François Chaplin, piano
Mandala-Harmonia Mundi 4919 DDD
Desde su juventud Alexander Scriabin vertió en el piano sus confidencias, íntimas o arrebatadas, despertando en el oyente un grado de sugestión como pocos son capaces. Se sirvió para ello de su condición de excepcional ejecutante de este instrumento, así como de unas formas no poco convencionales (Preludios, Estudios, Mazurcas…), que reinventó inagotáblemente dotándolas de nuevo sentido. La Mazurca fue cultivada por él a finales del siglo pasado para, hacia 1903, sintiendo que su estilo avanzaba por otros derroteros, abandonar definitivamente la fórmula, tras dos últimas pinceladas magistrales. Esta edición presenta las veintiuna piezas que compuso en total y la biografía de su intérprete, François Chaplin, lo compara con Walter Gieseking, Claudio Arrau y Arturo Benedetti Michelangeli. ¡Tengamos un poco de seriedad, señores!. ¡No permitamos un comercio tan burdo con estos titanes, ya fallecidos!. Dicho lo cual, hay que constatar, sin embargo, en el joven François Chaplin unas extraordinarias cualidades pianísticas, pero sin relación profunda con aquéllos. Acierta en el sentido global de las primeras Mazurcas, en su aura mistérica, en su incombustible cantabilidad. Sólo así se explica la belleza con la que desgrana la nº 5 o la unidad de la 10 -que dura siete minutos-, en la que no se produce un sólo bache de tensión. Cabría, cabe siempre en Scriabin, subrayar todavía más el halo misterioso, impalpable, en que las piezas vienen enfundadas, permitir que el tiemplo flctuase más, dejando la atención del oyente en completo suspenso, pero ésto es algo que hoy no cabe pedir a nadie, dado el extraño pudor imperante en la interpretación musical que lleva a huir a sus traductores de cualquier propuesta expresival raddical o extrema o radical, y menos aún cabe pedírselo a un intérprete que ha acertado de pleno en la visión y el sentido de las obras.
La segunda serie de Mazurcas de Scriabin, la que porta el Op. 25, posee acaso menos inspiración que la anterior, pese a su vecindad con obras cumbres. El discurso, de influencia también en este caso muy chopiniana, hace gala de una depuración formal aquilatadísima. Chaplin, dentro de su magnífica forma, acusa este realtivo empobrecimiento del estro scriabiniano, adoptando un tono en ocasiones más rotundo y de menor confidencialidad pero, pese todo, es un maestro en el arte del contraste y de la ejecución de los matices.
Las dos últimas piezas Op. 40, reconcentradas, aforísticas, suenan en los dedos chaplinianos ya casi como otra cosa, y nos dan cuenta de que el estilo de su autor está sufriendo una mutación, al desligarse progresivamente de los lazos con la tonalidad, y la fórmula se le quedaba chica por momentos.
Conclusión: una edición de incuestionable oportunidad, por referirse a un corpus infrecuente en estudios discográficos y salas de concierto. Casi sin mirar a la cara a su adversario, displicentemente, François Chaplin bate con amplitud a Artur Pizarro, autor de la otra integral existente en el sello Collins. El oyente sólo podía acceder antes a versiones de Mazurcas sueltas -bien es vedad que siempre de un elevado nivel interpretativo-, debidas a especialistas consumados, además de grandes artistas, como eran Samuel Feinberg (que en un fascinante volumen de Le chant du mond destinado a nuestro compositor y sus intérpretes firma siete Mazurcas como jamás nadie las ha ofrecido) o Vladimir Sofronitsky (que no le anda muy a la zaga en la entrega nº 11 de la mastodóntica edición que Arlecchino consagró al genial pianista petersburgués). El bueno de Sviatoslav Richter probablemente sólo tiene grabadas las dos pertenecientes a la Op. 40, que acaban de ser distribuidas dentro del sello Classics Live, y no es otro que el propio autor, Alexander Scriabin, quien cierra el fausto cortejo con una grabación de su última obra dentro de este campo, la Op. 40 nº 2.