The Royal Chapel of Madrid
María Espada, soprano
Nereydas
Javier Ulises Illán, director
Panclassics PC 10427
Melómano de Oro
Pasaban quince minutos de la medianoche del día de Navidad de 1736 cuando las campanas del convento de San Gil comenzaron a repicar. Desde su ubicación próxima a la torre de Carlos I, los monjes fueron los primeros en advertir el violento resplandor que envolvía los chapiteles cónicos de la fachada de poniente. Ya durante el cambio de guardia miembros de la formación de reemplazo habían dado la voz de alarma en el viejo Alcázar. Pero la reacción estaba siendo lenta, en parte por hallarse ausente buena parte del personal de servicio, desplazado al Palacio del Pardo con la Familia Real. Tampoco el toque a fuego de las campanas sirvió para congregar prestos a los madrileños de la zona, quienes supusieron eran llamadas a la Misa de Gallo. Más tiempo se perdió cuando, por temor al saqueo, la guardia mantuvo cerradas las puertas del Alcázar. Dada su condición, los franciscanos de San Gil fueron los primeros en entrar. Con el propósito de salvar reliquias y exvotos corrieron por galerías llenas de humo hasta la Capilla Real. Pero nada pudieron hacer, incapaces de abrir las rejas. Entonces ayudaron a poner a salvo esculturas, muebles y cuantos lienzos pudieron descolgar de las paredes del Salón Grande sin precisar escaleras. Las meninas eludieron la acción del fuego por el ventanal de la sala en que fueron pintadas; las siguieron en fuga Carlos V en Mühlberg, de Tiziano; El matrimonio Arnolfini, de Van Eyck, y así hasta 1192 obras de las 1547 contenidas en el inventario de 1686 (fácil suponer que cuatro décadas después las obras serían más).
El Real Alcázar, decrépito y oscuro, donde había estancias que no recibían más luz que por la puerta (Condesa D’Aulnoy); el Alcázar de los Habsburgo, detestada sede del poder por el primer Borbón, amante de la luminosa y sensual simetría de su Versalles natal, ardió durante cuatro días. Acostumbra ponerse énfasis en las obras de arte perdidas, en las reliquias de oro y plata sacadas en baldes de entre los escombros tras derretirse; en los documentos pertenecientes al Archivo de Indias, en las bulas pontificias… Solo al final se menciona los miles de manuscritos musicales reducidos a cenizas. La pérdida de la música destinada al funcionamiento de la Capilla Real, ‘centro de la vida religiosa en torno a los reyes [y de la] dimensión pública y sagrada de su actividad’, supuso un trastorno sin precedentes, dada la importancia esencial de la música ‘como medio de legitimación del origen divino de la monarquía católica […]’ (Judith Ortega y María Álvarez-Villamil). De ahí el apremio por reconstruir el archivo musical importando de catedrales, conventos, y componiendo cuanta obra fuera menester. Francesco Corselli, maestro de música cuando el incendio, recibió el encargo de coordinar una reconstrucción que involucró a los mayores talentos músicos de la época.
The Royal Chapel of Madrid, Sacred Music after the Great Fire homenajea esa labor reconstructora y a su principal artífice, devolviendo al repertorio, tras la oportuna restauración musicológica, parte de aquel legado olvidado con una selección de piezas de inspirada y abrumadora belleza. Entre las obras religiosas vocales, dos Lamentaciones de Semana Santa: serena y conmovedora la de Corselli (1747), grave y trágica la de José Lidón (1797); sendas Cantadas del italiano, para Navidad (1743), con una jovial ‘Si alegres jilguerillos‘, aria da capo (todas lo serán), y para el Santísimo (1749), donde destacan el exquisito solo de oboe, introducción y acompañamiento para la soprano en la extensa aria ‘Ea afectos, caminad‘ (soberbia la alternancia ornamental soprano-oboe tras las secuencias), y el solo de trompeta, brillante, en la segunda aria, ‘Estruendos sonoros‘; por último, una antífona mariana, Salve Regina (1761), de serena emoción, con finas cadencias vocales que testimonian de nuevo, sin descuido nunca del imperativo recato, la procedencia operística de Corselli.
Las interpretaciones de María Espada son sencillamente magníficas. Su preciosa y delicada voz, de limpia amplitud y luminoso agudo, impecable en los ascensos, cuidadísima en la dicción, resulta óptima para este repertorio. Destacables son las frecuentes, largas series de vocalizaciones que Espada acomete con naturalidad y elegancia extremas.
La calidad de los miembros de Nereydas, poseedores de una tímbrica prodigiosa, una sonoridad cálida y envolvente, multiplica los momentos de deleite. Todos bajo la atenta y escrupulosa dirección de Javier Ulises Illán, cuyo conocimiento profundo aun de las texturas más ínfimas de esta música felizmente renacida queda de manifiesto.
Por Alejandro Santini Dupeyrón
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