Por Carlos Tarín
No parece exagerado afirmar que Rusia llega al siglo XX encorsetada en una cerrada y anquilosada sociedad estamental, que prolonga la Edad Media hasta la misma revolución rusa. La industrialización previa a la revolución sigue manteniendo el régimen autocrático zarista, y tan sólo pone las bases para que sea posible el que ha sido seguramente el alzamiento más violento de la historia.
Musicalmente, ese aislamiento se empieza a abrir débilmente ya en el siglo XVIII con compositores como Volkow, Fomine, Kachine, Titow, o Pratsch, cuya colección de cantos rusos influyó en los cuartetos de Beethoven. Pero sólo con el acercamiento de Glinka a los centros neurálgicos de la música occidental del XIX, Italia y Alemania (Berlín), no comienza verdaderamente la historia de la música moderna rusa. Si bien los modelos europeos no satisficieron al compositor -e incluso se tienen por una de las causas que empujaron al surgimiento del nacionalismo ruso-, tampoco era posible negar de golpe la sólida tradición occidental, especialmente en un país donde la única música destacable era la popular.
La creación de un Conservatorio de Música, donde una vez más su nombre anticipa las enseñanzas continuistas de las creadas por occidente, dio lugar en principio a dos bandos: los conservadores, con los Rubinstein a la cabeza (Nicolai, creador del centro, y su hermano Anton), y Tchaikovsky, junto a sus respectivos incondicionales; y por otro lado, los sucesores de Glinka, con Balakirev al frente, en torno al cual se crea el Grupo de los Cinco, con César Cui, Borodin, Moussorgsky y Rimsky-Korsakov. Su idea es defender una música auténticamente rusa, alejada de las formas musicales europeas tradicionales, persiguiendo una música directa, en comunión íntima con el texto.
Los resultados de tal Grupo no serán tan definitorios: ni los conservadores serán ajenos a las reivindicaciones del Grupo (¿cuántas citas se nos ocurren en las que la música popular rusa haya permeado los pentagramas tchaikovkianos), ni esta «moguchay kuchka» (manada poderosa) -según denominación del todopoderoso crítico Stasov-, será tan radical (desde César Cui, primer asociado al grupo de Balakirev, virulento articulista en pro del nacionalismo, del que es difícil rastrear algo del mismo en su obra, a Rismky, el más joven y último en llegar, que terminaría siendo primero profesor y luego director del controvertido Conservatorio). Según cuenta el mismo Korsakov en sus memorias, el grupo se desarrolló desde los años 60 hasta mediados de los 70, aunque ya sufrió un duro revés al dirigir Balakirev la Sociedad Musical Rusa, otro baluarte conservador.
«Scherezade» culmina y resume con precisión el estilo de Rimsky, del que apenas comenzada su audición notaremos dos de sus peculiaridades más sobresalientes: la presencia omnipotente de la melodía como eficaz unificadora del discurso, a la vez que seductora protagonista, y junto a ello, un tratamiento de la orquesta que hoy veríamos aún más deslumbrantes si sus hallazgos -muchos aprendidos a partir del sinfonismo de Berlioz- no se hubiesen aprovechado de esa manera en muchos compositores posteriores, desde su más afamado alumno, Stravinsky, hasta el impresionismo de Debussy o la escritura de Ravel. La primera cualidad se relaciona con las características de la escuela rusa, influida por su mencionada tendencia al canto popular; la segunda, busca -como las coloristas vestimentas del país- el centelleo irisado que puede proporcionar la gran orquesta, y que Rimsky dispuesto de manera diáfana, huyendo seguramente -quizá queriendo contrarrestarlo- del irrefrenable imperio wagneriano.
Ese colorismo abarca también a la historia que da pie a la obra: nada más caleidoscópico para poner música que el mundo mágico y cegador de «Las mil y una noches». La forma elegida es la suite, pero de la plasticidad de la narración es tan arrolladora que nos acerca al carácter del poema sinfónico, que dará vida a los personajes, a quienes, además, asignará diferentes temas (sin que podamos hablar estrictamente de «leit-motiven», ya que éstos serán sólo «materiales puramente musicales, motivos de desarrollo sinfónico). La obra se terminó en julio de 1888, y fue estrenada el 28 de octubre del mismo año, dirigida por el propio compositor.
Érase una vez…
Los viejos manuscritos árabes sobre los famosos cuentos fueron recogidos en una primera versión por Galland, pero posteriormente llegaron a constituir veintiocho volúmenes, traducidos por Blasco Ibáñez. Scherezade intenta salvar su vida cuando el sultán Shahriar, desconfiando de las mujeres, decide pasar con una cada noche y luego matarla.
Con la descripción conminatoria del sultán comienza la obra. El tema está construido sobre recias octavas de fagotes (a los que se suman los clarinetes), cuerda y sobre todo trombones y tuba en «fortísimo» (además «pesante»), en cuyo compás 3 Korsakov coloca un trino que parece llenar al personaje de un temblor, de un estremecimiento casi burlón, el cual parece anticipar que la hosquedad del jeque es tan circunstancial como su misoginia. El autor no desaprovechará la ocasión de hacer valer desde el principio sus portentosas dotes para la orquestación -a veces hasta el exceso-. Tras ello, la madera recrea el ambiente mágico y enigmático en que nos sitúa la obra mediante una disposición homófona de los instrumentos, antecedido y seguido de unos expectantes silencios.
Continuará el característico motivo que define la seductora melopea de Scherezade: un «espressivo» violín inicia el canto/cuento de la sultana sobre una decidida e incisiva blanca al comienzo de la frase (Mi), de manera que atraiga la atención inicial de su oyente, seguida de un caracoleante despliegue de tresillos formando un encadenado arabesco. Conducirá nueva y repetidamente a Mi (como un cuento a otro, sin descanso), mediante un ascendente y decidido motivo arpegiado, iniciado interrumpidamente a diferentes alturas. El tema, apoyado por los arpegios envolventes del arpa, es una herencia sin tapujos de Balakirev, citado del poema sinfónico «Thamar».
Ahora comienza verdaderamente el primer cuadro («Allegro non troppo»), llamado «El mar y el barco de Simbad», que al principio el autor quiso nombrar con el más neutro término de «Preludio». Aparece nuevamente el tema que antes llamábamos del sultán, para evocar el barco movido en suaves olas por los arpegios de la cuerda media-grave, mientras que la melodía es cantada por los violines, aunque ahora en la tonalidad brillante de Mi mayor. La economía de medios es patente: el tema se secuencia (se repite a diferentes alturas) una y otra vez, apoyándose en tres notas largas cuyos extremos se hayan generalmente a una distancia de una tercera descendente (el primer grupo, Mi-Re-Do, luego Si-La-Sol, etc.). Sobre una dinámica creciente, su textura tímbrica se va engrosando, hasta alcanzar un breve receso y volver a repetir una octava más alta el emblemático grupo Mi-Re-Do, tomando a partir de ahí la nave otro rumbo, aunque manteniendo el mismo esquema, hasta alcanzar el primer remanso en Do mayor.
La madera introducirá, a través de un motivo acéfalo, un «dolce» tema secundario, que recorrerá la flauta, oboe y clarinete, precedido de la cabecera del tema principal en las trompas. Luego el tema de Scherezade se dejará mecer por el regular y métrico balanceo de olas arpegiadas, y de él se desprenderá su cola, su arpegio conclusivo, para ser secuenciado una y otra vez, aunque ahora su apoyo unificador será un motivo que desciende cromáticamente en las trompas a una distancia de terceras. Todo ello desembocará en un «forte» (con el tema atronando en trombones y tubas), lo que podía hacernos pensar en la inevitable y pasajera tempestad. A partir de aquí todo es una repetición variada desde el principio, en la que el principal factor cambiante es, cómo no, la tímbrica. Una breve coda protagonizada por el chelo y concluida suavemente por las maderas pondrá fin al movimiento.
«El cuento del Príncipe Kalender» permite agrupar una multitud de pequeños pasajes de diferente agógica para dar vida a la nueva fábula. Tchaikovsky reconocía su incapacidad para que no se vieran las «costuras» de sus esquemas; Gerald Abraham creyó que era el sello de toda la escuela rusa: tras el ineludible canto de Scherezade, la vivacidad y el colorido de la melodía inicial del segundo movimiento, estructurada en dos partes, es encomendada al fagot, siendo repetida por el oboe y la cuerda (violines y luego violonchelos), para pasar más tarde por las maderas sobre una textura tímbrica en aumento, que termina sobre la exposición final y entrecortada del violonchelo, oboe y trompa.
El «Allegro molto» supone un brusco cambio de ambiente: el trombón introduce de pronto el motivo final del nuevo tema de carácter fanfárrico, que se expone completo nuevamente por trombones y tuba, y luego por la trompeta con sordina (Rimsky aprovechará las posibilidades tímbricas del metal con sordina), luego pasará a las cuerdas de forma más agresiva y nuevamente al metal, hasta terminar en una repetida «cadenza» del clarinete, del que Rimsky hará valer su celeridad. El «Vivace scherzando» que le sigue elabora el tema algo más que hasta ahora, aunque la orquestación sigue siendo el aspecto más destacado, en donde la escritura deviene de dramática en festiva y callejera. En el «Moderato assai» reaparece la cadenza, ahora interpretada por el fagot, siempre con ese carácter diríamos melismático, del que el resto de la madera lo va relevando. La aparición del tema principal en las maderas, es dinamizado por un contrapunto en la cuerda, recurso que Korsakov domina a la perfección aunque, citando de nuevo a Abraham, es algo que resulta siempre «ajeno» al alma rusa, y que puede encontrar adecuado ejemplo en este pasaje. Nuevas combinaciones instrumentales terminan con suavidad primero en el arpa, luego los violines con sordina, trémolos y en divisi (otro de los recursos más característicos del autor), flauta con arpa, trompa… hasta el final, en el que toda la orquesta se implica sobre el tema del sultán o del mar cantado en pizzicato por los contrabajos.
Uno de los episodios más justamente famosos y conseguidos es «El príncipe y la princesa.» No sólo por sus hermosas melodías de carácter marcadamente orientalizante, sino por un concepto musical más globalizante e imaginativo. Comienza con la melodía del príncipe, en Sol mayor, que se va repitiendo siempre a manos de la cuerda, primero los violines, luego los violonchelos (doblados por el oboe), cuerda, siempre separados por un centelleante arabesco primero de clarinete, luego de flauta, y posteriormente integrado en la cuerda por los violines.
El tema de la princesa parece sacado de la costilla del príncipe, pero Rimsky lo hace diferente al presentarlo en el clarinete, bajo un grácil ritmo marcado por la caja y pizzicatos en la cuerda media-grave y más adelante ligera percusión, todo en la tonalidad de Si bemol. Luego la flauta, violines y el resto de la madera van alternándose en las distintas elaboraciones del tema.
Tras una intervención del oboe «a piacere», vuelve el tema de Scherezade, en una breve «cadenza» del violín. Éste ocupará un papel protagonista a partir de ahora, a veces ajeno a las evoluciones temáticas del resto de la orquesta. La trompa expondrá el tema por última vez con la autoridad que la caracteriza, antes de que los violines lo interpreten con todo el esplendor que le otorga su protagonismo en la orquesta. Adviértase que aún sobre tonalidades mayores, la cabecera del tema, anacrúsica, va formando una decisiva tercera que Rimsky va cambiando constantemente de mayor a menor, asignando a los violines la menor, hasta este momento tan espléndido como breve, que pronto se disemina en mil desarrollados fragmentos. Atención a la exigua coda final, porque la flauta, oboe, fagot, sobre los constantes pizzicatos y una percusión muy turca, dibujarán un arabesco sobre el tema de la princesa (cuyos tresillos recuerdan el tema de Scherezade), que pintan seguramente la escena más genuinamente árabe de este fresco sinfónico.
«La Fiesta en Bagdad: naufragio de un barco sobre las rocas» reserva, como era de esperar, la parte más brillante de la pieza, temáticamente porque todos los temas anteriores vienen a caer aquí, y porque musicalmente Rimsky muestra sus mejores dotes de ensamblador. Vuelve el tema del sultán, expuesto de una forma más enérgica, que aún lo será más en su segunda aparición («Allegro molto e frenetico»); Scherezade recurrirá a todas sus artes, primero sobre las dobles cuerdas del violín y luego, siempre alternando con el tema anterior, sobre las triples, en un ejercicio de auténtico alarde virtuosístico del concertino.
Una exótica danza en fogoso ritmo inicia el festín («Vivo»), con un sabor cada vez más oriental, primero a cargo de la flauta y luego de los violines. Un pasaje en donde la trompeta y la trompa, y luego el fagot repiten insistentemente una nota pedal, de carácter fanfárrico, que mantendrá la tensión del bailable hasta la siguiente sección. De forma trepidante se vuelve a incluir la segunda sección del tema principal del Príncipe Kalender, aunque ahora «Un poco pesante…» Otro pasaje de enlace, sobre el arabesco de Scherezade nos transporta al cortesano tema de la princesa del movimiento anterior, primero en las maderas y luego en la cuerda.
El tema de la fiesta vuelve, aunque ha perdido su nitidez, seguramente por el desenfreno casi orgiástico en que se va envolviendo. Los metales esbozan con fuerza la cabecera del tema de la princesa, enredados entre un sinfín de serpenteantes cantos del arabesco. De nuevo torna aquella «cadenza» del clarinete del segundo movimiento, ahora asumida por toda la orquesta y secuenciada una y otra vez, alternando con el tema de Scherezade. Inopinadamente, envuelto entre fanfarrias, el tema del sultán/el mar, alternando con el arabesco de Scherezade, que se vuelve a mezclar con los demás. El tema de la fiesta lo envuelve todo nuevamente con la brillantez de toda la orquesta, junto a reiteradas citas, como la mencionada y parcial del príncipe Kalender, luego la del amable tema del príncipe -que es de nuevo tratado en el oboe y en los violonchelos-, y posteriormente se elaborará el tema de la fiesta con gran vivacidad. Aún reaparece el motivo fanfárrico de Kalender.
La fiesta se acaba y volvemos al mar («Allegro non troppo», ahora «maestoso»), un mar que se encrespa con ayuda de un ráfagas cromáticas en las maderas, y el muy atronador bombo, acompasados del triángulo y platos. Su intensidad aumenta tanto que, tras advertirnos primero por el tema fanfárrico de Kalender, veremos (oiremos) encallar el barco sobre las rocas al golpe del gong chino. Después la calma, la vuelta al tema de Scherezade -ahora terminado sobre punzantes armónicos, con los que Rimsky siempre pintaba la quieta luminosidad-, que se repetirá brillantemente después de que hayamos oído aquel tema homofónico que nos prometía mil y una aventuras.