Reflejos
María Bayo, soprano
Rubén Fernández Aguirre, piano
Fortissimo Media
Melómano de Oro
Lo hace de entrada con un ramillete de canciones de Georges Bizet, en las que asistimos al seductor y embriagador timbre de genuina impronta que aún conserva todo su luminoso esmalte, apoyado en una técnica depuradísima, de regulado vibrato y meticuloso control de la afinación. Estas mélodies están revestidas de todo su encanto, delicadeza y sencillez por medio de una forma de cantar soñadora, dulce, aniñada, y se ven favorecidas por la siempre exquisita dicción francesa de nuestra soprano, reflejos (nunca mejor dicho, evocando el título del disco) de toda la veteranía de la cantante dando vida a personajes como Micaela o Manon, de los que ha hecho inolvidables creaciones en los escenarios. Lecciones todas ellas de fraseo y estilismo: junto al refinamiento de Chanson d’Avril, Vieille chanson o Ma vie a son secret, los aires coquetos y animados a ritmo de tres por cuatro, trasunto de cabaret, que definen a Coccinelle, el manejo de las inflexiones vocales en las candencias orientales de Adieux de l’hôtesse arabe, María Bayo destina un asombroso despliegue de medios en el par final de canciones del autor francés, ambas a ritmo de marcha, Ouvre ton couer y Guitare, que nos evocan tanto los ritmos de bolero que también salpican a su inmortal ópera Carmen.
Y es que esa capacidad para cimbrear y balancear la voz es una de las especialidades de la cantante de Fitero, volviendo a demostrarlo en lo que constituyen las primicias del disco, las canciones del pintor y compositor belga Max Moreau, un artista especialmente recordado por sus autorretratos. Esa combinación de cantar melódico y recitado de la primera de ellas, Sérénade, casi como una susurrante declaración a media voz, se complementa con el aire desenfadado de estribillo circense Les hirondelles y con Tristesse, cuyo texto se enmarca como un guante en la melodía del apasionado Estudio núm. 3 opus 10 de Chopin. El Moreau más simbolista se nos revela en Chanson Orientale y Le Palais Andalou, que de nuevo presentan la capacidad evocadora del folclore andaluz. Su colección se cierra con el aire de abandono de Notre bateau glisse. El excelente acompañamiento de Rubén Fernández Aguirre es aquí especialmente imaginativo y colorista, sirviendo un pianismo cristalino, atento a lo largo de todo este recital ofrecido parcial o totalmente en una actuación en directo, tal y como evidencian los aplausos finales.
Aquí también hay cabida para los reflejos de ultramar en las canciones del cubano Ernesto Lecuona. Unos sones caribeños que el compositor despliega en hermosas melodías de las que están bien servidas sus inmortales zarzuelas como María la O, El cafetal o Rosa la China. Así, tras el arrebatador ímpetu de la Balada de amor, el cadencioso ritmo de la habanera nos atrapa en Canción del amor triste con los versos de Juana de Ibarbourou, el Señor jardinero y La señora Luna nos hacen esbozar una inevitable sonrisa y las hechuras castizas de Si yo fuera hombre retratan el gracejo españolista más auténtico.
El colofón lo pone la elegancia nostálgica del argentino Carlos Guastavino a través de cuatro pequeños monumentos a la evocación poética: el mundo habanero de La siesta, unas Violetas de constante aleteo, el candor infantil de Piececitos y ese emblema que es ya un icono de la cultura hispana, Se equivocó la paloma. No lo hizo María Bayo, acertando de pleno en su más logrado homenaje al Arte con mayúsculas. Porque por medio de su excepcional personalidad artística, es capaz de llegar a lo más hondo de la emoción.
Por Germán García Tomás
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