Por Tomás Marco
Con el inicio de la temporada de conciertos, las diferentes orquestas españolas han comenzado sus abonos respectivos y, como cada año, se constata que muchas continúan con los mismos directores titulares a su frente mientras que otras cambian de titularidad y, a veces, hay alguna que afronta una temporada sin titular casi como una travesía del desierto a la espera de reflexionar sobre el siguiente que venga, algo que se suele hacer después de una o varias malas experiencias. Seguramente mucha gente sigue pensando que una orquesta necesita de la presencia de un buen director titular pero a lo mejor no son tantos los que replantean en qué consiste ser un buen director titular ni tantos los que adviertan que esa función ha cambiado mucho, para bien o para mal, en los recientes tiempos.
Se puede decir que la dirección de orquesta es un arte relativamente joven puesto que tal como aparece hoy día no se da de verdad hasta el siglo XIX. Por supuesto que antes se coordinaban los conjuntos pero el que Lully muriera de la gangrena que le produjo darse un batutazo en un pie, dado que la ‘batuta’ era un gran bastón, indica hasta qué punto lo que hacía no era dirigir en el sentido moderno sino marcar el compás. No creo que los públicos de hoy aguantaran una ópera seguida oyendo cómo un señor golpea el suelo a cada parte fuerte de compás. Pero así era entonces.
Aparte de la ópera, que era un espectáculo que necesitaba director aunque muchos intentaran dirigir desde el clave, las grandes orquestas sinfónicas no empiezan a aparecer hasta la época beethoveniana y al mismo tiempo surgen los primeros directores especializados aunque al principio solían ser compositores: Weber y Spohr son ejemplos claros. Luego, a partir probablemente de Hans von Bülow, la dirección de orquesta se convierte en un arte autónomo que crea sus propios divos y que se expande hasta nuestros días.
Desde que las orquestas sinfónicas se estabilizaron, fue habitual que cada una de ellas contara con un director titular que era no sólo su director artístico sino el responsable de su estado en temas musicales y administrativos. Hacía la programación, dirigía los conciertos, seleccionaba a los músicos y procuraba subir el nivel del conjunto. Incluso invitaba a otros colegas a dirigir pero eso era eventual y solía circunscribirse a la misma ciudad o a un invitado que se afincaba en ella bastante tiempo ya que las comunicaciones de la época marcaban estos comportamientos. Con todo, la función de los directores titulares continuó de manera muy similar hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX y, para los que necesiten líneas divisorias, probablemente la muerte de Herbert von Karajan marca un antes y un después como en muchas otras cosas de esa profesión musical.
La titularidad de una orquesta requería hasta hace no mucho una larga estancia con la misma y una especie de simbiosis entre agrupación y titular. Pero la inclusión de la dirección orquestal en el star system hace que los actuales titulares se ocupen de sus orquestas en periodos limitados y que el sistema del director invitado sume más conciertos al año en su conjunto. Incluso hay bastantes directores que se han hecho un nombre sin necesidad de apechugar con las responsabilidades de una titularidad. En realidad estamos ante un espejismo, porque como director invitado y con el actual régimen de ensayos, raro es el que puede hacer una labor con una orquesta o brindar una versión verdaderamente suya, razón por la que la dirección es hoy tan estándar.
En España, la larga labor de directores titulares se puede historiar con los muchos años de dedicación de un Arbós a la Sinfónica de Madrid o de un Pérez Casas a la Filarmónica. Incluso Ataúlfo Argenta fue un director de ejecutoria muy directa con la Nacional como también lo fue en buena medida en los años que estuvo de titular Rafael Frühbeck de Burgos. Sin embargo, la feliz creación o renovación de orquestas vivida en el país en el último cuarto de siglo ha conocido algunas distorsiones en el campo de las titularidades. Algunas apostaron por maestros capaces de formar una orquesta, un criterio artístico y unos objetivos pero muchas otras han conocido no pocos bandazos.
Una de las razones para equivocarse en la elección de titular es no conocer realmente cuál es su verdadera función. Muchas veces se piensa que un nombre rutilante, a ser posible extranjero, es una garantía. Pero al final sólo garantiza un gasto tremendo, una cierta megalomanía y unos resultados de lo más mediocre que suelen acabar en peleas entre director, músicos y responsables político-administrativos. Tal vez el que el responsable de una orquesta sea un titular pero el nombramiento de un titular dependa de los políticos de turno ha hecho que más de una vez se haya metido la pata en estas decisiones y que muchas orquestas observen importantes vaivenes de criterio y calidad mientras que otras parecen tener una línea más continuada.
Para ser un buen titular no basta ser un buen director sino que hay que tener muchas más cualidades. Para empezar, una capacidad social y humana que le faculte para entenderse con un colectivo que es sensible y variado, sobre el que en ocasiones hay que tomar decisiones nada fáciles. También, ser capaz de conectar bien a los músicos con sus patronos, casi siempre públicos, y tener clara la línea artística y para qué se tiene una institución de ese tipo. Esto es muy importante porque me da la impresión, y podría fundamentarla, de que la mayoría de las instituciones (y sus responsables) que mantienen en España una orquesta no tienen una idea muy clara, si es que tienen alguna, de para qué sirve y cuál sea su función.
Los nombramientos de titulares en las orquestas españolas de los últimos años no pueden menos que calificarse, en general y por ser suave, como erráticos. Han perjudicado incluso gravemente a toda una generación de directores españoles que, en general, no ha conocido las oportunidades que el boom orquestal español les debía haber dado. Y en muchos casos se han traído extranjeros no muy bien cualificados o en el término de carreras más aparentes que reales. Otro problema con ellos es que si las nuevas orquestas españolas están para educar musicalmente a los públicos y también intentar relanzar un repertorio español olvidado por carencia durante muchos años, generalmente esos presuntos divos internacionales no tienen la menor idea de la historia musical española y su repertorio y suelen desconocer a los intérpretes y compositores españoles del momento. Incluso se cita a veces el caso de titulares extranjeros durante largo tiempo que ni siquiera han sido capaces de realizar un Sombrero de tres picos que se pueda escuchar sin sonrojo.
La nueva temporada española observa algunos cambios de titularidad en la que empiezan a aparecer algunos nombres españoles que ya se lo merecían pero también observa nombramientos que parecen paradójicos. No voy a dar nombres ni casuística pues no se trata de prejuzgar nada; sólo el futuro lo dirá. Pero mientras se espera al futuro se suelen perder no pocas oportunidades de presente. Al final, acaban siendo las más fiables algunas orquestas consideradas más modestas que apostaron por un régimen de titularidad a la antigua: con un buen profesional español, fuera generalmente de todo relumbrón, que trabaja por períodos largos con la orquesta y cuyo avance, poco a poco pero notable, se va percibiendo a lo largo del tiempo. En todo caso, sería muy bueno que el ‘quien corresponda’ de turno para cada orquesta aprenda que nombrar un titular no es una cuestión de fuegos artificiales ni de manejar la chequera. Nuestras orquestas son de calidad pero no estamos en la absoluta élite mundial. No hay que empeñarse en tener de golpe la Filarmónica de Berlín ni menos creer que se está fichando a Karajan cada vez que se dan palos de ciego en la elección del titular