Título: The Man Without a Face
Director: Mel Gibson
Música: James Horner
Las pequeñas cosas marcan la diferencia. Esta es una máxima que se repite con cierta asiduidad en la música cinematográfica de las últimas décadas. La imaginación de Goldsmith, la contundencia de Williams, el ritmo de Zimmer o la melodía de Morricone son algunos aspectos discriminatorios que delimitan sus respectivas escrituras. Pues bien, el rasgo que define —solo en parte, pues hay muchos más— la personal caligrafía de Horner es la empatía —capacidad cognitiva de percibir—, esa afinidad emocional que hace que el espectador, el actor y el músico participen de una misma realidad que a priori les es ajena. Se puede decir que la música actúa como el vehículo emocional por excelencia, como ese necesario efecto de distanciamiento acuñado por Brecht que intenta provocar la conciencia crítica y emocional del espectador. Para el dramaturgo su obra obligaba al espectador a pensar, a sacar sus propias conclusiones y a entender que lo expuesto sobre el escenario —la pantalla también lo es— podía modificar la realidad del ser humano produciendo ese efecto de ruptura o cuarta pared. Pues bien, en esta bahía fondean las melodías de The Man Without a Face, la partitura más empática de cuantas compuso el maestro.
Escrita en 1993 —año de su gran opus, Once Upon a forest—, El hombre sin rostro fue la opera prima del actor Mel Gibson y la primera colaboración con Horner. The Man Without a Face,adaptación de la novela de Isabelle Holland, narra los problemas académicos y afectivos de Chuck, un adolescente introvertido que busca en el atormentado pasado de su tutor JustinMc Leod —un hombre amargado por un terrible suceso que le dejó el rostro desfigurado— las respuestas a sus miedos existenciales. El valor del conocimiento y el inquebrantable vínculo de la amistad son el punto de partida sobre el que ambos enriquecen sus respectivas vidas descubriendo la gran empatía que les une.
Para unir a los dos protagonistas con el público Horner teje un meticuloso entramado de emociones que provocan la respuesta inmediata del espectador. La música sirve de vehículo para que la curiosidad y el misterio que rodea a la historia de Chuck y Justin sean vistas como algo bello y triste —tomo prestadas las palabras del escritor japonés Yasunari Kawabata—, lugar de encuentro donde la fealdad del protagonista desaparece entre la bruma de las melodías. La música busca esa necesaria empatía musical —la historia no tiene sentido sin ella—que comienza con la melancolía de lo perdido (A Father´s Legacy), un leitmotiv delicado y gris que refleja la perdida mirada de Chuck, música que ahonda en los recuerdos del joven protagonista. La melodía se apoya en el uso del piano para soslayar la soledad que precede al misterioso encuentro con el tutor. El piano, la cuerda y los vientos se entrelazan en innumerables ocasiones —Chuck’s first lesson/No compromise o The Merchant of Venice, la melodía más crepuscular y mística de todo el score— mostrando la complicidad que incide directamente sobre la primera impresión del espectador, y es que la música convierte a Justin en un hombre hermoso. Ese es el poder de la música y Horner su maestro de ceremonias.
La empatía de los protagonistas, el espectador y el propio Horner evolucionan sin solución de continuidad a la par que la música mostrándose más luminosa conforme progresa la relación entre ellos. Una vez traspasada esta cuarta pared —ruptura emocional—la música toma un vuelo muy distinto, más liviano (Flying), que muestra la otra cara de la historia dibujando el rostro de la belleza que anida en el corazón de los protagonistas. Horner versiona la melodía de Sneakers para terminar su exposición sobre el segundo gran leitmotiv de la partitura (Mcleod’s last Letter), una delicada y luminosa idea que refleja la felicidad del momento. La cuerda, sensible y etérea, lleva hasta las oscuras vidas de Chuck y Justin la luz del entendimiento, claridad que bebe de las fuentes de la empatía. El epílogo (Lookout point/End Credits) es sublime, rememorando, como es la costumbre, todas las emociones de la historia.
En The Man Without a Face Horner no solo busca la empatía con los protagonistas de la historia, sino que a través de ella descubre la conexión que los une con el espectador. Todo está orquestado con meticulosidad para que la música —causa de este afectivo y sorprendente vínculo— fluya enigmática a través de los sentimientos más profundos.
Por Antonio Pardo Larrosa
Deja una respuesta