Por Antonio Pardo Larrosa
Un angelo dai mille demoni
Fueron solo unos cuantos, los elegidos, —al pensarlo me asalta con rubicunda ferocidad ese obsceno pecado llamado envidia—, los que padecieron en alguna que otra ocasión el airado carácter de Ennio Morricone. Cuentan que, y esto es información privilegiada, no solo los directores y algún que otro productor de mirada desviada y lengua tediosa con los que se cruzó a lo largo de su larga y productiva existencia, fueron los únicos receptores de su complicada y heterodoxa personalidad, sino que también, y con más atino que desatino, los periodistas, a los que este diavoletto de mirada acristalada detestaba, acabaron por claudicar ante su manifiesta falta de empatía. Y Aristóteles se equivocó… Eufemismos aparte, lo cierto es que el músico italiano tenía esa fama de huraño, como las afiladas cumbres de los inexpugnables dolomitas, paisanos rocosos y furibundos de este genio de otro tiempo. ‘Den al César lo que es del César’ (Mt 22, 21), sin duda, pero también, y esto es de cosecha propia: Den al Romano lo que es del Romano; porque si al sostener un denario sobre la palma de la mano solo vemos lo que hay impreso en una de sus caras, sin duda, y con toda probabilidad, nos perderemos lo que hay en la otra. Huelga decir que, en esa cara, la que de verdad importa al melómano, está impresa con letras áureas una de las carreras más originales, prolíficas y sorprendentes de la historia de la música de los últimos siglos. Por tanto, el anverso y el reverso de su honda personalidad se pueden definir como: un angelo dai mille demoni, remedo del que para mí es, ¡y que me perdonen el resto!, el otro gran gruñón de la historia de la música: Ludwig van Beethoven. Ahí es nada.
La extensa y disidente obra de Morricone se mueve, hacia el este, como el Egeo a través de las crepusculares costas de las Cícladas, entre las transalpinas ideas que dieron forma al spaghetti western de su compatriota Sergio Leone (Once Upon a Time in the West,Per qualche dollaro in più, Il buono, il brutto, il cattivo, etc.), género cinematográfico que, por derecho y hecho, lleva impreso el estigma del díscolo compositor; y la original e italiana filmografía de uno de los grandes cineastas que ha parido la tierra del dios Apolo, Giuseppe Tornatore, al que el maestro llamaba cariñosamente Peppucio. Con el director de Cinema Paradiso, inmensa oda al amor por el séptimo arte, Morricone escribió alguna de sus mejores obras. Las inmortales… Morricone y Tornatore esculpieron sobre la pétrea imagen del celuloide —en la idea estética del Areopagita— el frontispicio que daba forma a un lenguaje que renovó los esquemas del cine italiano de las últimas décadas.
Su música transformó el vetusto ideario italiano de los Rota y compañía —Più italiano degli spaghetti alla bolognese…— en un nuevo lenguaje que sedujo a la mayor parte de los realizadores italianos de la época. Con el de Bagheria, su Quijote siciliano, Morricone alcanzó la gloria —la inmortalidad llegaría después— regalando al mundo uno de los finales cinematográficos más emocionantes de toda la historia del cine. La conmovedora historia de Alfredo y Toto consiguió que millones de personas alrededor del mundo corroboraran que lo que había escrito tan solo un par de años antes para la película dirigida por el británico Roland Joffé, The Mission (1986), estaba al alcance de muy pocos compositores. El tiempo fue en su contra, y la contra se hizo entre, y en el medio de todas las contras y los entres floreció, como solo saben hacerlo los rododendros, la belleza… Cosas de genios. Es probable que esta sea la partitura que lo encumbró internacionalmente, no me cabe la menor duda, pero para el que esto escribe, y por razones que van más allá de lo musical, Morricone ya pertenecía al olimpo de los grandes músicos cinematográficos de la historia.
La lista de directores y productores —estudios— con los que a lo largo de sus más de siete décadas de actividad colaboró este diavoletto con pelle di agnello es tan extensa que cuesta, sin perecer en el intento, y a vuela pluma, confeccionarla sin dejar en el tintero un buen puñado de obras que rozan la excelencia. El ecléctico Dario Argento, papá pitufo del género giallo (L’uccello dalle piume di cristallo, Il gatto a nove code, Quattro mosche di velluto grigio, etc.), y el incomprendido Brian de Palma, con quien forjó una interesante y creativa amistad fruto de la cual nació la que para muchos es la mejor obra que escribió, The Untouchables (1987), fueron, entre otros, algunos de los directores con los que el maestro dio rienda suelta a su inagotable imaginación. De todos, Morricone fue el músico europeo más internacional de cuantos trabajaron en la industria cinematográfica norteamericana. Transitó, como solo él sabía hacerlo, por una quebrada senda que hasta ese momento parecía infranqueable para los de esta parte del Atlántico propiciando que otros muchos dieran el gran salto, eso sí, con resultados muy dispares —su compatriota Nicola Piovani ganó un Oscar—.
La música de Morricone tiene esencia femenina. Posee esa delicada sensibilidad que impregna el grafito con una aroma distinto, único, dejando que las ideas fluyan libres a través del tiempo. En su obra cobran sentido —vida— las palabras de Peter Camenzind, protagonista de la obra del mismo nombre escrita por el existencialista Hermann Hesse a principios del siglo XX: ‘diariamente escuchaba desde mi buhardilla las notas de su piano, y por ellas intuí algo del encanto de la música, la más femenina y dulce de todas las artes’. Sus hermosos y estilizados ademanes son como los de las musas: ingenuos, discretos, sofisticados y, en ocasiones, solo cuando la ocasión lo requiere y los hados lo estiman oportuno, provocadores. Así es la inabarcable obra de este genio; de ese angelo dai mille demoni que ha inspirado durante décadas a varias generaciones de músicos que hoy, como no podía ser de otra manera, lloran al cineasta —músico en el más amplio de los sentidos— más grande que ha conocido este mundo.
Ad Aeternum
Más allá del tiempo… Estapodría ser la definición que más se ajusta a la realidad que define la música de Ennio Morricone, una obra de arte atemporal que se reescribe una y otra vez, nota a nota, verso a verso, mostrando que hay bastante más que buenas intenciones tras los desconsolados trazos de su prodigioso genio. Nunca pensé que un ser humano pudiera superar la belleza que hay implícita en obras como la Pietà de Miguel Ángel Buonarroti, maestro del pincel y el martillo, o La última cena del divino y trasnochado Da Vinci, o también el Werther de mi amado Goethe; pero tras escuchar las conmovedoras voces de su original y cromática caligrafía, solo me resta decir que Ennio Morricone tiene la voz más cálida y femenina que he conocido, una voz que, por más que cueste creerlo, ya no pertenece a este desdichado mundo. Y es que la vida me parece una fiesta de la que es tan fácil enamorarse, una fiesta a la que a veces no te invitan, pero que, bajo las díscolas luces de las farolas, se encuentran las melodías de un genio que ilumina, canta y sueña sobre el lienzo anónimo de una vida única e irrepetible.
La ringrazio maestro, angelo dai mille demoni…
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