Por Tomás Marco
No es posible determinar si la música nació como una expresión de lo sacro y nouménico o como una actividad puramente lúdica. A algunos no nos parece que ambas cosas sean incompatibles, pero el hecho es que a otros muchos sí se les representan como inconciliables, al menos desde que la música tiene consideración de actividad artística. Expresado en otras palabras, la discusión se plantearía sobre si la música es una actividad intelectual o puramente emocional, si es un fenómeno racional o irracional, si se dirige a la inteligencia o solamente a los sentidos.
No se piense que nos encontramos ante un hecho sobrevenido. La raíz de todo está ya en los comienzos de nuestra propia civilización, es decir, en la cultura griega. Sabemos que uno de los iniciadores de la técnica, pero también del arte musical, en Grecia fue el filósofo Pitágoras, a quien incluso se atribuye la introducción de la escala musical. Para él, todo era número, y las relaciones matemáticas no solo están presentes en la configuración del mundo y sus cosas sino en la composición de la música. Ello influyó decisivamente en cómo se realizaba la música griega y persistió de una manera u otra hasta tiempos modernos, pero no impidió que también los griegos se plantearan la música como algo directo capaz de producir no solo un placer intelectual sino también sensorial. De ello quizá se deriva la aparente paradoja de Platón que concebía la música como una disciplina esencial de la educación pero negaba el acceso de los músicos prácticos a su utópica república.
Quienes pretendían que la música se dirige a la inteligencia y es, por tanto, racional, no podían obviar que la música, como cualquier otro arte, lo hace a través de los sentidos. Por ello hay también quien la prefiere como un hecho sensorial antes que como una disciplina intelectual.
La problemática cubrirá toda la Antigüedad y distará de resolverse en la Edad Media, donde la música se estudiaba en el Quadrivium junto a la Astronomía, Aritmética y Geometría como si fuera una actividad matemática. Para acabarlo de arreglar, la música era en esa época un pilar importante de la religión y en esta no debía servir tanto para el deleite humano como simplemente para la alabanza divina. Esa distinción está en la base de la gran disputa entre la llamada Ars Antiqua y el Ars Nova, surgida a partir del siglo XIV. Incluso la famosa Decretal del Papa Juan XXII cargando contra las nuevas músicas de entonces lo que viene a decir es que a la iglesia no va uno a pasárselo bien, sino a adorar a Dios, y que la música demasiado agradable distrae del fin principal.
En pleno Renacimiento, uno de sus grandes creadores, Leonardo da Vinci, proclamó algo que se viene repitiendo hasta hoy: ‘El arte es una cosa mental’. No hablaba expresamente de música, pero es obvio que la englobaba entre todas las artes. Pero en la misma época, la música está desarrollando la teoría de los affetti, que insistía sobre la escucha y sus efectos sensoriales. El desarrollo de la música instrumental en el Barroco y el Clasicismo parece llevar el arte sonoro hacia un estado más dependiente de la razón que de la emoción, ya que se desarrollan las grandes formas abstractas, pero no se puede olvidar que, al mismo tiempo, se están desarrollando las grandes manifestaciones vocales de la ópera, el oratorio o la cantata, que insisten sobre el hecho de la expresión.
El Romanticismo pareció primar el aspecto emocional de las artes y por tanto de la música, pero tenía también sus limitaciones. En primer lugar, porque apostó en muchos casos por los sentimientos que, evidentemente, son emociones, pero no son las únicas ni muchísimo menos. Pero nadie puede negar la capacidad y refinamiento intelectual y abstracto de ciertas sinfonías de Beethoven o Brahms o de sus monumentales piezas de música de cámara. Tan dual acaba siendo esta corriente que uno tiene la impresión de que en ella triunfan tanto lo intelectual como lo emocional, pero en ambos casos dejando en un segundo plano lo puramente sensorial.
En cambio, en la etapa que prefiero llamar simbolista, aunque se suele conocer impropiamente (al menos en música) como Impresionismo, nos encontramos quizá con un buen equilibrio de términos. Autores como Debussy indagan en lo sensorial y nadie puede negar la capacidad emocional de esas músicas que, paradójicamente, también fueron tachadas de intelectuales. Con la aparición de la vanguardias históricas el problema se encona aún más, pues se confunden los métodos de composición con la capacidad expresiva sin percibir que cualquier método es, y ha sido simplemente, eso, un método. Por eso el Dodecafonismo pudo ser atacado con saña pretextando un exceso de intelectualidad sin decir que como tal método podía servir para músicas muy diferentes, pues la intencionalidad y expresividad creativas no pueden ser garantizadas de una u otra manera por ningún método.
Tras la segunda gran guerra, la escuela del Serialismo integral fue atacada como una especie de esperanto universal que impedía las señas de identidad de cada música nacional. Sin entrar a discernir si eso sería bueno o malo, rotundamente es falso. Hoy resulta evidente que, por encima de esas técnicas, un Boulez resulta tremendamente francés, un Stockhausen es tan alemán cono Wagner y los italianos no son ajenos a su propia historia.
De nuevo, algunas escuelas han puesto el centro en una consideración matemática como lo puso Pitágoras. Nada raro en un mundo muy tecnificado donde ha nacido incluso la música electroacústica. Para toda una etapa de la música de Xenakis, sus planteamientos fueron casi exclusivamente matemáticos y el método parecía justificar la obra más allá del resultado sonoro. Pero incluso alguien que como él usó desde las cadenas de Markov hasta el álgebra booleana al servicio de la música, en sus ultimas obras es capaz de primar el resultado sonoro sobre la especulación previa.
Muchos de los compositores avanzados del momento actual pretenden conciliar todas estas consideraciones a la hora de ponerse a crear música. Probablemente resultan incluso sonoramente más atractivos que vanguardias anteriores, aunque no es eso realmente lo que cuenta. Porque lo de verdad importante es que, a la hora de hacer música, todos esos parámetros puedan coincidir y darse cita. No habría sino que volver los ojos hacia muchos de los grandes maestros y darnos cuenta de que en su mayoría han sido capaces de integrarlo todo. Un músico como Johann Sebastian Bach fue muy capaz de darle a su música un carácter totalmente racional y abstracto y ahí están sus fugas, partitas y otras piezas. Nadie podrá negarles la primacía de la razón. Pero ello no es obstáculo para que, al mismo tiempo, nos encontremos con creaciones de una pura emoción sensorial. Y eso produce el placer musical de manera que nos encontramos en buena armonía a la razón y la emoción, la inteligencia y el placer.
Quizá se pueda decir que no todos los autores y obras contienen el mismo equilibrio de características tan aparentemente diferentes. Eso puede ser cierto y no tiene por qué ser negativo, ya que ofrece variedad, pero lo que sí se hace evidente es que no hace falta pensar que todos esos términos son excluyentes o contradictorios. El que la música pueda ofrecer muchas caras solo es una muestra más de su grandeza y de que nunca dejará de ser útil al ser humano, tal vez porque se trata de una creación de este. Pero de las más nobles.
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