Rodrigo: Aranjuez – Fantasía
Xianji Liu, guitarra
Orquesta Sinfónica RTVE
Pedro Amaral, director
Ibs Classical IBS42020
Para recordar el impacto que causó el Concierto de Aranjuez en el panorama musical de la inmediata posguerra, continúa siendo ilustrativo recurrir a las páginas de Federico Sopeña, protector personal de Rodrigo desde su atalaya cultural en el régimen y autor del primer ensayo biográfico sobre el compositor (E.P.E.S.A. Madrid, 1946).
Dice Sopeña que la apoteosis ‘rodriguera’ acontece en un ‘momento peculiarísimo’ de la vida musical española. Quien hasta la guerra había constituido el sentido de todo en la música, Manuel de Falla, se hallaba mudo y en lejano exilio (Sopeña, lírico, habla de ‘ausencia’). Son momentos de ‘provisionalidad’. La música del discípulo, perfecta en la forma, no despierta ya el entusiasmo de la juvenil Sinfonietta; el público le escucha y le agradece; pero su obra no deja ‘esa inefable dosis de inquietud —inquietud igual a horizontes— propia del que ha soltado sus amarras’. ¿Y qué decir de los compositores de la generación precedente? ¿De Turina, por ejemplo? Turina se halla en un proceso involutivo. No es ya el autor de ‘Cantares, sino el romántico de Los miedos‘. Y es que el espacio al que renuncia la música española en las salas de conciertos es asaltado por espectros foráneos del ayer: cuartetos de Beethoven, sinfonías de Brahms… ‘música para el olvido’, en definitiva. Esta es la ‘novedad’ que se aplaude. (¡Brahms!, considerado por Dukas, maestro de Rodrigo en París, quintaesencia de lo insoportable: aparatoso, ingenuo y sentimental.) No es de extrañar, por tanto, que en ese ‘momento peculiarísimo’ donde lo propio no cala y se enseñorea del público ‘una vuelta sin doctrina hacia la música romántica’, el éxito del Concierto de Aranjuez en su estreno barcelonés, el 9 de noviembre de 1940, fuera visto por Sopeña como el cierre de aquella etapa de ‘provisionalidad’ en la música española. Días después en Bilbao, y al mes siguiente en Madrid, Jesús Arámbarri al frente de la Orquesta Nacional y el orgulloso dedicatario, Regino Saiz de la Maza (insistió durante años a Rodrigo que escribiera para su guitarra), consolidan el éxito de la obra. Es la apoteosis anunciada por Sopeña. Especialmente alegre estaba el espectador anónimo, sabedor ‘de que aquella música era de hoy [con] sabor distinto, pero cierto, de música española; sobre todo lo español y lo modernísimo había, en fin, una espuma de melodía de no difícil acomodo en memorias de línea clara. Era una música con posible y tierno tarareo…’ Muy al contrario de los cuartetos de Beethoven, las sinfonías del aparatoso Brahms, aquella no era ‘música para el olvido’.
Se compadece ciertamente mal esta efusión nacionalista de corte providencial con que el éxito del Concierto se deba a la posibilidad de recordarse y ser tarareado.
Rodrigo nunca aspiró a ser un compositor de vanguardia. Su estilo personal, nutrido en Falla y perfeccionado en el posimpresionismo francés, se incardina en el neoclasicismo de la época; es un estilo que, alcanzada la plenitud con el Concierto de Aranjuez, ya no evoluciona (la Fantasía para un gentilhombre, escrita catorce años después, es ejemplo de ello), sino que deriva hacia un llamado ‘neocasticismo’, mezcla de romanticismo y de referencias a la ‘edad castiza literaria por excelencia, la del siglo XVIII […] saraos, guitarreo y ambiente de tapiz goyesco interpretado a lo tonadillero’ (Marco). Pero el interés histórico de Rodrigo le hará buscar inspiración aún más atrás, en los tañedores de cuerda y tecla del Renacimiento y del Siglo de Oro. Pensemos de nuevo en la Fantasía; la temática surge de la Instrucción de música sobre la guitarra española (1674) de Gaspar Sanz, músico del bastardo habido entre el Rey Planeta y La Calderona, el gentilhombre enamoradizo y guerrero que pacificara Nápoles. Es, pues, de esta singular mixtura entre lo popular y lo culto (y lo artístico, el flamenco), sometida a un tratamiento formal y emocionalmente exquisito, de donde proviene el éxito de Rodrigo y del Concierto de Aranjuez en concreto, su obra más universal.
A través de la televisión la conoció Xianji Liu. Tenía 8 años. El maestro y Pepe Romero ensayaban en Aranjuez. El sueño de tocar la guitarra clásica, conocer el palacio, los jardines, nació entonces. Este disco, con una ORTVE en estado de gracia, enérgica y jubilosa, magistralmente guiada por Pedro Amaral en cada matiz del color tímbrico, en la rítmica intensidad oportuna, es la realización de aquel sueño de infancia, ahora ya de todos, y que cualquier amante de la obra podría elegir para pasar, la vida entera incluso, recreándose. Xianji Lui lo merece. La suya es una lectura fresca, impecable, apasionada. Difícilmente el niño que fue imaginó un grado de perfección semejante.
Por Alejandro Santini Dupeyrón
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