Las seis Suites a Violoncello solo senza Basso de Johann Sebastian Bach han llegado hasta nosotros solo a través de copias. Entre las más importantes, la debida a Anna Magdalena Bach y datable en Köthen, entre 1720 y 1721. La esposa de Bach habría copiado las suites junto con las Sonatas y Partitas para violín solo para Georg Heinrich Ludwig Schwanenberger, violinista en la orquesta de la corte de Braunschweig-Wolfenbüttel. Otra sería la copia hecha por el organista Johann Peter Kellner, copista en Leipzig de numerosas piezas para clave, órgano y también de cámara del Kantor de Santo Tomás. Las seis Suitespara violonchelo solo no son, como podría suponerse, un conjunto homogéneo. Para empezar, Bach repite tónicas. Sucede así con las Suite núm. 2 en Re menor y Suite núm. 6 en Re mayor; Suite núm. 3 en Do mayor y Suite núm. 5 en Do menor. Tampoco se trataría de obras pensadas para un único tipo de violonchelo. La Suite en Do menor precisa de una alteración en la afinación de las cuerdas (scordatura): la cuerda más alta, La, debe bajar tono hasta afinarse en Sol. La Suite en Re mayor, por su parte, está prescrita para un violonchelo de cinco cuerdas (à cing acordes): las cuatro cuerdas habituales más una quinta afinada Mi; hecho que induce a pensar que podría tratarse del violonchelo piccolo, de tesitura más aguda. De todos modos, la suite puede interpretarse igualmente con un violonchelo de cuatro cuerdas, solo que, al abarcar un registro más extenso, exige mayor agilidad del intérprete. Para el musicólogo alemán Klaus Hoffman es claro que las tres primeras suites formaban parte de un conjunto unitario al que Bach habría añadido otras tres obras preexistentes y no concebidas como conjunto (‘Überlegungen zum Aufbau Bachscher Suiten und Sonatensammlungen’, 1991).
Grabar las Suites para violonchelo solo de Bach ha sido uno de los proyectos largamente madurados por Asier Polo. Consciente de ser este un paso ineludible para todo chelista, Polo ha aguardado el momento en ‘que podía aportar algo o tener voz propia dentro de este repertorio tan sumamente importante y conocido’. Y lo ha hecho aprovechando la excelente acústica que brindan las piedras milenarias de la Colegiata de Zenarruza, uno de los tesoros culturales de Bizkaia a los pies del manto conífero que reviste la austera soledad del Monte Oiz. Soledad también pero consagrada, de recogimiento, se respira bajo los arcos de la nave eclesial, cara a los bancos de la congregación (público inexistente) ante los cuales se acomodara Polo con su inseparable Rugieri (fatto a Cremona nel 1689), equilibro de calidez y dulzura, llamado a quebrar el silencio con ese ‘algo hipnótico’ que, al decir del bilbaíno, encierran las suites de Bach, representadas, mejor que por ningún otro movimiento, por el Prèlude de la Suite núm. 1 en Sol mayor, cuya nota inicial Polo acomete con la levedad de una caricia. El tempo adoptado es relajado; pulcras la articulación y el fraseo; la dinámica sin más rubato que el mínimo preciso para dotar de coherencia estructural a la pieza: resultan mágicos el ritenuto que conduce a la cúspide coronada por la fermata y los compases acelerando que desembocan en la liberación extática del asentamiento tónico final. Otros preludios, como el enérgico ‘serioso’ de la Suite en re mayor o el de la Suite en Mi bemol mayor (predilecta de Casals en los momentos difíciles: iniciada la contienda, las fábricas de munición de Barcelona interrumpieron la producción para que los obreros pudieran escucharla), con su brillante y rápida sección central de semicorcheas ligadas, son desgranados por Polo con nítido virtuosismo; también las animadas, límpidas courante y gigue enMi bemol mayor merecen destacarse en este sentido. Para la introspección más íntima, soñadora, el intérprete elige siempre las allemande, dotándolas de una tímida y grácil melancolía. Pero no todo es luz. Especialmente oscura y dolorosa es la Suite en Do menor, con su sencilla y desoladora Sarabande, ‘que al empezar a escucharla nos guía hacia nuestro interior y nos hace conscientes de nuestra soledad frente al universo y lo desconocido’. Se refería Polo a las suites en general; pero sus palabras parecen inspiradas por esta pieza en concreto.
Un ciclo, en definitiva, que merece colocarse entre los mejores, acaso más próximo en su concepción y ejecución a la sobria pulcritud de Anner Bylsma (pensemos, por qué no, en una síntesis ideal de sus dos legados: Seon, 1979 y Sony, 1992) que a la vehemencia, en tantos momentos áspera, del último registro del gran Rostropovich (EMI, 1991).
Por Alejandro Santini Dupeyrón
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