
Título: The Man Without a Face
Director: Mel Gibson
Música: James Horner
Las pequeñas cosas marcan la diferencia. Esta es una máxima que se repite con cierta asiduidad en la música cinematográfica de las últimas décadas. La imaginación de Goldsmith, la contundencia de Williams, el ritmo de Zimmer o la melodía de Morricone son algunos aspectos discriminatorios que delimitan sus respectivas escrituras. Pues bien, el rasgo que define —solo en parte, pues hay muchos más— la personal caligrafía de Horner es la empatía —capacidad cognitiva de percibir—, esa afinidad emocional que hace que el espectador, el actor y el músico participen de una misma realidad que a priori les es ajena. Se puede decir que la música actúa como el vehículo emocional por excelencia, como ese necesario efecto de distanciamiento acuñado por Brecht que intenta provocar la conciencia crítica y emocional del espectador. Para el dramaturgo su obra obligaba al espectador a pensar, a sacar sus propias conclusiones y a entender que lo expuesto sobre el escenario —la pantalla también lo es— podía modificar la realidad del ser humano produciendo ese efecto de ruptura o cuarta pared. Pues bien, en esta bahía fondean las melodías de The Man Without a Face, la partitura más empática de cuantas compuso el maestro.
Para unir a los dos protagonistas con el público Horner teje un meticuloso entramado de emociones que provocan la respuesta inmediata del espectador. La música sirve de vehículo para que la curiosidad y el misterio que rodea a la historia de Chuck y Justin sean vistas como algo bello y triste —tomo prestadas las palabras del escritor japonés Yasunari Kawabata—, lugar de encuentro donde la fealdad del protagonista desaparece entre la bruma de las melodías. La música busca esa necesaria empatía musical —la historia no tiene sentido sin ella—que comienza con la melancolía de lo perdido (A Father´s Legacy), un leitmotiv delicado y gris que refleja la perdida mirada de Chuck, música que ahonda en los recuerdos del joven protagonista. La melodía se apoya en el uso del piano para soslayar la soledad que precede al misterioso encuentro con el tutor. El piano, la cuerda y los vientos se entrelazan en innumerables ocasiones —Chuck’s first lesson/No compromise o The Merchant of Venice, la melodía más crepuscular y mística de todo el score— mostrando la complicidad que incide directamente sobre la primera impresión del espectador, y es que la música convierte a Justin en un hombre hermoso. Ese es el poder de la música y Horner su maestro de ceremonias.
En The Man Without a Face Horner no solo busca la empatía con los protagonistas de la historia, sino que a través de ella descubre la conexión que los une con el espectador. Todo está orquestado con meticulosidad para que la música —causa de este afectivo y sorprendente vínculo— fluya enigmática a través de los sentimientos más profundos.
Por Antonio Pardo Larrosa
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