Verdi consideró que Macbeth representaba para él «más que todas sus otras óperas hasta el momento». Cuidó de manera especial el personaje de Lady Macbeth, hasta el punto de exigir que la soprano fuera «fea y mala… con voz dura y áspera» porque quería «una Macbeth diabólica». El resultado original, sin embargo, no le satisfizo enteramente y retocó la partitura para su estreno en París en 1865.
Tengo a Macbeth por el canon del tratamiento shakespeariano del poder y, personalmente, creo que la obra de Verdi está también a la altura de las exigencias dramáticas de tan excepcional obra, aunque algunos la consideren todavía una obra de juventud al compararla con los logros finales de Falsthaff y Otelo. En todo caso, es general el reconocimiento de que Verdi realiza en esta ópera, por primera vez, un estudio anímico de los personajes y del drama, no limitándose a colorear musicalmente los hechos de la trama. Aquí la música es ya expresión misma de la personalidad, de los rasgos y del carácter de los personajes, o expresión del ambiente de la tragedia. Veámoslo.
En el Primer Acto a la Obertura, que recoge una selección de los temas capitales de la ópera, le sigue el coro de las Brujas que profetizan su destino de poder a los generales Macbeth y Banquo, que vuelven victoriosos de una batalla, momento en el que la música consigue transmitir perfectamente el carácter mistérico de la escena -a través de los efectos orquestales que simulan la tormenta- creando una sensación tenebrosa e inquietante, por medio de la entrada de las voces femeninas como en susurros sucesivos, para subir luego en firmeza y tono en el saludo -Salve!- a Macbeth. La entrada de Lady Macbeth en escena va precedida por un nuevo preludio orquestal inquietante, seguido del recitativo en el que la protagonista lee la carta en que su marido le notifica la victoria en la batalla y la profecía posterior de las Brujas; el breve recitativo es denso, vacilante, y la entrada del aria, de seguido, es fuerte, acompasada por acordes orquestales briosos, que acompañan a la reflexión inicial y, tras dos notas de subida y dos golpes más orquestales, la protagonista toma la decisión con una fuerza y firmeza de voz que sirven para explicitar sus ambiciosas intenciones (probablemente ya compartidas previamente, de forma tácita o expresa, con su marido). Es entonces ya la cabaletta «Vieni! T’affretta» una expresión musical contundente, sostenida, abierta, como los propios versos patéticos de Shakespeare, quizás los más brutales que una mujer haya pronunciado o pueda pronunciar sobre un escenario. Estimo que fue tal el cuidado puesto por Verdi en Lady Macbeth que la convirtió en la auténtica heroína musical de la obra; sus intervenciones en dúo, en terceto o en solitario, son tanto o más numerosas que las del propio Macbeth. Un especial protagonismo que se denota al final del Primer Acto, que se cierra con un coro lúgubre -correspondiente al dolor, la sorpresa y el pesar que causa a todos el descubrimiento del asesinato del Rey Duncan- al que se suma la pareja criminal, y en el que se va superponiendo, hasta imponerse al final como primera voz, precisamente, la de Lady Macbeth. Y es que, en verdad, en el drama de Shakespeare es, sin duda, Lady Macbeth, el impulso, no ya el complemento sino el acicate, de la ambición más larvada de su marido, y así lo capta y expresa también magistralmente la inspiración musical de Verdi.
De nuevo es Lady Macbeth la que abre el Segundo Acto, al que Verdi añadiría para reforzar su personalidad una aria nueva en la versión de 1865 «La luce langue», dominada por una tristeza que anticipa ya el trágico final de la heroína, pero que todavía se sobrepone aquí para reafirmar su voluntad ambiciosa.
Los coros se abren paso con más frecuencia y especial intensidad en el Cuarto Acto, reservándolos Verdi para expresar la fuerza del pueblo, el sentimiento patriótico y la victoria final, en una especie de crescendo de liberación patriótica. El que abre el acto, «Patria oppressa», o coro de los Escoceses, tiene todo el patetismo y la nostalgia del pueblo oprimido y desterrado por la tiranía. Late aquí el sentimiento nacionalista que impregna esta época de Verdi, y que ya había brillado con especial fulgor en el célebre Coro de los Esclavos del Nabucco. Le sigue la conocida aria «Ah, la paterna mano» del tenor Macdurff, de características temáticas y sentimentales semejantes a los coros entre los que está inserta (el ritornello «patria – parente – familia» de Rigoletto). De nuevo resurge el coro con «La patria tradita», que expresa ya el levantamiento popular contra Macbeth, con música más heroica y marcial que en el anterior. Tras la patética escena de la locura de Lady Macbeth -que comentaremos posteriormente, y que expresa la depravación final de la pareja tiránica- la batalla y la escena final, que Verdi retocó para acortarla resumiéndola en una fuga y, de nuevo, el coro, que tiene en este caso el carácter más festivo de la victoria, en cuyo honor se combinan con excelencia las voces masculinas y femeninas.
En fin, el último aria de Lady Macbeth – «Una maccia e qui tuttora» – va precedida de un tristísimo lamento musical, al que sigue una de las más estremecedoras arias verdianas que expresa el terrible reproche de la culpa, manifestada en la mancha de sangre que Lady Macbeth no consigue borrar de su mano, que la tiene insomne y termina llevándola a la locura y a la muerte, introduciendo aquí una de las últimas manifestaciones del «aria o escena de locura», que exige todos los resortes de la voz de la soprano. A ella seguirá luego, el aria del propio Macbeth – «Pietá, respetto, amore» – consiguiendo de esta suerte que tan depravados personajes terminen sobrecogiéndonos, e incluso hasta haciéndonos sentir compasión en su soledad y abyección. Esa es la gran lección del Macbeth de Shakespeare, que Verdi supo trasladar a la ópera: su drama es «humano, demasiado humano» para que pueda sernos ajeno.
(No analizamos la versión de Macbeth que compusiera Ernest Bloch en 1910, porque lamentablemente no hemos encontrado ninguna grabación completa, fuera de las excelentes oberturas y preludios sinfónicos que figuran en las antologías del autor)
Hamlet
Hamlet -para muchos la mayor de las Tragedias de Shakespeare- no ha tenido demasiado éxito en la ópera, quizás por las especiales dificultades de la obra: complejidad de los diversos «subplots» y especial longitud de la misma. No obstante, se han compuesto catorce versiones, de las que trece se han estrenado y entre las que solamente sobrevive, a duras penas, la del francés Ambroise Thomas, que logró en su momento tal favor entre el público español que alcanzó hasta noventa y cinco representaciones en el Teatro Real entre 1881 y 1920.
Compuesta en 1868, cuando el tardo romanticismo había entrado ya decididamente a la búsqueda de temas en la literatura dramática clásica -Verdi ya había estrenado su Macbeth y Gounod sus Fausto y Romeo y Julieta- el propio Thomas lo había hecho años antes con su Mignon, basada en Wilhelm Maister de Goethe. El Hamlet expresa cierto sincretismo musical, entre la buena instrumentación (que anecdóticamente llega al saxofón) coros, arias todavía algo belcantistas, y ballets que recuerdan no poco a Gounod.
La ópera conserva la estructura en cinco actos de Shakespeare pero, sobre un libreto de Michael Carré y Jules Barbier, muestra escaso respeto por nuestro dramaturgo, de cuya obra cumbre desperdicia la calidad dramática y la profundidad psicológica y filosófica -por ejemplo, desdeña el célebre monólogo «to be or not to be»- para convertir el subplot entre Hamlet y Ofelia en el tema dominante, y a ésta última en una figura tan central que poco tiene que ver con la realidad shakespeariana. Ofelia está basada en una soprano de coloratura a la que dedica enteramente el brillante Cuarto Acto, que es manifestación de una de las últimas escenas de locura para soprano.
El Acto Quinto y final combina todos los elementos románticos: desde lo lúgubre -el entierro de Ofelia- a lo heroico, un Hamlet que sale finalmente triunfante tras matar a su tío el Rey Claudio, consiguiendo así la venganza exigida por su padre cuya voz espectral se suma al sexteto final.
Othello
La Tragedia del Moro de Venecia parecía especialmente predestinada de entre los dramas shakespearianos, por su localización y temática, para servir de inspiración a los grandes compositores italianos.
Rossini tiene el mérito, de entrada, de haberse atrevido con esta Tragedia ya en 1816, dando paso desde la ópera bufa a la trágica, sobre un libreto de Francesco Berio di Salsa que, sin embargo, se aleja tanto del drama de Shakespeare que quizás fuera mejor pensar con Sthendall en una readaptación de Shakespeare a la música de Rossini que en una versión musical por éste del drama del bardo. Con todo, el Tercero de los Actos de esta ópera (que refunde el Cuarto y Quinto de Shakespeare) es de gran belleza, en especial el papel de Desdémona que destaca en la canzone «Assisa a pie d un salice», triste aria con sólo de arpa que anticipa ya el esplendor que alcanzará este pasaje con Verdi.
Porque, en efecto, con el Othello de Verdi y Boito la simbiosis entre la música y la tragedia shakespeariana llegan al súmmun. Es de justicia destacar aquí la trascendental aportación de Arrigo Boito, cuyo libreto no sólo consigue mantener la grandeza de la tragedia de Shakespeare sino, además, impulsar a nuevos hallazgos la inspiración de Verdi.
Acierto de Boito fue, para empezar, la supresión en el libreto del Primer Acto del drama, cuyo mantenimiento habría complicado el reparto y la acción en la ópera, que comienza así por la llegada a Chipre, en medio de la tempestad, de las naves comandadas por Othello tras derrotar al turco. Arranca así la ópera con el fragor orquestal de la tempestad y la incertidumbre dramática que expresa el coro suplicante, entre truenos y relámpagos, en el que Yago desliza ya su enemiga por Othello. Nada más shakespeariano, a nuestro parecer, que este comienzo en el que las fuerzas desatadas de la naturaleza anuncian la tempestad pasional y el desorden social que seguirá en la trama dramática, dando así la triple dimensión trágica que Shakespeare pretendía en sus grandes obras: desorden cósmico que augura el desorden social, y que se produce por la ruptura dramática de la armonía interior de las pasiones humanas.
(No se trata, por tanto, de un recurso del «romanticismo de la naturaleza» como lo calificara Leibowitz)
Pero la supresión del Primer Acto fuerza a Boito a recuperar luego parte de sus materiales para poner a los espectadores en antecedentes sobre el Moro y sus relaciones previas con los demás personajes del drama, logrando dosificar esta información en los dúos y tercetos subsiguientes entre Yago, Rodrigo y Casio. De las dificultades que habían encontrado en Venecia en el inicio de sus amores Othello y Desdémona, nos da cuenta en el bellísimo dúo entre los protagonistas que culminará con el célebre tema «Un bacio» (Un beso), que reaparecerá trágicamente al final de la obra.
En el Segundo Acto se despliega ya la intriga urdida por Yago, «el demonio que todo lo mueve», según el propio Verdi, y cuya maligna personalidad luce especialmente en el famoso «Credo in un Dio crudel», nuevo acierto dramático de Boito. Resulta demasiado fácil vincular al maligno Yago con el Mefistófeles de la ópera del propio Boito, asimilación tan frecuente como engañosa, contra la que el mismo Bioto nos previno: «el error más vulgar sería representarlo como una especie de hombre-demonio, poner en su cara el guiño mefistofélico y hacerle lanzar miradas satánicas… No se habría entendido ni a Shakespeare ni la ópera. Cada palabra de Yago es la de un hombre, un hombre perverso, pero un hombre». En efecto, el credo de Yago sitúa la maldad no fuera del hombre sino en el interior, en el ser mismo del hombre. El credo es de Boito si, pero sus creencias son plenamente shakespearianas, más propias de monólogos como el introductorio de Ricardo III o los del bastardo Edmundo en el Rey Lear, más cercanas al nihilismo final de Macbeth que al Mefistófeles ghoetiano. Pero quizás, a diferencia de aquellos el mal no lo comete por ambición sino, como señalara Benedetto Croce, «casi por una necesidad metafísica; Yago es el mal por el mal». Con todo, aquellos personajes Shakespearianos actuaban también impulsados por el resentimiento – por deformidad física Ricardo III; por su filiación ilegítima Edmundo- y Yago no menos: «Yago es la envidia», escribía Boito; es, en todo caso, un frustrado, que no consiguió lo que ambicionaba y no podía admitir que lo lograran otros, sobre todo si eran distintos, de otra raza, de otro color: Yago era un resentido xenófobo. La falsedad que inspira toda la conducta de Yago, llega a convencer a Othello de sus insinuaciones y a desatar la pasión de sus celos hasta entonar la desesperada y bella «Ora e per sempre addio» a su pasado de amor, y a concluir jurando venganza «per ciel marmoreo» junto a Yago, en uno de los duetos más a la forma clásica de esta ópera de Verdi.
Porque, en efecto, la principal novedad musical del Othello es su capacidad para integrar todas las formas, desde las clásicas al nuevo vocalismo, el declamado melódico, en un todo que funde música, palabra y acción. Pocos coros -Verdi quería inicialmente que no llevara ninguno, para interiorizar así más las pasiones individuales de los personajes- y solo dos concertatos, como el sexteto que cierra el Tercer Acto.
En el Acto IV y final, de nuevo la habilidad dramática de Boito le lleva a sustituir aquí la primera escena anterior, en la obra de Shakespeare por la última escena del acto logrando la unidad de acción en el lugar y en los personajes: al desarrollarse así toda este Acto en el dormitorio de Desdémona, consigue una progresiva interiorización del drama, creando en este Acto final un «ambiente íntimo de muerte». El tenebrismo creciente comienza por la famosa aria de El Sauce, a la que añade la bellísima Ave María (aportación de Boito impensable en la Inglaterra anglicana de Shakespeare) que precede como un lamento a la entrada de Othello, que contempla a Desdémona dormida mientras resurge la melodía de Un bacio, y que desemboca en la explosión final de cólera a la que sigue el crimen, el descubrimiento de la conjura de Yago y la muerte final de Otelo tras su trágica despedida.