Se considera a Richard Strauss (1864-1949) como el más grande de los creadores de la ópera alemana moderna. Su talento precoz, destacando primero como compositor orquestal, con obras de decisiva importancia en el género del poema sinfónico como Till Eulenspiegel y Muerte y Transfiguración, dio paso a su posterior magisterio como director de orquesta, que le aseguró ya en la década de 1880 una importante posición en el panorama musical centroeuropeo e internacional.
Por Roberto Montes
Pero Strauss no dejó de lado el ámbito del teatro lírico: la edad de treinta años comenzó a interesarse por el teatro musical, pero ni Guntram (1894) ni Feuersnot (1901), ambas con marcada influencia de la estética de Richard Wagner, le proporcionaron un éxito duradero. Fue con Salomé, su tercer título para el género lírico, cuando vino a iniciarse la producción de grandes óperas de Richard Strauss. Inmediatamente después de ella, en tan sólo tres años, y con la colaboración del libretista Hugo von Hofmannsthal, se sucederían consecutiva y exitosamente Elektra, El caballero de la rosa y Ariadna en Naxos.
La sombra de Wagner es más que alargada
Richard Strauss había tratado de imitar el modelo wagneriano y no lo había logrado mientras se dedicó a hacer eso mismo. En cambio, no sólo lo consiguió posteriormente, sino que avanzó un paso más que el autor de Tristán e Isolda con Salomé, su primera gran ópera, que precisamente tiene muy poco de wagneriana. Richard Strauss se constituía así en el compositor alemán digno de suceder a Wagner. Como afirma el experto Charles Youmans, el reto principal para un joven compositor de ópera alemán de alrededor de 1900 consistía en distanciarse de Wagner. Parsifal (1882) presentó unas dificultades que durante dos décadas no fueron resueltas, ni siquiera por Strauss, que lo intentó y fracasó con Guntram (1893), una incursión desafortunada en la alta tragedia, y con Feuersnot (1901), una descarada Märchenoper que se burlaba de Wagner y de los adversarios bávaros del Meister.
En efecto, como venimos reiterando, el primer éxito artístico poswagneriano de verdad fue Salomé, definida por el musicólogo Bryan Gilliam como ‘una réplica irónica de Parsifal‘, donde el agresor sexual femenino se deleita, al menos momentáneamente, en la decapitación del redentor. Esta crítica no olvidó a la fiel viuda de Wagner, cuando Strauss interpretó y cantó la obra para ella el Viernes Santo de 1905 en el Hotel Bellevue de Berlín. Después de escucharla en su totalidad, la viuda declaró que era una ‘locura’ y fue la última palabra de una amistad que había perdurado durante muchos años. Asimismo, a Siegfried Wagner le preocupó que su padre ‘se hubiera removido en la tumba’.
Oscar Wilde entra en escena
Pero pongámonos en antecedentes, sobre todo si hablamos de la inspiración genuinamente teatral. Salomé alude a temas bíblicos relatados en dos evangelios, el de San Marcos, capítulo 6, del versículo 14 al 29 y, más brevemente, el de San Mateo, capítulo 14, del versículo 1 al 12. En estos relatos bíblicos y supuestamente en unos cuadros del pintor Gustave Moreau, se habría inspirado Wilde para escribir su drama Salomé. Estas fuentes también están presentes en el pequeño cuento Herodías de Gustave Flaubert (1877), sobre el cual Jules Massenet compuso la ópera de igual nombre en 1881, esto es más de dos décadas antes que Richard Strauss hiciera lo suyo en su ópera en un acto.
No fue sino hacia fines de 1891 que el escritor irlandés Oscar Wilde creó, en idioma francés, el drama Salomé, que vendría a estrenarse en París en 1896. En Berlín la pieza teatral se representó en 1903, en una traducción al alemán realizada por Hedwig Lachmann. Allí fue donde Richard Strauss conoció el drama de Wilde, decidiéndose inmediatamente a ponerle música, para lo cual contó con la colaboración del propio Lachmann, quien para la redacción del libreto realizó mínimas supresiones al original de Oscar Wilde. El ballet La tragedia de Salomé de compositor galo Florent Schmitt fue también producto de sucumbir a las bellas líneas de texto del irlandés.
No obstante, la idea de llevar a la escena operística la escandalosa obra de teatro de Oscar Wilde (escrita originalmente en francés), sobre el episodio bíblico de la princesa de Judea que, con su erotismo y sensualidad, trastorna de tal modo al tetrarca Herodes que, inducida por su incestuosa madre Herodías, pide y consigue la cabeza de San Juan Bautista, el único hombre que no ha sucumbido a sus encantos, y que produce en ella una misteriosa combinación de repulsa y fascinación, estuvo llena de dificultades, sobre todo por su delicada temática. En Salomé se oponen dos mundos claramente opuestos: el de la bondad y la virtud del encarcelado Juan Bautista (Jokanaan) frente al mundo de la corrupción, la frustración y la histeria del resto de los personajes, enmarcado por fuertes obsesiones de evidente sexualidad y erotismo.
La sensualidad hecha (peligrosamente) música
La ópera, escrita en una fiel traducción alemana de Hedwig Lachmann, contiene momentos de una sensualidad asfixiante, que han sido calificados de ‘lujuria sinfónica’, como la famosa ‘Danza de los siete velos’, y está estructurada en un solo acto sin interrupción y de menos de dos horas de duración, al igual que la posterior Elektra, con la que comparte una intensidad dramática, una violencia y una modernidad que después alcanzaría Strauss en muy contadas ocasiones. El espectador se ve obligado a centrarse en el contraste aludido y en la evolución que va experimentando el personaje central, desde ser una niña hasta convertirse en una mujer madura y apasionada. Definida como ‘poema sinfónico con cantantes’ es una obra de abierto expresionismo, con un interés obsesivo por la muerte, en estrecha vinculación con el sexo y el amor.
La orquesta en Salomé la orquesta, además de mostrarse con una enorme opulencia sonora, adquiere también una importancia suprema. El conjunto instrumental no ejerce el rol de acompañar a los cantantes, sino que, muy al contrario, éstos forman parte de un complejo tejido sonoro. El papel de la orquesta es prácticamente el de conductor de la trama, al desarrollar de modo permanente diversos leitmotiv que son vitales para el curso de la acción, más aún cuando reflejan estados de ánimo y del subconsciente de los personajes.
Según Youmans, las innovaciones estilísticas son tan impactantes que, de hecho, Salomé, que Strauss definió como un ‘drama musical’, conservaba gran parte del aparato técnico de Wagner: una fuerte orientación tonal coloreada por un amplio cromatismo, una orquesta enorme, una amplia paleta de timbres originales, un vocabulario armónico muy rico, un leitmotiv sofisticado, etcétera. Pero al ponerlo al servicio de un tema extravagante y ofensivo, Strauss vació el poderoso lenguaje musical de Wagner de su espiritualidad anticuada, y para ese pecado no había perdón posible.
Así pues, continúa Youmans, en Salomé hay dos estratos de importancia: por un lado, los momentos desconcertantes de casi atonalidad, que tanto estimularon a la joven Segunda Escuela Vienesa, y los homenajes espiritualmente desarraigados pero acústicamente familiares a Wagner, por ejemplo la escena en que Salomé mira dentro de la cisterna y pide que saquen de ella a Jochanaan, y oímos unos sonidos orquestales que se asemejan a pasajes de Die Walküre. Otro estrato, quizás el más sorprendente, sería el que se podría etiquetar de ‘kitsch’, sin poner en duda la condición estética de la obra: al componer la parte de Jochanaan, Strauss quería transmitir la impresión de un payaso, de un personaje ‘infinitamente ridículo’ y lo habría tratado como una total caricatura musical si no fuera porque Herodes y los judíos ya habían agotado esa modalidad de composición. Aquí la tendencia anticristiana de Strauss, la misma tendencia que le llevó a eliminar casi todos los milagros de Cristo del texto original de Wilde, surge con toda su fuerza, expresada únicamente a través de la música.
Ahondando más en el entramado armónico de la obra, Charles Youmans añade que fue así como los aspectos tonales, de hecho habituales, se convirtieron en modernos. Del mismo modo que Strauss podía poner en escena una obra de dudosa calidad literaria porque planteaba posibilidades dramáticas interesantes, también podía utilizar un estilo musical ‘pedante y filisteo’ para minar las críticas grandilocuentes que le acusaban de predicar en el desierto. Por otra parte, Heinrich Schenker dijo que la música de Jochanaan era ‘superficial como una opereta’, y pasó completamente por alto su dimensión irónica.
Un concurrido estreno
Strauss estaba preocupado por que la naturaleza erótica de la historia encontrar la oposición de la censura, especialmente en Berlín, por lo que decidió cambiar de lugar para el estreno de su nueva ópera. Parece que Strauss había convencido al Kaiser Wilhelm II para que se representara en la capital prusiana. Gustav Mahler le aconsejó cómo llevarlo a cabo. Y Strauss gozaba de contar cómo transcurrió la conversación con el monarca. ‘Entonces, ¿es usted uno de esos músicos modernos?’, a lo que Strauss respondió con una reverencia. ‘He escuchado Ingwelde de Schillins, es detestable, no hay ni una onza de melodía’. ‘Perdóneme, su majestad, tiene melodía, pero está escondida entre la polifonía’. El Kaiser miró a Strauss. ‘¡Y usted es uno de los peores!’. Otra reverencia de Strauss. ‘Toda la música moderna es inútil, no hay melodía. Prefiero El cazador furtivo’, bramó Wilhelm II. ‘Su majestad, yo también prefiero El cazador furtivo’, contestó un reverente Strauss.
En efecto, Salomé fue estrenada en la Ópera Real de la Corte de Dresde el 9 de diciembre de 1905, con la soprano wagneriana Marie Wittich como protagonista y bajo la batuta de Ernst von Schuch, aunque previamente se realizó un ensayo general público en La Scala de Milán dirigido por Arturo Toscanini. La enorme soprano protagonista fue una de tipo wagneriano, pues Strauss insistía en que se empleara una voz que pudiera escucharse por encima de la vasta orquesta. Por ello, una bailarina sería la encargada de la famosa escena de la ‘Danza de los siete velos’.
El éxito alcanzó proporciones que nunca se ha visto, con la subida del telón en treinta y ocho ocasiones y otras tantas veces que tanto cantantes como compositor hubieron de saludar, disminuido, empero, por las muchas barreras y dificultades con que la obra se fue encontrando, debido a su audacia argumental y musical. Hugo von Hofmannsthal dijo que la ópera era ‘la obra más bella y característica’ de Strauss, y Gustav Mahler se declaró ‘totalmente convencido de que es una de les grandes obras maestras de nuestros tiempos’.
Precisamente Mahler, que se pasó el día del estreno en Graz paseando por el campo en automóvil con un Strauss extremadamente relajado y despreocupado, como apunta Charles Youmans, vio en el compositor de Salomé a un ‘volcán que trabaja debajo de un montón de escoria’. Stravinski, propenso a la diversidad estilística en su propia producción, se quejaba impaciente de que Strauss ‘nunca se comprometía. Todo le daba igual’. Como es comprensible, estos genios creativos, que se entregaban en cuerpo y alma a todas y cada una de las obras que componían, no entendían cómo uno de los suyos podía coquetear tan cómodamente con la indiferencia.
La trascendencia de Salomé
Comenta Youmans que Alban Berg y Anton Webern encontraron muchas cosas dignas de admirar en Salomé, una partitura que su maestro, Arnold Schoenberg, mantuvo permanentemente en su atril. En mayo de 1906, esos tres aspirantes a revolucionarios viajaron a Graz para deleitarse en la disonancia explosiva y las excentricidades bitonales sin las que el Erwartung del mentor (1909) habría sido inimaginable. Pero Strauss, que reconocía estas extravagancias musicales como un “experimento especial para un fin peculiar”, interpretó su obra para un público más amplio, tanto el de la intelectualidad artística como el del auditorio del estreno de Dresde, con treinta y ocho salidas de escena para saludar.
Una lectura crítica y sensible de Salomé detecta no sólo un estilo progresista, sino también un contrapunto estilístico desconcertante, y en este pluralismo radica, precisamente, la esencia de su carácter moderno. A pesar de sus raíces musicales, Strauss ofreció una crítica directa del romanticismo, usando una mezcla de ironía, humor, parodia wagneriana, pintura tonal, disonancia y clichés banales para debilitar el estatus de confesión y de revelación espiritual de la música. Con ese ánimo dio un paso adelante con Salomé y transformó, inalterablemente, el panorama musical europeo. Además, la música y argumento son explosivos, sobre todo teniendo en cuenta que Europa acababa de dejar atrás la influencia de la época victoriana. Así la obra no pudo representarse en Viena por la oposición del arzobispo de la ciudad, en Berlín hubo de ponerse una estrella de Navidad en el instante de la muerte de Salomé, en Londres el libreto tuvo que modificarse para que pareciera que lo que Salomé pretende es la búsqueda de un guía espiritual en lugar de un mero contacto lascivo.
Sin embargo, como se cantaba, en alemán los cantantes hicieron caso omiso de las correcciones y nada trascendió. En definitiva, se trata de una obra en la que, como dice en cierto momento su protagonista, ‘el misterio del amor es más grande que el misterio de la muerte’.Concluyamos con unas palabras de Montserrat Caballé ‘Salomé –al contrario de lo que es habitual en muchas direcciones escénicas– es un personaje de quince años de edad y básicamente de un color de voz lírico, no dramático. A pesar de la fuerza dramática que tiene la composición y orquestación, jamás cubre la voz, ya que el genio supo muy bien como escribir para la voz protagonista, dando el enfoque y la tesitura adecuada al personaje. Es por ello que en el lejano pasado, voces como las de Ljuba Welitsch y María Cebotari fueron grandes Salomés’.