Por Lucía Martín-Maestro Verbo
Ígor Fiodórovich Stravinski nació el 18 de junio (5 de junio según el calendario antiguo) de 1882 en Oraniembaum, actual Lomonósov, a unos 30 kilómetros al este de San Petersburgo, aunque vivió hasta su juventud en dicha ciudad. Podría decirse que Ígor no tuvo una infancia precisamente amable: un padre a quien temía, una madre que no prodigaba cariño por sus hijos y unos hermanos mayores verdaderamente crueles, no conformaban un núcleo familiar demasiado acogedor. En un ambiente cargado de frialdad e indiferencia, los padres del compositor nunca alentaron su vocación musical, aunque, a decir verdad, tampoco la reprimieron. Según palabras del propio Stravinski: ‘Hasta la edad de 9 años mis padres no se habían ocupado especialmente de mi desarrollo musical. En honor a la verdad, se hacía música en casa. Mi padre era el primer bajo en la Ópera Imperial de San Petersburgo. Pero toda esa música no la oía más que de lejos, desde la habitación de los niños en la que estaba confinado con mis hermanos’. Afortunadamente obtuvo su gran oportunidad en la música clásica con El pájaro de fuego.
Afortunadamente, Ígor creció en un ambiente musical, en una casa donde la música lo impregnaba todo, aunque lo que su familia realmente esperaba de él es que se convirtiera en abogado criminalista. Sin embargo, nunca se caracterizó por destacar en el Derecho, aunque, sorprendentemente, tampoco destacó a priori en la música. Es más, cuando su padre murió en 1902, se fue a la tumba sin ninguna sospecha de lo que llegaría a ser su hijo pocos años más tarde. No obstante, desde su adolescencia, Stravinski desarrolló un enorme interés por el arte, la historia y la literatura rusos. Poseía una gran biblioteca, heredada de su padre, que devoraba con avidez.
Así, el joven Ígor comienza a moverse por los ambientes más artísticos e intelectuales de San Petersburgo, donde entablará amistad, entre otros, con Vladimir Rimski-Kórsakov, hijo del célebre compositor, a quien conocerá en unas vacaciones en Alemania en 1902. Nikolai le recomendaría prescindir de los estudios en el conservatorio para perfeccionar de manera particular sus competencias en contrapunto y armonía y, Stravinski, seducido por la idea, comenzaría a acudir con regularidad a las tertulias en casa de Rimski hasta que, al año siguiente, empezaría a recibir clases privadas del propio compositor, que se prolongarían hasta 1906. En este círculo, Ígor se desenvolvería en un entorno en el que conocería a grandes artistas, entre los que se encuentra Serguéi Kusevitsk, quien sería el editor de sus obras y uno de los primeros que confiaron en el talento del este músico novel.
Ígor compuso Fuegos artificiales para la boda de Nadia, hija de Rimski, sin embargo este nunca llegó a ver la partitura, pues moriría antes. En esta miniatura sinfónica encontramos uno de los primeros atisbos del Stravinski más rudo y más intenso. Curiosamente, el destino quiso que el 6 de febrero de 1909, el director Alexander Ziloti programara esta obra en su ciclo de conciertos junto con el Scherzo Fantástico y, casualmente, entre el público asistente a esa representación se encontraría el influyente empresario Serguéi Pávlovich Diáguilev. Este no tardará en darse cuenta de que el joven compositor, que en ese momento aún no había cumplido los 27 años, podría convertirse en una mina de oro, y decide hacerle partícipe de sus proyectos. En primer lugar, le encargaría algunas transcripciones orquestales con el objetivo de convertirlas en dos ballets coreografiados por Michel Fokine y que iban a representarse en París en junio de ese mismo año: Las sílfides y El festín. Entonces, Stravinski estaba trabajando en una ópera, El ruiseñor, con libreto de Stiepan Mitusov, pero que interrumpiría inmediatamente para cumplir con el encargo del empresario ruso.
Diáguilev había nacido en 1872 y se había interesado por las artes desde muy temprana edad, desde las plásticas hasta la danza, pasando por la música orquestal y la ópera. Sin embargo, terminaría decantándose por el ballet, que lo consideraba como ‘el género del futuro’. Displicente con las limitaciones que encuentra en su país, se trasladará París, que por aquel entonces era la capital cultural del mundo y una ciudad ansiosa de novedades, donde además se rodeará de un auténtico séquito de talentos y fundará su famosa compañía Los Ballets Rusos. En el momento en que Diáguilev conoce a Stravinski, en 1909, el empresario se encuentra en un viaje cuyo objetivo es el de preparar la temporada de 1910 que, por supuesto, ha de ser mejor que la anterior. El proyecto contiene música transcrita (concretamente el Carnaval de Schumann), Scheherezade de Rimski-Kórsakov y el estreno de un ballet, El pájaro de fuego.
La confección de El pájaro de fuego
El pájaro de fuego es un ballet inspirado en una leyenda del acervo popular ruso diseñado y coreografiado por Fokine. Las fuentes en las que se inspiró Fokine para la redacción del libreto del ballet coinciden, curiosamente, con las que utilizó Nikolai Rimski-Kórsakov para su ópera Koschei el inmortal, estrenada en 1902. Sin embargo, el tratamiento argumental y narrativo de una y otra obra será diferente: el personaje principal de la ópera será el malvado villano del ballet, cuya relato central son las hazañas del príncipe Iván y la de la captura del mítico pájaro de fuego.
Para la confección de la música se tuvo en cuenta tanto a Nikolái Cherepnín, cuyo ballet El pabellón de Armida había sido representado en París en la temporada de 1909, como a Anatoli Konstantínovich Liádov. Incluso se barajó la posibilidad de que fuera un trabajo conjunto, ya que los dos eran prominentes compositores rusos. Sin embargo, y por suerte, la casualidad puso en manos de Stravinski la confección de esta partitura, ya que, tras el escaso éxito cosechado por el ballet del primero, y ante la demora del segundo, Diáguilev decidió darle la oportunidad al joven Ígor.
Así, en noviembre de 1909, el empresario le propuso a Stravinski componer El pájaro de fuego, idea que acogió con tal entusiasmo que comenzó a trabajar en la obra incluso cuando el encargo ni siquiera era firme. Tan solo un mes más tarde ya llevaba buena parte del ballet compuesto, lo que le valió un adelanto de 1.000 rublos sus honorarios. Al margen de pequeños retoques posteriores, la composición completa del ballet tan solo le llevo a Stravinski cinco meses de trabajo.
La obra fue terminada el 18 de mayo de 1909 y días más tarde viajaría a París donde, el día 25 de junio, tendría lugar el estreno en el teatro de la ópera. Como era habitual, Diáguilev contrató para la ocasión a un director francés, Gabriel Pierné, aunque el resto del equipo de la producción era de nacionalidad rusa. La prodigalidad y el exotismo del espectáculo fueron completados por los diseños del vestuario de Leon Bakst, sobre todo por el del personaje del pájaro y el de la princesa. La compañía fue llevada por tres de los más importantes artistas del teatro Mariinski de San Petersburgo: Fokine y su mujer, Vera Fokina, como el príncipe y la princesa, y Tamara Karsavina como el pájaro de fuego. De esta manera, tras esta primera colaboración, y gracias a Diáguilev, Igor Stravinski pasó de ser un desconocido a un célebre artista y un compositor imprescindible y de referencia en los años venideros.
La historia de El pájaro de fuego
La obra comienza con el príncipe Iván de cacería, vagando en la noche cuando, sin querer, se adentra en el jardín mágico del pérfido Koschei donde encuentra al bellísimo pájaro de fuego al que logra capturar pero que, finalmente, libera a cambio de una de sus plumas. Entonces, el príncipe descubre a trece princesas encantadas que juegan alrededor del árbol de las manzanas de oro y bailan un khorovod, una danza popular de ronda. El príncipe queda enamorado de una de ellas y, cuando decide acercarse, las princesas huyen, puesto que están obligadas a regresar al castillo de Koschei al anochecer.
Tras la huida, el príncipe va tras de ellas y, entonces, el carillón mágico despierta a los monstruos guardianes del castillo y le capturan. Entonces, el terrible ogro entra en escena con la intención de convertir a Iván en piedra. Las princesas interceden a favor del príncipe, pero nada le puede ayudar hasta que recuerda que tiene la pluma del pájaro, la cual agita en el aire para llamar a la maravillosa criatura. El pájaro de fuego vuelve y hechiza a Koschei y a su comitiva, y los envuelve en una danza infernal que termina derrotándolos.
Después ejecuta su canción de cuna, la Berceuse, que termina por encantar a todos, excepto a Iván. Entonces, el pájaro le revela al príncipe cómo puede disponer del rey rompiendo el huevo que alberga su alma, momento en el que le entrega el cofre de acero que lo contiene. Iván destruye el huevo y los maleficios de malvado brujo se rompen, devolviendo a la vida a los caballeros petrificados y liberando a las princesas. Al amanecer, todos son felices, y el príncipe y la princesa pueden vivir su amor.
El ballet
El pájaro de fuego representa al ave fénix, un símbolo prominente de la regeneración en ese tiempo de agitación en todas las artes en Rusia. Para la compañía de Diáguilev, El pájaro de fuego es también un emblema de novedad: va a ser el primer ballet creado desde cero y, aunque la temática no fue elegida por Stravinski, la ocasión supuso una buena oportunidad para alumbrar un nacimiento creativo. Para recrear el mundo mágico de esta historia, Stravinski se valió de elementos que su maestro Rimski-Kórsakov había utilizado en su última ópera, El gallo de oro, estrenada en 1910, dos años después de su muerte.
Así, toma el cromatismo para definir a los seres mágicos y las melodías diatónicas para los humanos. De la misma manera, tomará elementos armónicos de Scriabin, pero será otro compatriota quien, según el propio Stravinski, cobrará una importancia relevante a la hora de configurar este ballet: se trata de Chaikovski. Este había estado colaborando unos años antes con Marius Petipa en los ballets que supusieron el inicio de la escuela rusa. Además, la forma en la que trata los procesos sonoros en el enfrentamiento contra el mal y en la redención de la víctima, recuerdan demasiado a El lago de los cisnes o La bella durmiente.
Stravinski también se sirvió de algunas ideas sus propias piezas, como es el ejemplo de Fuegos artificiales, la obra que le hizo obtener esta encomienda. De ella tomó sus motivos diatónicos forjados a través de un torbellino rítmico como inspiración para la representación del príncipe, tomando una canción popular mientras se debate brillantemente entre tonalidades en sus rápidos y bellísimos patrones melódicos. Fuegos artificiales también profetiza los glissandi armónicos que aparecen en la introducción de El pájaro de fuego en violines y en violonchelos y que significó la más célebre innovación orquestal de la época.
Para el ballet se plantea una orquestación verdaderamente nutrida, de la que se obtiene un resultado sonoro que recuerda al color francés de Ravel, plagado de efectos y detalles. La plantilla orquestal está formada por dos flautas, dos oboes, corno inglés, dos clarinetes, dos fagotes, cuatro trompas en Fa, dos trompetas en Do, tres trombones, tuba, timbales, bombo, platos, triángulo, xilófono, arpa, piano o celesta, y cuerda frotada. No sería errado aseverar que se trata de un cosmos sonoro de transición pues, por un lado, lleva al extremo el cromatismo wagneriano postromántico y las armonías impresionistas debussinianas, mientras que despliega el melodismo místico heredado de la Escuela Rusa.
Uno de los elementos musicales más importantes que aporta El pájaro de fuego es la pluralidad en la construcción rítmica. Hasta la incorporación de los seductores ritmos aportados por autores como Bartók o el propio Stravinski, la tradición académica centroeuropea adolecía fuertemente de una pluralidad en cuanto al ritmo se refiere. Los pasajes más movidos se intercalan con las partes más sosegadas, de carácter poético y descriptivo. Los momentos más famosos en este sentido son ‘La captura del pájaro’ o, sobre todo, ‘La danza infernal’, con su pulsión sincopada, construida como un crescendo en el que la percusión y la sección de viento cobran un verdadero protagonismo tímbrico. Podría considerarse que esta es la precursora de la danza primitiva que será la protagonista en La consagración de la primavera.
Las suites de El Pájaro de fuego
En realidad, Stravinski no tenía un interés especial por el ballet íntegro, sino que prefería las suites. Así, con el fin de incluir la obra entre el repertorio habitual de las salas de concierto, pronto, tan solo en 1911, confeccionó una suite de unos veinte minutos de duración, en la que omitiría la parte central de la obra aunque manteniendo la misma orquestación. Esta quedaría pronto en desuso, ya que años más tarde, en 1919, conformó otra suite en la que reincorporaría alguna de las partes omitidas en la primera, alargando su duración hasta los veinticinco minutos, y que dedicaría a su amigo Ernest Ansermet y a su Orchestre Romande. En 1945, arregló una tercera y última suite, que también prolongaría ligeramente su minutaje, aunque aligerando la orquestación. Hay algunos fragmentos de la obra, como la Berceuse o la Danza infernal, que se interpretan de forma separada como piezas orquestales, aunque con una instrumentación algo reducida.
Ya de anciano, Stravinski reconoció que no guardaba buen recuerdo de la coreografía y los bailarines de Fokine. En palabras del propio Ígor: ‘Las bailarinas de El pájaro de fuego, las princesas, eran insufriblemente dulces, mientras que los bailarines eran el non plus ultra de la masculinidad bruta: en la escena de Kachei, se sentaban en el suelo moviendo las piernas de una manera increíblemente estúpida. Prefiero la coreografía de Balanchine para la versión de 1945 de la suite de El pájaro de fuego a la totalidad del ballet de Fokine (lo mismo me pasa con la música: la del ballet completo dura demasiado y su calidad es desigual)’. No obstante, de lo que no cabe duda es de que, sea en cualquiera de sus versiones, El pájaro de fuego constituyó un pilar fundamental para la configuración del estilo y del nuevo lenguaje musical que imperará a lo largo del siglo XX.
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