‘The Philadelphia sound c’est moi!‘. Quizá nunca llegara a enunciarlo de manera tan enfática, pero cuando se le preguntaba sobre la excepcionalidad del sonido alcanzado por la orquesta bajo su titularidad, la respuesta de Eugene Ormandy (nacido Jenő Ormándy-Blau; Budapest, 1899-Filadelfia, 1985), medio en serio medio en broma, dejaba traslucir la egolatría propia del Rey Sol.
Ocurría esto en el apogeo de su éxito, allá por los años 40 del pasado siglo, casi al comienzo de un largo reinado que se prolongaría hasta 1980, consumando así de manera ininterrumpida 42 temporadas como director principal de la Philadelphia Orchestra. Un tiempo en que Ormandy supo ganarse y fidelizar hasta convertirlo en cómplice, valedor y coraza ante polémicas y críticas adversas, al público más conservador de Filadelfia. Violinista de formación —y violinista excelente en verdad—, conocía por experiencia el efecto del sonido hermoso, de la frase brillante y bien entonada, del pasaje desgranado con transparencia; conocía, en resumen, el efecto hipnótico del virtuosismo. Y virtuosismo fue lo que ofreció al público, haciendo de cada músico de su orquesta un maestro en el arte de tocar; y de él mismo, un virtuoso centrado en el efecto, en la ‘sensorialización óptima de la imagen sonora’ (Hans-Klaus Jungheinrich). Poco importaba que el resultado adoleciera de superfluo, incluso que el sentido aceptado de interpretación musical quedara en entredicho. Virgil Thomson, cuyo entusiasmo fue siempre moderado respecto a Ormandy, enfatizaba con lirismo los logros de la orquesta, cuyo sonido le parecía ‘suave y penetrante como el aroma de las frutas de otoño’; luego añadía: ‘Ninguna otra agrupación instrumental posee la calidad de belleza impersonal […] de esta; y ningún otro de los directores que aparecen con regularidad ante nosotros posee la manera de Eugene Ormandy de ofrecer un trabajo en verdad excelente sin insistencia personal’. ‘Belleza impersonal’, ‘sin insistencia personal’… Ormandy queda aquí elegantemente orillado. Otros críticos, menos sutiles, lo definieron como ‘incapaz de distinguir entre una pieza musical y otra’; denunciaron su ‘orgía de sonido’ sin sentido, o se divirtieron, a propósito de sus interpretaciones, afirmando que ‘poseían la misma consistencia intelectual de la avena’. Stravinski solo reconocía en Ormandy a un director ideal para Johann Strauss.
Algo de Strauss hay (5 CDs) para tomarlo como referencia y corroborar —o no— el malicioso juicio de Stravinski en el megacofre que lanza Sony Classical: Eugene Ormandy, The Columbia Legacy, 120 compactos que reúnen la totalidad de registros monoaurales del maestro con la Philadelphia Orchestra entre los años 1944 y 1958. 152 de dichos registros aparecen por primera en CD (cabe preguntarse el porqué de tan dilatada espera, ¿desinterés?); 139 de estos a partir de los másteres originales; todos, como es habitual en las compilaciones de los fondos de Columbia Records, con sus carátulas originales; la mayoría debidas al diseño revolucionario (sugestivo, hermoso, desconcertante; innegablemente valioso) de Alex Steinweiss.
Sorprenderá encontrar una única sinfonía de Mozart, la núm. 40, y un único ciclo sinfónico completo, el de Brahms. De Beethoven están sólo las Sinfonías núm. 5, 7 y 9 (esta última decepcionante). Hay una cálida ‘Pastoral’, pero dirigida por Walter (Szell, Koussevitzky y Beecham figuran entre los directores presentes en esta compilación, así como las orquestas de Cleveland y la Metropolitan Opera de Nueva York, y el Coro de Westminster). El ciclo completo de los conciertos para piano del genio de Bonn está a cargo de Serkin, de toque siempre esplendoroso; se repiten los Conciertos núm. 3 y 4 con Arrau y Casadesus, y el Kaiserkonzert con Istomin: ejecuciones notables, sin duda; de hecho, los demás solistas (entre ellos Stern, Oistrach, Szigeti, Sandor, Piatigorsky, Franscescatti) rubrican contribuciones asimismo notables.
Entre lo prescindible, las transcripciones y arreglos orquestales del propio Ormandy de obras de Bach (aquí Stokowski continúa siendo preferible), Haendel y un Corelli ciertamente irreconocible. Entre lo interesante, acaso por poco conocidas, las obras de compositores norteamericanos contemporáneos como Thompson, Schuman, Harris y Persichetti. Entre lo excepcional, las grabaciones de Strauss, Richard, en especial Ein Heldenleben; de Sibelius, las Sinfonías núm. 4 y 5, la Suite Lemminkäinen y En Saga; de Chaikovski, las Sinfonías núm. 4 (de la que hay dos versiones), 5 y 6. Pero esto, lo excepcional, ya lo conocíamos de Ormandy gracias a sus registros en estéreo de los años 60 y 70. Sirva, pues, el legado de Columbia como antecedente.
Por Alejandro Santini Dupeyrón
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