Por Tomás Marco
La música es, sin duda, un arte, pero su ejercicio es también una profesión para la que hace falta una formación larga y sacrificada; y se supone que una profesión es el ejercicio de un oficio que permite ganarse la vida. Por ahora nadie niega directamente que los músicos que tocan o componen deban tener una cierta remuneración por su trabajo, pero la realidad lo desmiente ampliamente en esta sociedad en la que una crisis, real o inducida, está fastidiando a muchos y beneficiando a algunos.
Si en algo se ha notado musicalmente la crisis puede ser en la situación de muchas de las orquestas españolas que desempeñan en precario su labor. Algo que llega hasta los sueldos de los músicos, que en muchos casos han sido rebajados. Cierto es que en la situación anterior se cometieron disparates, como los emolumentos de la Orquesta del Palau des les Arts de Valencia, pero en la mayoría de los casos los pagos no eran tan estratosféricos como para rebajarlos sin efectos perniciosos. Incluso se ha llegado a intentar, y en algunos casos a conseguir, el hacer a los músicos de orquesta trabajadores fijos discontinuos, es decir, que en los periodos de vacaciones se les suspende de sueldo. Otro método, usado por los políticos, es la explotación de las orquestas de jóvenes, que naturalmente deben existir para la formación muy necesaria de los nuevos músicos, pero no deben ser un recurso sustitutivo de los profesionales por el mero hecho de que no se les paga.
Fuera de las orquestas, algunos jóvenes solistas han visto impulsadas sus carreras por el hecho de que se les daba una oportunidad y se tenía a un buen concertista por poco precio. Algunos hasta han conseguido notoriedad, algo que les ha servido para constatar que no pueden aspirar a más y, o siguen tocando a precio de becarios, o deben dejar el puesto a otros que están dispuestos a aceptar lo que sea con tal de tocar.
Particularmente angustiosa es la situación de los conjuntos de cámara, que no pueden encontrar dónde tocar en unas condiciones decentes; deben cobrar poquísimo o, incluso, tocar les cuesta dinero. Recientemente se ha dado un caso de un excelente cuarteto de cuerda que pretendía tocar en el ciclo de un importante centro público donde les interesaba hacerlo. Después de atravesar mil vericuetos administrativos, en los que todo el mundo les decía lo buenos que les parecían y lo interesante que era que tocaran, al final les concedieron un hueco y solo les costaría 400 Euros por los gastos de sala. No solo no les pagaban, sino que encima tenían que poner dinero. Así que ahora tocar ya no es una manera de ganar algo, sino de perder lo menos posible.
El ejemplo anterior se refiere a ciclos ya existentes, no a un alquiler de sala. Pero desde mucho antes de la crisis, el problema de los alquileres de escenarios públicos dista mucho de estar resuelto. Esos espacios, que han sido construidos como equipamiento cultural público con dinero de todos, resulta que se alquilan. No es que eso esté mal, aunque muchas veces esos alquileres sean abusivos, sino que se alquilan simplemente al que los paga. No hay ningún control sobre la calidad de lo que se va a ofrecer y las autoridades se conforman con embolsarse el dinero. Y desde la manida crisis es peor, porque no solo se alquilan para su función principal, sino para cualquier cosa, aunque no tenga nada que ver con la función para la que la sala fue construida.
Espacios emblemáticos de la música, la ópera o el teatro público, se alquilan para presentar líneas de perfumes o marcas de chorizo, que de todo ha habido, sorteos de lotería, o las cosas más impensadas. Pero esos espacios fueron una inversión pública para una función cultural, no para ganar dinero con ellos de cualquier manera.
Ni que decir tiene que la situación es peor aún para los compositores, que siempre fueron la parte más débil. No es que nunca hayan abundado los encargos de obras, pero hasta hace pocos años había algunas instituciones que los hacían. Eso se ha acabado por completo, incluso para las orquestas que antes no encargaban demasiado pero sí algo. Ahora, la mayoría se acogen al convenio con la Fundación Autor, que nació como un complemento y se ha convertido en el único recurso. Incluso hay orquestas todavía bien dotadas que se dirigen a algunos compositores para que les hagan un encargo gratuito. No se trata de alguien que esté buscando un estreno de lo ya hecho, sino de una petición de obra nueva para esa institución que la quiere, pero gratis. No deja de ser curioso porque son entidades con cierto presupuesto que pagan a solistas internacionales mucho más de lo que cuesta un encargo. Bastaría con suprimir uno para tener una, o incluso dos, obras escritas para ellos. Lo que hace pensar que en realidad su ánimo de encargar solo es un rutinario lavado de cara para algo que no interesa para nada.
Si entramos en el capítulo de la musicología, la crítica musical o la ensayística, el terreno se nos hará incluso más árido. De siempre, escribir sobre música ha sido algo muy mal pagado en este país. Pero, de todas formas, mal pagado no significa no pagado, que es a lo que se ha llegado en la mayoría de los casos. Incluso sesudos artículos de investigación o pensamiento en medios prestigiosos tienen como remuneración el que, en el mejor de los casos, te den las gracias. No es raro que te persigan para que escribas algo marchando por delante el eufemismo de que ‘no hay presupuesto’.
En fin, una actividad profesional, como es la música, se está convirtiendo en un hobby que empieza a ser costoso. Antes había que pagar, mal o bien, la música; ahora hay pagar por poder hacer música.