La tragedia del Moro de Venecia cierra un largo paréntesis -el más largo de su carrera- de quince años en la trayectoria operística de Verdi. Desde el estreno de Aida a finales de 1871, Verdi parece apartarse voluntariamente del mundo de la escena, sin que pueda aducirse para ello un motivo concreto. En esto influyeron una serie de factores, como el agotamiento físico, la difusión italiana de las óperas de Wagner, las críticas a sus propias composiciones, la situación (deficiente, en opinión de Verdi) de los teatros italianos y, ante todo, la conciencia del cambio de los tiempos y de los estilos musicales y de la necesidad de replantearse, a fondo y con dilatada mesura, el futuro de la propia ópera.
Por Andrés Moreno Mengíbar
Sin embargo, no fueron años inactivos para el siempre inquieto Verdi: entre los estrenos de Aida y de Otello vinieron al mundo obras de la importancia del Cuarteto de cuerdas (1873), el Requiem (1874), algunas piezas religiosas (un Pater noster a cinco voces y un Ave Maria para soprano y cuerdas) y las profundas revisiones de Simon Boccanegra (1881) y de Don Carlo (1884 y 1886). A través de los pentagramas de estas nuevas composiciones se puede contemplar la evolución y profunda maduración del genio verdiano, la reflexión pausada sobre la relación entre música y palabra, la expansión de la instrumentación y, sobre todo, la génesis de un nuevo modelo melódico en el que la línea musical nace directamente de la prosodia del texto, de las inflexiones de sus acentos, de su entonación propia.
A partir de estos años, y hasta alcanzar la culminación expresiva del Falstaff, Verdi abandona las convenciones operísticas tradicionales (las de los números cerrados, las cabaletas, la dualidad recitativo-aria, las repeticiones, etc.) y avanza hacia una concepción integral del melodrama, con un desarrollo continuo de la línea musical, que se contrae o se expande en función de las sinuosidades del texto.
En Otello podemos encontrar un amplio muestrario de recursos y formatos vocales que incluyen las formas cerradas clásicas (aria, dueto o concertado), el cantabile (‘Dio ti giocondi, o sposo), la declamación melódica (casi todas las intervenciones de Yago, sobre todo el Credo), el recitativo (‘Roderigo, ebben, che pensi?‘) y el parlato (el anuncio de la ‘Canción del Sauce’). La medida de esta ‘revolución verdiana’ tardía nos la da la incomprensión de muchos críticos de la época, para quienes el fecundo manantial melódico de Verdi se habría agotado y rendido a los cantos de las sirenas wagnerianas.
Hoy no podemos sino asombrarnos ante la grandeza de un Verdi que en la ancianidad es capaz de replantearse ex novo su universo musical, indagar en las tradiciones (su insistencia en volver a Palestrina como camino para encontrar el futuro) y configurar un nuevo paradigma estilístico que aún hoy nos sobrecoge y sorprende.
Otro factor que dota a Otello de inmutable valor histórico y artístico es la colaboración entre Verdi y Arrigo Boito. Pocas veces a lo largo de la historia de la ópera se ha dado una conjunción de astros creadores de carga energética similar, sólo comparable a las confluencias Mozart-Da Ponte y Strauss-Hofmannsthal.
El encuentro no fue ni casual ni fácil. Boito, cabeza rectora de la Scapigliatura milanesa que pugnó por renovar los aires artísticos de la Nueva Italia, había dedicado en su juventud duras palabras hacia Verdi y el modelo de melodrama que su obra representaba. Si bien el poeta atemperó posteriormente sus fogosidades juveniles, con alguna que otra mano tendida tímidamente hacia Verdi, los primeros intentos del editor Giulio Ricordi por hacerles colaborar no llegaron a término y hubo que esperar hasta 1879 para establecer un primer contacto. Se trató de una auténtica encerrona»urdida al alimón por Ricordi, la condesa Maffei y el director Franco Faccio. Durante una cena, Ricordi condujo la conversación, como por acaso, hacia Shakespeare, Otello y la adaptación realizada por Boito: ‘Vi a Verdi que me miraba con recelo, pero con interés. Me había entendido inmediatamente, ciertamente había vibrado’, contaría en una carta Ricordi. Unos días más tarde, también de forma casual, se presentaba en casa de Verdi su amigo Faccio acompañado de Boito, quien llevaba bajo el brazo el esbozo del libreto. Verdi lo recibió con cortesía e interés, pero ninguna palabra de compromiso salió de sus labios de momento.
Hasta pasado un año no se iniciaría el intercambio epistolar Verdi-Boito, puestos ya ambos a la tarea de alumbrar una nueva ópera. Pero, antes, el compositor quiso poner a prueba (como ya hiciera con Ghislanzoni) a Boito encargándole el aggiornamento del Simon Boccanegra, lo que el poeta efectuó a plena satisfación del exigente y desconfiado Verdi. Hasta 1884 no dieron comienzo realmente las tareas compositivas de la nueva ópera, que estuvo terminada (no sin nubarrones de malentendidos entre músico y poeta que a punto estuvieron de sepultar el proyecto) a finales de 1886 y que recibió su bautismo en el Teatro alla Scala de Milán el 5 de febrero de 1887.
El éxito fue apoteósico: el público acudió bajo las ventanas de Verdi y le obligó a salir a saludar, junto al tenor Francesco Tamagno, que había encarnado al celoso moro y que tuvo que cantar varias veces el estremecedor ‘Esultate’. En sólo un año de vida, Otello ya viajaba por Argentina, Checoslovaquia, Hungría, Alemania, México, Holanda, Turquía, Estados Unidos y Uruguay.
Sorprende, a quien conozca el texto shakespeareano, la sensacional adaptación realizada por Boito. El poeta se centra exclusivamente en la relación triangular Otello- Yago- Desdémona, interesándose obsesivamente por el drama interior y por la circulación de pasiones, sospechas y autodestrucción. Para ello, resultan eliminados por completo el ‘acto veneciano’ de Shakespeare y toda mención a la posible relación (doblemente adulterina) entre Otello y la esposa de Yago.
De esta manera, el drama todo bascula sobre la oposición entre el Bien y el Mal, entre la Virtud y la Sospecha, una concepción dualista del Universo que caracteriza el pensamiento de Boito desde sus primeros poemas y que se materializa en libretos como los de La Gioconda (para Ponchielli), Mefistofele o Nerone (ambos para sí mismo). En todos ellos, el Mal emerge como esencialmente inseparable de la condición humana (‘Son scellerato/perchè son uomo‘, reconoce Yago en su famoso ‘Credo) y como el elemento dinámico de la Naturaleza frente al estatismo del Bien. Es Yago, llevado de su propia naturaleza inspirada por un Dios Cruel (‘che m’ha creato simile a sè‘), más que por el resentimiento profesional, quien desencadena la tragedia y lleva a la perdición a cuantos se cruzan en su deambular vital.
Frente a él, el Bien encarnado por Desdémona, inocente e ignorante de cuanto pasa a su alrededor, y que es capaz de interceder desinteresadamente por Casio incluso en los momentos más inoportunos y comprometidos. En cuanto a Otello, campo de batalla donde se libra la eterna pugna entre el Bien y el Mal, nada lo define mejor que las propias palabras de Boito en carta a Verdi: ‘Otello es como un hombre que da vueltas en torno a una pesadilla y a la fatalidad y creciente dominación de esta pesadilla; piensa, actúa, sufre y lleva a cabo su terrible delito’. La pesadilla no es sino la ‘idra fosca’ de los celos. Ya lo dijo Calderón: ‘Celos aún del aire matan’.