¿Por qué nos conmueve la música?
Por Francis Wolff
Autor de Pourquoi la musique?, ed. Fayard, 2016
Traducción de Juan Córdoba
La música es el arte más abstracto y el que más efectos concretos surte. Con unos simples sonidos insignificantes nos hace movernos, bailar, marcar el paso. Nos conmueve. A veces hasta las lágrimas.
Pongamos, pues, por caso que vienen a visitarnos seres de otro planeta, en todo punto semejantes a nosotros… Con la salvedad de que no conocen la música. Imaginémoslos tratando de entender por qué, entre nosotros los humanos, existe eso: música. Sus etnólogos, libretilla en mano, recorrerían nuestra Tierra en busca de informantes capaces de arrojar algo de luz sobre tan peregrinos fenómenos. “¿Qué pretendéis con tanto extraño sonido como sale de vuestros ingenios y gargantas?, nos preguntarían. ¿Qué explicación tiene que los jóvenes de vuestro planeta escuchen embobados y sonrientes secuencias de sonidos que les hacen balancear la cabeza? ¿Por qué os reunís en grandes salas cerradas para escuchar en silencio eso que llamáis ‘conciertos’, o sea, una mezcolanza de sonidos de todo tipo que salen de instrumentos sofisticados, concebidos, a todas luces, con ese único fin? Eso sí, no cabe duda de que os agrada, ya que manifestáis ruidosamente vuestro entusiasmo al terminar. Pero, ¿qué provocará la ‘música’ en vosotros?”.
Les diríamos así, poco más o menos: “Si hay música por estos pagos, es por eso mismo, porque nos provoca algo”.
Primero están las emociones más banales, las de los sonidos que oímos, así, sin escucharlos: esos que dan sosiego a los pasajeros cuando se instalan en la cabina del avión, o los que inducen a comprar en los grandes almacenes.
También están las emociones que son fruto de la agregación de afinidades: los entusiasmos y vivencias compartidos (las aglomeraciones de los conciertos de rock), reconocer a su comunidad en determinadas piezas (un himno nacional, un canto de partisanos), la sensación de poderío que embarga al que canta hasta desgañitarse en una comunidad espiritual o al que silba con desenfado ante la muerte. La música funciona en estos casos como seña de identidad: “¡Esta música somos nosotros!”. Me identifico con ese “nosotros” que manifiesta, en la música, ser más fuerte que “yo”.
Luego están esas asociaciones de emociones que se cuelan por las impredecibles rendijas de la memoria involuntaria. “¿Te acuerdas, cariño? Es la canción de nuestro primer beso”. Dichas emociones, fugaces o insistentes, ligadas a fragmentos de vida, son a la fuerza privadas. La nostalgia se manifiesta en ellas como lo hace en cualquier otra experiencia vivida, con una diferencia, y es que la música, por su vinculación con la memoria, se presta especialmente a esos afectos difusos en los que el pasado se evoca en el presente.
Más propiamente musicales, están esas emociones que resultan de la conjugación de la música con las demás artes. Cuando casa perfectamente con el cine, la danza, la poesía o el teatro, las emociones estéticas se fusionan. Ahí la secreta alquimia de las buenas aleaciones. Hasta la paradoja: cuanto más redonda una ópera, más intensa la emoción que nos proporciona la música en sí, y menos desligable de la que nos da el libreto. Es como si música y teatro, fundidos a más no poder en un desvivirse mutuo (en Las bodas de Fígaro, por ejemplo), no quisieran llevarse el protagonismo en la emoción que nos brindan, como un tenor y una soprano que procurasen, por delicadeza, no lucirse más que el otro al interpretar un dúo.
Con todo, nuestros visitantes extraterrestres seguirían probablemente hechos un mar de dudas. Habría, por tanto, que llegar a lo esencial y decirles al final lo siguiente: “Sí, existen placeres propios de la música. Sí, experimentamos emociones musicales. Ello puede deducirse de lo que son para nosotros los sonidos. Cualquier sonido nos informa acerca de lo que ocurre: ‘Ha caído un objeto: ¡algo pasa! ¿Qué será? Se oyen pasos: ¡alguien se acerca! ¿Quién será? Un grito: ¿qué ocurre?’. Y así. No son informaciones que bastara con grabar, como lo hace un ordenador, en nuestra base de datos. Cuando pasa algo, nos provoca algo. El universo sonoro es de entrada un espacio emocional. La música nos sumerge en un mundo imaginario a la par que sonoro. Es un mundo de emociones, por sonoro; pero es un mundo de emociones depuradas, por imaginario”.
A veces nos parece que hay emociones en la música. ¿Quién se imagina que unas sucesiones de sonidos puedan “ser” tristes o alegres? Si se dice, empero, es que se oye: el Vals núm. 10 en Si menor Op. 69 núm. 2 de Chopin es triste, el Vals núm. 11 en Sol mayor Op. 70 núm. 1 es alegre.
No hay misterio, ni equivocación. Escuchen la Badinerie de Bach de la Suite en Si menor BWV 1067: brinca, alborozada y bohemia, de tercera a cuarta, delicada y sutil igual que el timbre de la flauta. Escuchen el Andante sostenuto de la Sonata en Si bemol mayor D. 960 de Schubert: se oyen en él tristeza y serenidad. Una música parece triste cuando tiene algunas de las características de la gente triste. Es lenta y no saltarina; es piano y no forte. La gente triste se mueve lentamente, y cuando habla, lo hace con parsimonia y en voz baja. Añádanle un tempo de marcha y un compás binario, marcando bien el primero, y obtendrán una marcha fúnebre como en el Tercer movimiento de la Sonata núm. 2 para piano de Chopin.
A veces parece que sentimos no ya las emociones que están en la música, sino las que expresa. Espressivo, reza en ocasiones en la partitura. Qué raro… Se dice que hay que “expresar”, pero no aquello que hay que expresar. Misterio ninguno, una vez más. Escuchen los primeros compases de la Sonata para piano en La menor K. 310 de Mozart. Se suceden frases agresivas, angustiadas, resignadas, etc. Lo que dice aquí la música es tan solo el hecho mismo de que alguien está hablando, una voz singular. Lo que se expresa es que algo hay ahí que solo se puede decir en primera persona. Lo que importa, más que tal o cual emoción singular, es ese tono de voz, ya susurro, ya grito, es esa atmósfera de confidencia, es el que brote una subjetividad.
El genio de determinados intérpretes consiste en conseguir que oigamos, más acá o más allá de la música que están tocando, una voz, la suya. Y esta nos parece sin lugar a dudas ser la del compositor, el cual nos sigue hablando a través del tiempo, como si consigo mismo lo hiciera. ¿Qué hace pues, sin pensárselo, el intérprete que toca “expresivamente”? Frasea la pieza precisamente como si de frases se tratara, frases de las que se dicen en el habla común y corriente. Y es que cuando alguien habla, puntúa con micro-silencios sus razones; su cadencia no es perfectamente regular, vacila de cuando en cuando, como si tropezara en una idea, o intenta decirla con otras palabras más precisas; cuando sube el tono, es señal de que se siente más seguro, habla más alto, y a la que se torna más grave la voz, lo propio es que hable más bajo. Otro se abandona. Se entrega y sincera, sin pudor —o casi—: todo depende de cuánto énfasis ponga el intérprete en el rubato. En tales momentos, la música dice sin rodeos frases melódicas, aislables del resto de la música, sin más telón de fondo que un paisaje armónico y rítmico. Dichas secuencias no son polifónicas, y menos contrapúnticas: muchas voces juntas obrarían en detrimento de la soledad de quien se está confesando.
En la Sonata en La menor de Mozart, o en la Balada núm. 1 en Sol menor de Chopin, la mano derecha se expresa, está sola, mientras la izquierda la asiste en este, por así decirlo, alumbramiento. Las frases de la mano derecha conforman una melodía, uno podría tararearla, es la voz de un alma. Hay músicas, sin embargo, que nos descolocan sin expresar nada. Ni rastro de emoción en ellas; la emoción está en nosotros. Emocionarse con una sonata para clave de Scarlatti, una fuga de Bach o con el Segundo movimiento (Sostenuto e pesante) de la Sonata para piano Sz. 80 de Bartók, no exige en absoluto que oigamos las emociones que ahí se expresasen… ¡porque no las hay! Y por ello, precisamente, pueden conmovernos.
Una amiga mía, profesora de piano, me confesaba que uno de sus alumnos, autista, con una sensibilidad extrema para la música, “lo tocaba todo igual”: fugas de Bach, sonatas de Schubert o estudios de Ligeti —del mismo modo que Glenn Gould, genial intérprete de Bach, irrita a los amantes de Mozart por tocar sus sonatas manteniendo un tempo inmutable, sin ponerle énfasis ni dinámica, con un ataque invariable, emparejando las dos manos como para un movimiento polifónico—. El efecto es imparable: se escucha una espléndida mecánica ayuna por completo de expresividad. Y pese a ello ese niño autista vive emociones intensas tocando música (¿y qué decir de Gould?). ¿Qué emociones?
Emociones puramente estéticas. Y primero la que se asocia con la belleza.
En contra de lo que se suele pensar, la belleza no es indecible, por más que a menudo nos quite el habla. Sin explayarnos demasiado, valga esta sugerencia: una música nos conmueve tanto más cuanto que, en su decurso, cada uno de sus aconteceres nos parece más imprevisto cuando adviene y más necesario una vez acontecido. Si hay menos imprevisto en vivo y en presente, es como si careciera de inventiva, aburre: ya no hay emoción… (“Martinillo, Martinillo, ¿dónde estás?” no nos conmueve, a estas alturas, si bien aún le agrada al niño que no ha agotado las pequeñas tensiones y distensiones de la cancioncilla).
Es como con el típico incordio a quien nadie ya quiere escuchar: sabemos de antemano lo que nos va a decir. Al revés, una música que fuese totalmente imprevisible nos resultaría hermética; una secuencia de sonidos pero no una música: sin emoción…
Este equilibrio precario, mudable en cada mente y mutante en cada música, entre demasiada opacidad en que la música se pierde y transparencia en exceso en que se torna insustancial, queda plasmado en cómo disfruta cada cual de las músicas que le agradan. Están las que tanto le gustan a uno que las escucha con deleite una y otra vez. La repetición no hace mella en el disfrute, sino que por lo contrario lo refuerza. Es como si siempre quedara algo por descubrir en ellas. Uno cree que sabe, a cada momento, lo que va a ocurrir, pero aún se mantiene viva la chispa de su encanto. El placer musical corre parejo con la comprensión de la música, que no parece tener límites. Así es como se diferencian las obras maestras de las músicas agradables, porque pueden ser repetidas ad libitum. O casi.
Porque también ocurre que la tengamos ya demasiado escuchada, esta música del alma. Está como gastada. Siempre a vueltas con lo mismo, pareciera. La entendemos tan íntimamente que parece que ya no tiene nada que enseñarnos. La impredecible maestría con que urdió sus aconteceres se ha vuelto en su contra: se ha tornado mecánica. Nos conocemos sus artes, el remate que no llega, la simetría que confunde. Algún día fueron sorpresas, pero ya no. La música está vieja. Hay que dejar entonces que descanse un tiempo, semanas, meses o años, depende del caso. Tiene que hacerse discreta. Y un buen día, uno la vuelve a escuchar, así por casualidad. O entonces uno se atreve con una interpretación que no conocía. ¡Qué gusto encontrarse con ella de nuevo igual que otrora, más juvenil y amena de lo que fuera la penúltima vez!
Puntualicemos. Cuanto más sentimos que se entrelazan y ensamblan el mayor número de tensiones (melódicas, armónicas, rítmicas, etc.) resueltas en la sencillez de un proceso único, más crece nuestra emoción. Tensión y distensión melódicas: una línea tiende a concluir hacia el punto en que surgió, y juega a dilatar ese advenimiento. Tensión y distensión armónicas: leves disonancias que se resuelven en la consonancia. Tensión y distensión de la variación: se oye una forma dentro de otra, el disfrute está en reconocer la identidad en la diferencia. Tensión y distensión rítmicas: lo imprevisible de la célula lo atempera su repetición. Aunque todo es cuestión de dónde se ponga el énfasis: más unidad o más diversidad. Para algunos, según la sensibilidad o el estado de ánimo, la emoción estética la despertarán aquellas músicas que priorizan la diversidad, la profusión de tensiones y distensiones entremezcladas (siempre que consigan aprehenderlas en un todo). Ellos escucharán a Bach, a Wagner, a Debussy, etc. Para otros, o los mismos en otra ocasión, la emoción estética la provocará la gran sencillez del discurso (siempre que perciban la extrema riqueza de lo que ahí acontece). Estos escucharán a Mozart, a Schubert, a Satie, etc.
Esto podríamos, por tanto, contestar a nuestros antropólogos marcianos: “Sois seres razonables. Cuando oís secuencias de sonidos, puede ser que la razón os ordene de inmediato buscar su procedencia (‘¿qué será lo que produce estos ruidos?’) y os impida así oírlos por sí mismos dejando rienda suelta a la imaginación —como lo hacemos nosotros cuando, a veces, ponemos la vista en las estrellas dispersas, de noche, y vemos aquí una osa, ahí un perro y más allá una balanza—. Si primero consiguierais que la sensibilidad flotara, dejándose llevar corriente abajo por lo que oís, echando redes entre sonidos como nosotros líneas entre estrellas, tal vez pudiera vuestra razón captar en ellos relaciones internas como las que nos proporciona la música. Pues cuando nuestra razón se deja guiar por las fantasías sonoras que le dicta la imaginación es cuando nos emocionamos”.
Esa es la razón de ser de las músicas. Y, para muchos de nosotros, la propia razón de ser.
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