Impresionaba con sólo aparecer sobre el escenario: por la forma de saludar, por los gestos que acompañaban a su ejecución; pero, sobre todo, por esa manera prodigiosa de tocar que le caracterizó siempre. Era Rafael Orozco, de cuya muerte se cumplirá el sexto aniversario el próximo mes de abril. Fue en Roma, a los cincuenta años de edad: en plena madurez personal y artística, y con más vitalidad que nunca. En fin, cosas que a muchos quizás no digan nada, pero no así a los amantes de la música, que saben bien de la categoría atesorada por el malogrado artista cordobés, primerísimo un día en el pianismo mundial y destacado representante de una irrepetible generación pianística en la que figuran los nombres de Daniel Barenboim, Maurizio Pollini, Maria João Pires, Murray Perahia o Martha Argerich, entre otros.
Por Juan Miguel Moreno Calderón
Semblanza de un triunfador
Nacido en Córdoba el 24 de enero de 1946, toda su vida fue un ejemplo de amor a la música y apasionada entrega al piano, instrumento al que dignificó con la nobleza de un arte siempre veraz y auténtico. Como lo fue su pianismo, modelo para generaciones de intérpretes; y como lo son en particular sus versiones, ya míticas, de la Iberia albeniciana y de los conciertos para piano y orquesta de Rachmaninov. Realmente, en él se dieron todos los ingredientes para triunfar: una vocación musical venida de familia, buenos maestros desde las primeras notas aprendidas y, sobre todo, un talento excepcional, recordado con admiración por condiscípulos y maestros. Aunque, nada de esto hubiese sido suficiente sin algo que caracterizó siempre al malogrado pianista: una voluntad de hierro. En efecto, desde niño supo Rafael que el dominio del piano exigía grandes sacrificios, sólo superables si se ansiaba de verdad el llegar a ser un virtuoso de este instrumento. Y Rafael lo pretendió desde el principio: sabía lo que quería y por eso se entregó al piano con la pasión y dedicación del amante enamorado.
Su primera prueba la tuvo a los quince años, cuando, siendo consciente de que ya había aprendido en Córdoba lo que ésta podía darle, decidió acudir a la prestigiada clase de virtuosismo de José Cubiles en el Real Conservatorio de Madrid, cita obligada para todo aquel que aspirase a algo importante en el pianismo español de entonces. No se equivocó: en 1964 ganó con brillantez el Premio de Virtuosismo, galardón que se sumaba a los premios obtenidos ya en varios concursos internacionales en España -Bilbao y Jaén- e Italia -Viotti de Vercelli-. En unos años, aquéllos primeros de los sesenta, en los que disfrutará también de la decisiva influencia de Guido Agosti, con quien trabajó en la Academia Chigliana de Siena, y, especialmente, de Alexis Weissenberg, por entonces residente en Madrid y en la cúspide de su carrera. Precisamente, durante los dos años de estudio con el carismático pianista búlgaro se gestó el que habría de ser el acontecimiento decisivo en la carrera de Rafael Orozco: su exitosa participación en el Concurso Internacional de Piano de Leeds en 1966.
Y es que en la historia del pianismo de este siglo y, sobre todo, de su segunda mitad, la consecución de un premio de interpretación ha sido casi una condición necesaria para acceder a los grandes circuitos internacionales. De entre los numerosísimos certámenes internacionales, el referido de Leeds figuraba desde su nacimiento a principios de los años sesenta entre los de más alta graduación, por lo que el resonante triunfo de Rafael Orozco en este codiciado concurso -luego ganado en sucesivas ediciones por Radu Lupu, Murray Perahia y Dimitri Alexev, entre otros- será el verdadero trampolín a una deslumbrante carrera internacional. Basta recordar los nombres de quienes le concedieron el preciado galardón: un jurado de la mayor categoría, en el que figuraban la mítica Nadia Boulanger; las legendarias Annie Fisher y Gina Bachauer, y otros pianistas de primera fila, como Lev Oborin, Rudolf Firkusny, Béla Siki, Nikita Magaloff o Charles Rosen, concertistas todos a quienes presidía sir William Glock, director musical de la BBC, y, como vicepresidente, Hans Keller, compositor y crítico.
Y dejo, deliberadamente, para el final a la italiana Maria Curcio, discípula de Schnabel y pedagoga de reconocido prestigio, la cual se convierte tras el concurso en inapreciable consejera musical de Orozco, residente en Londres desde ese momento. Un momento en el que la capital británica es el núcleo musical más importante de Europa y el centro mundial de la industria discográfica; en donde se establecen muchos de los nuevos valores de la música internacional -entre otros, Argerich, Du Pré, Barenboim, Freire, Fou Tsong o Bishop-Kovacevich-, y en donde Rafael Orozco tendrá la oportunidad de conocer a los grandes nombres del pianismo del momento -Gilels y Richter, especialmente-, de quienes recibirá valiosos consejos.
Ciertamente, su éxito en Leeds fue el justo reconocimiento a un talento musical excepcional y un premio a la constancia. Atrás quedó la dureza de una competición con tres pruebas eliminatorias y la final; una durísima final, según las crónicas del evento -que fue retransmitido por la televisión británica-, pues la igualdad de los cinco finalistas era extraordinaria: se trataba de cinco excelentes pianistas, entre los que había que escoger a uno. Y ése fue Rafael Orozco, luego de una reñidísima discusión y posterior votación en la que debía dilucidarse si se le concedía el premio sólo a él, o se repartía entre él y la rusa Viktoria Postnikova, quien al final hubo de conformarse con un segundo ex-aquo con el también soviético Semyon Kruchin. La crítica de Ernest Bradbury en el Yorkshire Post es elocuente acerca de la brillante actuación de Rafael Orozco en la final con el Primer Concierto de Brahms: «Orozco es un menudo y modesto joven español, con una gran garra técnica y una fina sensibilidad musical. Fue muy interesante observar cómo, desde su primera entrada, tomó control de una obra que se acostumbra a considerar como difícil, incluso para los gigantes del mundo pianístico, y mediante la aplicación de una fría calma y una lectura racional de la música, a la que elevó a la categoría de una experiencia extraordinaria».
Los años setenta: la década prodigiosa
Como es sabido, este primer premio obtenido en Leeds le catapultó a la primera fila del concertismo mundial. Presente en los principales festivales de Inglaterra, en los populares Proms y en las temporadas de las mejores orquestas británicas -las mejores agrupaciones londinenses y otras de igual prestigio, como la Hallé Orchestra de Manchester, la Nacional de Escocia y las de Liverpool, Birmingham, Bournemouth…-, Rafael Orozco inició una carrera llena de éxitos en las principales salas de concierto de Europa y América: Queen Elizabeth Hall, Royal Albert Hall, Barbican Centre y Royal Festival Hall de Londres, Musikverein de Viena, Concertgebouw de Amsterdam, Salle Gaveau, Salle Pleyel y Teatre du Chatelet de París, Scala de Milán, Carnegie Hall de Nueva York…
Igualmente, fue invitado por las principales orquestas europeas y americanas: Filarmónica de Berlín, Sinfónica de Viena, Filarmónica Checa, Orquesta de París, Filarmónica de Los Angeles, Orquesta de Cleveland, Sinfónica de Chicago, Nacional de Washington, Filarmónica de Filadelfia, Sinfónica de Montreal… Y ello, bajo las principales batutas del momento: Maazel, Previn, Abbado, Barenboim, Dutoit, Mutti, López Cobos, Chailly… Y de manera muy singular, Carlo Maria Giulini, quien tras dirigirle en el Festival de Edimburgo de 1969 un Primero de Brahms memorable con la New Philharmonia, le invitó a una espectacular gira americana con la Orquesta Sinfónica de Chicago, de la que el italiano era por entonces su principal director invitado. Ciertamente, este fue un acontecimiento trascendental para la proyección de Orozco: por un lado, en Estados Unidos, ya que, a partir de ese momento, fue invitado por numerosas orquestas estadounidenses. Y por otro, en Europa, donde hizo varios conciertos bajo la dirección del eminente director italiano -con la Orquesta de París y la Orquesta Sinfónica de Viena, sobre todo- en París, Londres, Viena, Madrid y Berlín. En verdad, el apoyo de Giulini al pianista cordobés fue decisivo para la carrera de éste.
Festivales y grabaciones
También los más reputados festivales internacionales nos hablan de la presencia de Rafael Orozco como timbre de gloria de la música española: Praga, Berlín, Santander, Granada, Bratislava, Cheltenham, Bath, Edimburgo, Aldeburgh, Leeds Triennal, Osaka (Japón), Adelaida (Australia), Ravinia (Chicago), el Robin Hood Dell de Filadelfia o el Mississippi River Festival, donde le dirigió nada menos que Aaron Copland. En verdad, Rafael Orozco alcanzó una extraordinaria proyección internacional en el panorama pianístico de los años setenta, decenio en el que, por lo demás, se sucedieron varias giras por Estados Unidos, Latinoamérica, Japón, Escandinavia, Australia y Nueva Zelanda.
En suma, una envidiable carrera que se vería acompañada de una interesante discografía bajo los sellos EMI y Philips. Así, con la primera grabó cuatro registros: un recital mixto compuesto por obras de Schumann, Chopin, Albéniz y Prokofiev; un bellísimo monográfico Brahms, que incluía las Piezas Op. 119 y la Sonata Op. 5 -cuya magistral interpretación en Leeds resultó decisiva- y, finalmente, dos dedicados a Chopin: uno con los Preludios, y el otro con los Estudios, éste un gran evento en el mundo musical. Así se refería a ello Alexis Weissenberg: «Orozco interpreta estos Estudios con el nervio de un gran pianista. Para él constituyen un recreo, una prueba de alegría. No tiene necesidad de probarse a nadie, y mucho menos a sí mismo. Los ejecuta porque puede hacerlo, porque sabe cómo dominarlos, y, por encima de todo, porque los ama. Y esto se percibe».
Luego, su paso a la firma holandesa, en 1971, nos brindará la Sonata en si menor de Liszt y la chopiniana Sonata Op. 35, conciertos de Chopin y Tchaikowsky, grandes obras de Schumann -Kreisleriana Op. 16 y Fantasía Op. 17-, los scherzi chopinianos; registros, todos éstos, ensombrecidos por la antológica versión que realizó de la integral de la obra para piano y orquesta de Rachmaninov -junto a la Royal Philharmonic londinense y Edo de Waart- con motivo del centenario del nacimiento del compositor ruso. Y hasta grabó una película biográfica de Tchaikowsky, La pasión de vivir, de Ken Rusell. En definitiva, una importante presencia que fue posible gracias, entre otras cosas, a su depuradísima técnica, comparada en su día a la de Horowitz, o a la de su maestro Weissenberg; impresionante técnica que habría de enriquecer sobremanera las posibilidades expresivas de su discurso musical, y que posibilitaba, además, la notoria amplitud y versatilidad de su arte pianístico.
Por cierto que, hablando de técnica, el asunto de su virtuosismo se antoja inevitable, dado que a menudo se le acusó de que le concedía excesiva importancia. ¡Como si no la tuviera! Y es que, si bien es verdad que en los albores de su carrera internacional, lo deslumbrante de esa técnica -que le permitía abordar con la mayor facilidad obras como la Hammerklavier beethoveniana, los Tres movimientos de Petrushka de Stravinsky, el diabólico Segundo Concierto de Prokofiev o la pintoresca Rapsodia española de Liszt- provocó que algunos quisieran ver en él sólo a un virtuoso -y no siempre, en el mejor sentido-, el Orozco posterior, más introspectivo y reflexivo, nos brindó, en un momento de plena madurez, versiones definitivas de lo mejor de la literatura pianística, como la Sonata D. 960 de Schubert, la Sonata en si menor de Liszt, la Fantasía en do mayor de Schumann o la Sonata Op. 58 de Chopin. En todo caso, es claro que lo difícil resultó siempre en él, sencillo y natural.
Declive y resurrección
Lamentablemente, tan rutilante carrera se tornará en un cierto declive en la década de los ochenta. Así, tras sus últimos discos de vinilo -grabados en 1981 y 1982, respectivamente-, uno para EMI, con los conciertos números 26 y 27 de Mozart, con Charles Dutoit y la English Chamber Orchestra; y el segundo, para Ricordi, con tres sonatas de Beethoven: el Op. 90, la Appassionata y la Claro de luna, asistiremos a un largo período de silencio discográfico. Alejamiento que él sabía peligroso para su carrera, pero que decidió mantener para garantizarse a sí mismo su integridad como intérprete: deseaba seguir teniendo la libertad y tranquilidad para concentrarse en sus recitales, y elegir y abordar sus registros según sus criterios y no en función de las imposiciones de la casa de discos de turno.
Por fortuna, su regreso discográfico con Auvidis nos devolvió al Orozco de siempre: primero fue un espléndido monográfico Liszt, en el que, junto a la Dante Sonata y los Sonetos del Petrarca, Orozco volvía con la monumental Sonata en si menor. Y luego, el que puede considerarse su mayor legado como intérprete: la Iberia albeniciana, la cual fue recibida clamorosamente por el público y la crítica mundiales -recibió el Gran Prix du Disque en Francia, en 1993-. A estos seguirían otros dedicados a Schubert, a Falla y uno titulado Encores favourites, en el que encontramos soberbias ejecuciones de páginas virtuosísticas como la Toccata de Schumann o Feux follets de Liszt, entre otras muchas piezas de concierto. Curiosamente, con la exitosa vuelta de Orozco al mercado discográfico, sus antiguas casas se apresuraron a lanzar en discos compactos las antiguas grabaciones del pianista.
Pero cuando volvía a estar de moda, cuando todo el mundo parecía haber descubierto al artista sublime, cuando le llovían las mejores ofertas y contratos como en sus mejores tiempos, una cruel enfermedad vendrá a anunciarle la proximidad del fin. Sus últimos conciertos, gravemente enfermo ya, fueron en Japón, con García Navarro y la Joven Orquesta Nacional de España tocando las Noches, y dos conciertos con la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, en Valladolid, con la Rapsodia sobre un tema de Paganini de Rachmaninov. Y la que fue su última aparición en Córdoba, pocos meses antes de su muerte: el concierto inaugural de la cuarta temporada de la Orquesta de Córdoba, el 26 de octubre de 1995. Una Córdoba que lo había hecho Hijo Predilecto en 1986 y donde sus actuaciones tenían siempre carácter de gran acontecimiento. Y una Córdoba que lloró amargamente su muerte -Leo Brouwer compuso Lamento por Rafael Orozco- y que hoy perpetúa su memoria dándole a su Conservatorio Superior de Música el nombre de quien fuera su músico más universal: Rafael Orozco.
Con todo, hoy, desde la perspectiva que nos ofrece el tiempo transcurrido, el recuerdo vivo de Rafael Orozco lo tenemos, precisamente, en ese pianismo de altos vuelos venturosamente recogido en tantos discos. A través de ellos, sentimos esa fuerza titánica y la bravura de aquellas ejecuciones que nos hacían recordar a los grandes pianistas románticos del pasado. Pero también, el preciosismo y la transparencia de unas interpretaciones que tantas veces nos transportaron al mundo de los Lipatti, Schnabel, Haskil…, artistas a los que tanto admiró Rafael. De ahí que su refinada sensibilidad y un virtuosismo ennoblecido, artífices de unas interpretaciones con valor de auténtica revelación, hayan hecho de su pianismo un arte para siempre, como en alguna ocasión escribiera certeramente Enrique Franco.