Reseña | Jorge Grundman. Flute Works

Hay algo sobrenatural en los infusos trazos musicales del compositor madrileño Jorge Grundman. Algo mítico, y, en ocasiones, cuasi divino —en el sentido más creativo del concepto—, pues, en ellos, desde La primera a la última línea del pentagrama se encuentran entrelazadas las razones por las que los artistas crean. Hay una sola verdad —’la música nunca miente’— y una sola forma de mirar las cosas a través de la sencillez con la que el músico teje sus sentidas melodías. El violín, el piano, el violonchelo y ahora la flauta (voz de los afectos pretéritos) son los garantes de tan hermosa y cromática creación. Es la particular cosmogonía musical que este humilde hacedor de pequeños milagros obra desde la atalaya tonal que por mor del desasosiego hasta el Bóreas y el Céfiro envidian. El mejor compositor de su generación vuelve a demostrar una vez más su utópica capacidad para hurgar allí donde las melodías danzan, fantasía de esa eterna coreografía consonante que atrapa la nostalgia y la melancolía que hay oculta entre los embrujados dedos de los intérpretes.

A través del concierto (opus 31), la sonata (opus 18 y 77) y el trío (opus 43) la música de Grundman se sirve (apodera) de la sensibilidad que brota a borbotones de las manos de Gili Schwarzman (flauta), Eduardo Frías (piano) y Torleif Thedéen (chelo), solistas que llenan de vida las historias que nunca acabaran de contarse. Este es su particular Ihatovo… Relatos que unen Madrid y New York, ciudades a las que el músico está muy unido. Sus calles y galerías, plazas y estanques, retiros del creador, sirven de lienzo a las melodías forjadas en la fragua del talento, recóndito lugar en el que se moldean los sueños. Las obras de Grundman son fotogramas sonoros nacidos de su fecunda imaginación, paisajes crepusculares que rememoran estampas de otro tiempo. Grabados que nos transportan a otros lugares donde una y otra vez visitamos su música. Como alguien dijo en una ocasión: la eternidad y un día, espacio en el que habitan los sueños de este Quijote sin yelmo ni armadura.

 

Por Antonio Pardo Larrosa