Una ópera fuera del tiempo y del espacio. Se insiste, tal vez con excesiva frecuencia, en considerar Pelléas et Mélisande como algo excepcional y aislado de la realidad artística colindante, exento de arraigos en el pasado y sin proyección en el devenir de la música. Como una especie de álter ego de la enigmática e inaprensible Mélisande, ella sí fuera de cualquier medida y ubicación. A esta confusión ha contribuido la fuerte impronta personal que imprime Debussy a su única ópera concluida y la deliberada renuncia que en ella se produce de algunos de los moldes establecidos como arquetípicos del género lírico, por mucho que aún dentro del estatismo que caracteriza esta insólita obra maestra se hallen ingredientes escénicos tan recurridos como amor, sangre, celos, dolor, engaño, asesinato…
Por Justo Romero
En Pelléas no hay arias que aprovechen el magnetismo visceral de la voz humana, ni números de conjunto, ni caracterización dramática, ni grandes expansiones orquestales… Hay, en cambio, un trabajo creativo de exquisita sutilidad, diseñado a base de pequeñas y bien calibradas pinceladas, en el que los breves desarrollos nunca llegan a cristalizar en algo más que sugerencia e impresión, dentro siempre de una estructura musical acusadamente ambigua en la que se desarrolla una línea vocal plana y uniforme, que originó que un personaje tan solvente y poco sospechoso como el gran Richard Strauss dijera, tras asistir a una representación de Pelléas, tener ‘la sensación de haber asistido a un ensayo en el que los cantantes se estaban reservando la voz’.
Sin embargo, ya en los primeros compases del preludio de la ópera aparece nada menos que el revolucionario ‘acorde de Tristán’. No es aventurado apuntar que la armonía a pinceladas del supuestamente aislado Pelléas es heredera por línea directa -y por ello deudora- del genio wagneriano, concretamente del cromatismo del por Debussy admirado Tristán y de la uniforme línea melódica de Parsifal, considerado por el creador de Pelléas como ‘uno de los más hermosos monumentos sonoros que se hayan levantado a la gloria imperturbable de la música’. La influencia del muy místico festival sacro-escénico wagneriano toma ribetes de omnipresencia en la suntuosa orquestación de los seis interludios que Debussy agregó tardíamente al objeto de posibilitar los imprescindibles cambios de decorados para el estreno de Pelléas et Mélisande, acaecido el 30 de abril de 1902 en la Ópera Cómica de Paris.
Esta, no por todos asumida, herencia del genio de Leipzig (conviene recordar que las divergencias entre el teutón y el galo son tan potentes como las convergencias) se manifiesta igualmente en el discreto pero sustancial empleo que efectúa Debussy de la técnica del leitmotiv, aún cuando se limite, como afirma Pierre Boulez, ‘a un uso casi negligente de los mismos’. El embaucador leitmotiv wagneriano queda relegado en Pelléas a la condición de especie de difuminados ornamentos asignados a cada uno de los personajes y que contribuyen a ambientar de manera casi inconsciente las sucesivas irrupciones de cada uno ellos. De otra parte, entre la avalancha de melódicos intervalos de segunda y tercera que pueblan la partitura, abundan los de novena que tanto gustaba Wagner.
Pero no son las citadas las únicas raíces que pueden atisbarse. Aquel ‘cantar a media voz’ que provocó el ilustrativo pero desafortunado comentario straussiano arranca directamente de la escuela de canto rusa, especialmente de Músorgski, tan preocupado siempre de llegar a trasponer en música las inflexiones del lenguaje hablado. En este sentido, cabe recordar que fue precisamente el recitativo melódico la mayor aportación que el gran repertorio lírico ruso ha efectuado al género.
Más lejos apunta Ernest Ansermet, para quien la configuración vocal de Pelléas entronca con los recitativos de Monteverdi, de la monodía acompañada, del melodramma. Finalmente, José Luis Téllez se remonta a Giacomo Peri: ‘Con el cambio del siglo XVI al XVII surgirá esa recitación que engendrará la ópera. Son precisos tres siglos exactos (Pelléas se estrena en 1902; Dafne, de Giacomo Peri, ve la luz en 1602) para que el círculo gire sobre sí mismo y retorne a su posición inicial: hegemonía de la palabra, búsqueda de la expresión de los afetti, abandono de todo conato polifónico en privilegio de la verticalidad armónica…’.
Wagner y Músorgski
Si las influencias más próximas que inciden en Pelléas son las de Wagner (Tristan e Isolda; Parsifal) y, en el aspecto vocal, las de la Escuela rusa (Músorgski), su proyección futura, ciertamente reducida -‘¿qué se puede escribir después de Pelléas?’ se preguntará con orgullo e impotencia años después un Debussy incapaz de concluir la ópera La chute de la maison Usher-, se concretará sobre todo en la ópera El castillo del duque Barbazul, de Béla Bartók, compuesta en 1911 y en la que el paralelismo no se circunscribe únicamente al hecho musical. En este sentido, cabe recordar, por ejemplo, la segunda escena del segundo acto, donde el diálogo entre Golaud y Mélisande, desarrollado en una habitación del castillo de Arkel, parece anunciar -anuncia- el inquisitorial deambular de Judit junto a Barbazul por las tenebrosas dependencias del castillo de éste.
¿Qué ha ocurrido desde la ‘petite fille qui pleure au bord de l’eau‘ que describe Golaud al principio de la ópera hasta la moribunda parturienta que al final, cuando Arkel le muestra su hija recién nacida, exclama ‘¡Elle ne rit pas!. Elle est petite. Elle va pleurer aussi. J’ai pitié d’elle‘.
Se ha escrito y hablado hasta la saciedad del ‘Misterio’ de Pelléas et Mélisande. No faltan razones. Casi todas las múltiples preguntas que surgen carecen de respuesta. ¿De dónde viene Mélisande? ¿De quién huye? ¿Quién le regaló la ‘corona’ que ya yace al fondo de la fuente cuando conoce a Golaud? ¿Qué nexo existe entre el perdido anillo que le obsequió Golaud y la corona? ¿Fue Geneviève en su juventud una ‘Mélisande’? ¿Cómo era la difunta madre del pequeño Yniold?.
Las interrogantes son inacabables. ¿Mantuvieron relaciones sexuales Pelléas y Mélisande? ¿Vuelve a mentir Mélisande a su parricida esposo cuando éste la inquiere por última vez, al concluir la ópera, sobre la naturaleza de su relación con el asesinado Pelléas? ¿Quién es verdaderamente Arkel, ‘el viejo rey de Allemonde’? ¿Está condenada a ser una nueva Mélisande, una nueva Geneviève la hija que alumbra Mélisande al final de la ópera?. La única certeza que figura en esta oscura y arcana ópera se encuentra en un personaje que paradójicamente ni siquiera existe como tal: Marcellus, el moribundo amigo de Pelléas. ‘Il dit qu’il sait exactement le jour où la mort doit venir‘, informa Pelléas en la segunda escena del primer acto.
Muy diferente opinión alberga, sin embargo, una personalidad que tan bien conoce y ha comprendido esta obra cimera como Pierre Boulez, quien rechaza esa ‘sobredimensión’ que musicólogos, críticos y público han conferido al tema del ‘misterio’. Según el muy analítico compositor y director francés, cuando se emplea la palabra misterio referida al Pelléas, se la vacía de toda significación profunda para complacerse en una imaginería untuosa y estúpida. ‘No se ve muy bien’, se pregunta el desmitificador Boulez, ‘cómo los partidarios de este misterio de pacotilla, que tiemblan sin cesar temiendo que su fútil sueño se volatilice por la precisión y la fidelidad al texto, compatibilizan esta obsesión con esa otra, manifestada con no menor constancia, por la claridad y la luz francesas’.
Pero, aún obviando las muchas interrogantes que deja abiertas el estupendo pero vilipendiado libreto del belga Maurice Maeterlinck (1862-1949), el ‘misterio’ está incuestionablemente latente en la inquietante música, que propicia -genera- la brumosa atmósfera de desasosiego e inestabilidad que transpira la ópera. únicamente en el emotivo monólogo de Arkel del cuarto acto y en la célebre canción de Mélisande del tercero (‘Mes longs cheveux descendent’), Debussy se concede una tregua, un momento de respiro. El atemorizado e incandescente dúo de Pelléas y Mélisande con que concluye el cuarto acto, con su brillante unísono final de las dos voces a la manera de los grandes dúos de la ópera decimonónica, sigue, a pesar de ello, circunscrito a la ambigüedad general que preside la obra.
Pelléas et Mélisande aparece articulado en catorce escenas distribuidas en cinco actos. La plantilla orquestal comprende tres flautas, dos oboes, un corno inglés, dos clarinetes, tres fagotes, cuatro trompas, tres trompetas, tres trombones, una tuba, timbales, címbalos, triángulo, dos arpas y cuerda.
En cuanto a las voces, su tesitura y características se mueven dentro de la misma ambigüedad que la ópera. ¿Debe ser Pelléas un tenor o un barítono ligero? ¿Y Mélisande: soprano lírica o mezzo? ¿Mejor un niño o una soprano para el pequeño Yniold? Similar confusión se produce incluso entre los roles de Golaud (barítono-bajo) y Arkel (bajo cantante), habiendo intérpretes que abordan indistintamente uno u otro personaje. Acaso lo único claro e incuestionable que se pueda decir de Pelléas et Mélisande sea que se trata de la primera ópera moderna del siglo XX, y, sobre todo, de uno de los más novedosos, originales y atractivos títulos de todo el repertorio lírico.