
La tragedia shakespeariana de Montescos y Capuletos ha servido como fuente de inspiración incombustible a lo largo de la historia a numerosos compositores. Entre las creaciones de grandes pesos pesados como Bellini, Berlioz, Chaikovski o Bernstein, destaca este ballet de Serguéi Prokófiev, que nos ha dejado melodías indelebles en el oído colectivo, erigiéndose como una de las obras más representativas de toda la primera mitad del siglo XX.
Por Gregorio Benítez
Prokófiev: tradición y modernidad
El nombre de Serguéi Prokófiev es sinónimo de innovación y versatilidad. La mente de este compositor, pianista y director de orquesta ruso fue pionera en saber aunar a la perfección la rica herencia musical eslava con las tendencias más transformadoras de albores de siglo. El resultado de todo ello fueron algunas de las partituras más representativas de la pasada centuria, donde el piano, el género orquestal y el ballet serán los tres ejes sobre los que orbite su producción compositiva.
Nació Prokófiev en la primavera de 1891 en Sontsovka, una aldea rural en el óblast de Donetsk, entonces parte del Imperio ruso. Su familia, relativamente acomodada y con inquietudes culturales, le ayudaría al desarrollo temprano de sus aptitudes musicales. Su madre era pianista y sería la primera profesora de este prodigio que con tan solo 5 años ya había compuesto su primera pieza para piano, o su primera ópera a los 9. Fue este un verdadero punto de inflexión en el joven Prokófiev, pues sus padres decidieron en ese momento proporcionarle una educación formal y más disciplinada. Así, en 1904 —y tras recibir clases durante un par de años de Reinhold Glière— Prokófiev es admitido en el Conservatorio de San Petersburgo. Su carácter subversivo le ocasionó no pocos desencuentros con profesores y compañeros, a pesar de granjearse una excelente reputación como virtuoso del teclado. Sus dos primeros conciertos para piano —de lenguaje inequívocamente moderno— son obras de enormes exigencias técnicas y, junto a su provocadora Suite escita opus 20, toda una declaración de intenciones del Prokófiev más iconoclasta. Las audacias armónicas, su riqueza rítmica, los contrastes abruptos y los momentos de sugerente lirismo serán la seña de identidad de un músico que, pese a su juventud, alcanzaría una gran fama antes de abandonar Rusia pocos meses después la Revolución de octubre.
Será paradójicamente ese convulso año de 1917 uno de los más fecundos en la producción artística de Prokófiev, con obras como el Concierto para violín núm. 1 opus 19, la Sinfonía núm. 1 (‘Sinfonía Clásica’) opus 25, la Sonata para piano núm. 3 opus 28, o las soberbias Visiones fugitivas opus 22.
Con este impresionante catálogo a sus espaldas —y buscando reconocimiento internacional— emprende un largo viaje en barco en mayo de 1918, primero hacia Estados Unidos y poco más tarde hacia Europa. Concretamente en la ciudad de París, epicentro cultural de los Happy Twenties europeos —y hogar de compositores como Ígor Stravinski, Maurice Ravel y miembros de Les Six—, Prokófiev encontrará uno de sus períodos más desafiantes de su carrera. Allí, además de terminar algunas de sus obras inacabadas como el celebérrimo Concierto para piano núm. 3 opus 26, jugaron un papel crucial sus colaboraciones con los Ballets Russes de Serguéi Diáguilev; marcando este vínculo un punto de inflexión fascinante en la historia del ballet. Prokófiev trabajó con esta influyente compañía en una época en la que los Ballets Russes estaban redefiniendo la danza escénica, alejándola del Romanticismo decimonónico hacia una forma de arte moderna, mediante un enfoque multidimensional que fusionaba música, danza y diseños innovadores. La relación entre estos dos visionarios fue profesionalmente productiva, pero no estuvo exenta de fricciones. Diáguilev era famoso por su control estricto y su perfeccionismo, lo que a veces chocaba con la naturaleza díscola e independiente de Prokófiev. Aunque los Ballets Russesse disolvieron tras la muerte de Diáguilev en 1929, el impacto de estas colaboraciones resonó en el desarrollo del ballet moderno, siendo Romeo y Julieta consecuencia directa de la experiencia adquirida en este género durante esta cosmopolita etapa.
Romeo y Julieta
A finales de 1934, mientras alternaba su residencia entre Moscú y París, el otrora Teatro Kírov de Leningrado (Teatro Mariinski en la actualidad) propuso al compositor escribir un ballet basado en Romeo y Julieta de William Shakespeare. En un arrebato de creatividad, completó la monumental partitura del que estaba llamado a ser su séptimo ballet durante el verano de 1935 en una pequeña cabaña cerca de Moscú. Sin embargo, la obra orquestal de género no operístico más ambiciosa del inventario artístico de Prokófiev no gustó en el Kírov, abandonando rápidamente la producción, hecho que le llevó a firmar con el Teatro Bolshói de Moscú; pero el Bolshói rechazó nuevamente el ballet argumentando que su música era ‘indanzable’, ‘demasiada compleja’, y mostrando su desacuerdo con el final feliz que Prokófiev había propuesto originalmente. A ello se unían las crecientes discusiones políticas sobre si la obra era lo suficientemente ‘soviética’, aunque Shakespeare gozaba de una larga tradición en Rusia y contaba con ilustres admiradores dentro del credo socialista, como el propio Karl Marx.
Mientras el ballet permanecía en el limbo, Prokófiev extrajo fragmentos de la partitura original para crear tres suites orquestales (opus 64bis, 64ter y 101) y diez piezas para piano (opus 75). Las dos primeras suites se estrenaron en 1936 y 1937, permitiendo que gran parte de la música fuera conocida antes del estreno del balleten escena, lo que desencadenó una competencia entre el Bolshói y su rival, el Ballet Kírov. Estas suites orquestales no seguían el orden cronológico del ballet, sino que Prokófiev reorganizó y condensó varias escenas para adaptarlas al formato concierto, dotándolo de una estructura musical autónoma cuidadosamente diseñada. El resultado fue una música estrechamente vinculada a la acción escénica; capaz de capturar los personajes, las acciones y emociones de este drama universal, donde el amor, violencia, humor y fatalidad se entreveran.
Finalmente, el Kírov estrenó este monumental balletde dos horas y media en la Unión Soviética el 11 de enero de 1940, aunque hubo un discreto estreno con anterioridad en diciembre de 1938 en Brno, antigua Checoslovaquia. Los preparativos para la primera presentación rusa estuvieron plagados de disputas con el coreógrafo, bailarines y hasta una amenaza de huelga de la orquesta. A pesar de todos estos contratiempos, el estreno fue un éxito tanto crítico como comercial y su popularidad creció tanto que el Bolshói lo incluyó en su programación en 1946, consolidándolo como una de las composiciones más egregias en los anales del ballet.
Entre las escenas más destacadas de este ballet, incluidos como movimientos en las suites orquestales, se encuentra ‘Montescos y Capuletos’, que establece el antagonismo hostil en las calles de Verona entre estas familias rivales. La música procede de dos momentos muy distanciados del ballet. Por un lado, la agógica lenta y estruendosas disonancias acompañan a ‘La orden del Duque’ donde el príncipe Escalus, tras detener una pelea entre los dos clanes en conflicto, amenaza con la pena de muerte a quien vuelva a romper la paz. Por otro, la conminatoria ‘Danza de los caballeros’ —a modo de una ‘Cabalgata de las Valquirias’ a la manera de Prokófiev— intimida el ambiente en unos de los instantes más reconocibles de toda la obra.
La inocencia y la alegría juvenil de Julieta se reflejan en ‘La joven Julieta’, una música que captura con delicadeza su espíritu adolescente y su sensibilidad frágil. Por su lado, ‘Madrigal’ es el nombre de otra tierna y lírica pieza, que acompaña el primer despertar del amor de Romeo hacia Julieta mientras la espía durante el baile en casa de los Capuletos. El pomposo ‘Minueto’, de aire rimbombante y burlón, es seguido inmediatamente en el ballet por ‘Máscaras’, y en ellos se evoca el ambiente de la entrada sigilosa de Romeo, Mercucio y Benvolio al territorio enemigo. La música de Romeo y Julieta describe la conocida escena del balcón donde Romeo —escondido en el jardín de los Capuletos— observa a Julieta en su balcón y escucha cómo ella expresa su amor por él. De manera particularmente emotiva, la delicada arpa y los violines con sordinas generan una expectante quietud. Tras la entrada conmovedora de Romeo en la cuerda, Julieta le responde en la afable flauta, retratando instantes extáticos del amor apasionado y frágil de los protagonistas antes de que la música se desvanezca en el sosiego de la noche.
En el desenlace del Acto II, la ‘Muerte de Tebolado’, el drama se intensifica, alcanzando cotas de frenesí rítmico y brutales disonancias que capturan toda esta secuencia de eventos trágicos. La acción comienza con una pelea turbulenta que desemboca en la muerte de Mercucio a manos del iracundo Teobaldo. Posteriormente, un Romeo exasperado, en busca de justicia por su amigo, se enfrenta a este Capuleto en un feroz duelo marcado por un contundente uso de la percusión. Este enfrentamiento concluye con la caída de Teobaldo, cuya agonía queda reflejada en los sombríos timbales y maderas. Finalmente, los solemnes golpes de los timbales acompañan el traslado del cuerpo, mientras un tema cargado de tensión anuncia la lóbrega cadena de eventos que seguirá, marcando el comienzo del fatídico desenlace de los amantes. ‘Romeo y Julieta antes de la partida’ transmite con profundidad la pasión de la pareja, al tiempo que presagia la tragedia inminente. En el sobrecogedor ‘Romeo en la tumba de Julieta’, la desolación se apodera de toda la atmósfera sonora. Un taciturno contrafagot, como si emergiera desde las profundidades, se ve apagado por las cuerdas. Sobre estas, un flautín sostiene una nota aguda, mientras violonchelos y clarinetes laten con un pesar profundo que parece provenir desde ultratumba.
El ballet termina con ‘La muerte de Julieta’, un Adagio donde la joven despierta para descubrir a su amado sin vida y toma la decisión de unirse a él. Prokófiev plasma la magnitud de esta desdicha con una intensidad desgarradora, retomando elementos musicales de ‘La joven Julieta’ mientras todo se desvanece lentamente —reflejando la inevitabilidad de su destino— hacia el mutismo absoluto.
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