Por Martín Llade
Los primeros pasos
En 1869 Piotr Illich Tchaikovski contaba veintinueve años y habían pasado tan solo algo más de seis desde que decidiera, tras largas luchas interiores, abandonar el Ministerio de Justicia de San Petersburgo para dedicarse a la música. Ya de adolescente, cuando era un delicado muchacho afectado por la pérdida prematura de su madre, había tratado de persuadir a su padre para que le dejara tomar lecciones, pero la tajante opinión del profesor de turno, que no vio talento alguno en él, lo apartó durante años de su verdadera vocación. Tendría que ser el descubrimiento de su homosexualidad y la profunda crisis que ello le acarreó, las que le impulsaran a refugiarse en su faceta creativa pues, como llegó a confesarle a un amigo, tan solo la música era ?el arma contra su mal?. Dotado de un melodismo prodigioso, de una originalidad y un lenguaje fuertemente personal, el joven se puso manos a la obra. La decisión no había sido fácil, porque su familia estaba arruinada en ese momento y necesitaban el sueldo de Piotr Illich para subsistir. Había sido tras un viaje al extranjero, en que visitó Francia y Alemania, en que se dio cuenta de que era inútil engañarse. Viviría por y para la música, y así calmaría su ?mal?. Matriculado en el Conservatorio de San Petersburgo, recién fundado por Anton Rubinstein, pronto se ganó el afecto de éste, que le impartió clases de instrumentación y composición. Obligado a dar clases de solfeo para sobrevivir, Tchaikovski dejó de visitar los salones más elegantes de la ciudad y el dandi murió para dar paso a un hombre disciplinado, alejado de toda frivolidad (aunque este juicio se aplicaría posteriormente a su música, por parte de sus detractores). Una vez terminados sus estudios, obtuvo un modesto puesto de profesor de Armonía en el conservatorio gracias a Nikolai Rubinstein, hermano de Antón, que se interesó vivamente en las obras del joven hasta tal punto que comenzó a dirigirlas. El público de los teatros empezó a mostrar pronto su predilección por la originalidad y la brillantez de Tchaikovski, cuya música era enormemente pegadiza (otro motivo de condena para la crítica).
En 1865 compuso una pequeña pieza orquestal titulada Danza de los jóvenes serbios. Quiso la casualidad que Johann Strauss se hallase en aquel momento de gira por Rusia y de alguna manera, alguien le hizo llegar la partitura. El gran maestro del vals la dirigió en Pavlosk y debido al éxito obtenido con ella, volvió a hacerla interpretar en Kiev. Espoleado por este honor y con algunas críticas que ven en él al próximo gran músico ruso, Tchaikovski se dedica a componer frenéticamente y hace sus primeras incursiones en el género sinfónico y operístico. Su Primera sinfonía, ?Sueño de invierno? fue estrenada por Nikolai Rubinstein en 1868 y constituyó todo un éxito, sobre todo gracias a su hermosísimo segundo movimiento, ?Tierra triste, tierra brumosa?, que describe con melancolía el paisaje invernal ruso. Aún así cayó inmediatamente en el olvido y es muy poco interpretada y grabada hoy en día, lo que ha generado la sensación, totalmente errónea, de que debe tratarse de una obra de escaso interés. Precisamente ese mismo año se había producido su encuentro con los Cinco.
Tchaikovski y los Cinco
Casi a la vez que Tchaikovski deciese ingresar en el conservatorio, un grupo de músicos, algunos de ellos autodidactas, se reunía en torno a Mili Balakirev para fundar lo que la Historia ha conocido como el Grupo de los Cinco, integrado, además, por César Cui, Modest Mussorgski, Alexander Borodin y Nikolai Rimski-Korsavov.
Sin embargo, la balanza del público se inclinaría en gran número de ocasiones a favor de Tchaikovski, mientras que la mayor parte de las composiciones de los Cinco, a excepción de las de Rimski-Korsakov, serían abiertamente ignoradas en vida de sus autores. El encuentro de Piotr Illich con ellos tuvo sus consecuencias en esta sinfonía y en las obras inmediatamente posteriores, pues lo persuadieron para que siguiera la línea de la música nacional rusa que ellos creaban, como la Primera sinfonía de Rimski-Korsakov, escrita un año antes que la suya.
Los prolegómenos de Romeo y Julieta
Tras el estreno de la sinfonía, Tchaikovski, completamente exhausto, entró en una aguda crisis que finalizaría cuando una mujer se cruzase en su vida. En 1869 llegó al Gran Teatro de Moscú una compañía lírica francesa, cuya primadonna se llama Desirée Artot y era alumna de Paulina Viardot. Cinco años mayor que él, la cantante mostró su interés por el músico y le invitó a visitarla. Receloso al principio, Tchaikovski dejaría escrito lo siguiente: ?He dedicado a Desirée mi Romanza op. 5. Nunca conocí una mujer tan buena, amable e inteligente como ella. La amo profundamente. Estoy seducido por su voz y su belleza y esperamos casarnos el verano que viene?. Su padre, Ilya, le recomendó en una carta que se afanase para ganar más dinero que ella y no limitarse a ser ?el marido de la cantante?.
Tchaikovski haría entonces lo que nunca volvió a repetir en su vida: viajó hasta París para poder estar unos días con la Artot, pero el episodio no tuvo el final previsto; en enero de 1869, la cantante se casa en Varsovia con un barítono español. Fin de la historia. Parece que Tchaikovski fingió indiferencia ante el suceso, pero algunos biógrafos han pretendido que sus cartas a ese respecto reflejan un profundo dolor, acaso el único que haya sentido por una ruptura sentimental con una mujer. Si la amaba o no como él decía, es algo que nunca se sabrá. Acaso pudo haber tenido esa tentativa matrimonial para ocultar su condición homosexual, pero sea como fuere, parece que sí experimentó por ella un aprecio que no lograría despertar la que se convertiría en su esposa, Antonina Miliukova. En 1877, ya consagrado, Tchaikovski decidió casarse con una admiradora suya, para acallar los cada vez más insistentes rumores públicos sobre sus tendencias. La elección había recaído sobre la joven Antonina, porque ésta se dedicó a escribirle decenas de cartas amenazando con suicidarse si no accedía a desposarla. Como se hallaba inmerso en la composición de Eugenio Oneguin, creyó ver un paralelismo providencial entre esas cartas y la que Tatiana escribía a Oneguin en la novela de Pushkin, y aceptó la propuesta. Al poco su mujer se revelaría como una perturbada mental y ninfómana y Tchaikovski, tentado por el suicidio, la abandonó sin consumar el matrimonio.
Pero cuando fracasa su historia con Desirée Artot, el artista se refugia en su mundo y escribe la ópera El Vaivoda y Romeo y Julieta. Esta última, sobra decir que basada en la obra de Shakespeare preferida por los músicos (Bellini, Berlioz, Gounod y Prokofiev, entre otros), nació como proyecto de ópera e incluso llegó a escribir un dúo de la misma, pero finalmente decidió convertirlo en otra cosa: una obertura fantasía.
Siguiendo los consejos de Balakirev, que le pone como modelo su composición El rey Lear, escribe una obra estructuralmente sencilla, sin grandes pretensiones, pero con muchos logros. ?Por fin ha creado usted una obra con la suficiente belleza como para que yo la califique como bella?, le dice Balakirev. Y el resto de los componentes del grupo la aplauden por igual, acaso convencidos de que han conseguido atraer al descarriado occidentalista al rebaño ruso. Es, realmente, la primera obra maestra de Tchaikovski, en la que se adivinan las grandes empresas que está a punto de acometer y que no tardarán demasiado tiempo en surgir: Primer concierto para piano, El lago de los cisnes, Francesca da Rímini, Eugenio Oneguin…
Lamentablemente, el público no lo vería así y el estreno petersburgués de la obra el 4 de marzo de 1870, dirigido por Rubinstein, fue un estrepitoso fracaso. Eso animaría al músico a una revisión de la obra en 1872, y todavía en 1880 volvería a reescribirla, cambiando la introducción y modificando el desarrollo. Aunque se conservan las dos primeras versiones es esta última la que el público conoce y la que triunfó en su estreno definitivo de 1886, en Tbilisi (Georgia). Para entonces, Tchaikovski ya se había alejado de los Cinco que, como hemos dicho antes, se convirtieron en sus más mordaces críticos pero volvería a recurrir a la literatura de Shakespeare para crear otras dos hermosas obras: Hamlet y La tempestad.
La obra
Con una duración escasa de veinte minutos esta obertura fantasía no glosa ninguna escena concreta de la obra más conocida de Shakespeare, sino que extrae su esencia y la expande como el aroma de un perfume, en una pasional confrontación de temas. Tchaikovski será el único autor que opte por esta visión abstracta, ya que incluso en su obra homónima, Berlioz esboza escenas y hace hablar a sus personajes. El comienzo, de resonancias funestas, mezcla un aire resignado al cual pronto le sucederá la inquietud, encarnada en la cuerda. El aire religioso que se desprende de los primeros compases nos remite de inmediato a Fray Lorenzo, el personaje por cuyas buenas intenciones se desata de la tragedia y de la que es, en cierta medida, responsable directo. El hecho de comenzar con él sugiere que es quien toma la palabra para relatar (con gran lógica, ya que es el único que sabe lo que realmente ha sucedido en la cripta de los Capuleto), en un prolongado mea culpa, todo lo sucedido. De hecho, en una producción reciente del ballet de Montecarlo sobre la obra de Prokofiev también se optaba por este punto de partida, ausente de cualquier programa de mano, pero más que evidente. El tema, casi en piano, va expandiéndose hasta alcanzar, con los acordes del arpa, un aire onírico que pretende alejar lo terrible como si, en efecto, hubiese sido un mal sueño. Esta lucha interior de Fray Lorenzo ocupa, aproximadamente, una cuarta parte de la partitura y va recrudeciéndose, hasta presagiar el segundo tema, que irrumpe vertiginoso en allegro: se trata del odio cerval entre los Montesco y los Capuleto, cuyos constantes duelos a espada son evocados onomatopeyicamente por los platillos. Este odio es representado a través del duelo literal entre los contrabajos y varios solistas del viento, todo ello envuelto en una armonía disimétrica, de ritmo sincopado, producida por toda la orquesta.
Pero así como el arrepentimiento ha sido acallado por el odio de las familias, éste último también sucumbirá bajo el tercer tema de la obertura, interpretado por los violonchelos: el tema de amor de la pareja protagonista, uno de los más hermosos que jamás compusiera Tchaikovski y que pasa de la bruma del tejido orquestal a primer término, en un conmovedor diálogo entre la madera y el metal. La pasión inicial va diluyéndose hasta alcanzarse por primera vez la serenidad en toda la obertura, pero esto tampoco dura mucho, ya que será interrumpido de nuevo por el allegro del odio hasta un total de tres veces. En ese sentido sí podría buscarse cierta consonancia con la pieza shakespeariana original, ya que también hay tres momentos en los que la irrupción de las familias impide la consumación del amor: en el baile, cuando Teobaldo descubre a Romeo bailando con Julieta; cuando Romeo recién casado se ve obligado a vengar la muerte de Mercucio, obra también del primo de Julieta; y cuando los Capuleto imponen a Paris como prometido de la joven, forzándola a recurrir a la argucia de la muerte aparente, que acabará con los amantes. El retornar del allegro, más violento, tiene algo de marcial, debido al aire un tanto militar del metal y prefigura ya 1812 o La marcha eslava. Esta violencia sólo puede ser contrarrestada con el tema de amor pero fortalecido por toda la orquesta, alcanzando un desarrollo arrebatador, que adquiere tintes de mar en tempestad con el entrechocar de los platillos, como olas contra las rocas. El allegro se funde con el tema de amor para ahogarlo para siempre y, una vez que logra prevalecer, se torna marcha fúnebre. La muerte de los enamorados ya ha tenido lugar y los odios dejan de tener sentido y, al igual que en la pieza teatral, desaparecen al fin, cuando Maese Montesco y Maese Capuleto se ven obligados a aparcar sus rencillas, tras la dolorosa pérdida de sus hijos. Retorna la coral de Fray Lorenzo, ya sin aires de arrepentimiento, solo grave y solemne, como si fuese una plegaria por que los dos jóvenes hubieran encontrado al fin la paz.
La obra se cierra con un prolongado redoble de percusión, en el que no es descabellado imaginar un telón bajándose, poniendo punto final, por el momento, a la eterna reflexión que mantuvo Tchaikovski en su vida, acerca del destino, el amor y la muerte.