Por Alejandro Santini Dupeyrón
La Venecia de Vivaldi
Cuando, durante la primera década del siglo XVIII, Vivaldi irrumpe en el panorama musical, la Serenissima Repubblica di Venezia había iniciado tiempo atrás un irremediable proceso de declive económico que encontraba en la cultura, no en la industria ni el comercio, la principal fuente de actividad financiera. El ensayista y político inglés Joseph Addison, residente un tiempo en la ciudad, dejó consignado en 1705 que los nobles venecianos ‘piensan que trabajar en el comercio les rebaja; los mercaderes, que se han enriquecido, compran los honores de la nobleza y por lo general abandonan el comercio’. Para el autor de Los placeres de la imaginación era incontrovertible que las clases dirigentes ‘se aferran tenazmente a sus antiguas leyes y costumbres, cuando una nación de comerciantes debe estar siempre dispuesta a introducir cambios a medida que surgen las nuevas situaciones’.
Como es natural, esta realidad decadente pasaba por completo inadvertida para la inmensa mayoría de viajeros que, procedentes de toda Europa, convergían cada año en la Ciudad de la Laguna para admirar sus edificios y canales, producciones artísticas —adquiriendo cuantas fuera posible— y entregarse de paso al extravagante lujo de diversiones que se imaginaban inagotables. Los jovencitos embarcados en el Grand Tour recibían a su paso por Venecia una formación de contenido innegablemente más mundano que artístico o arquitectónico. La extensa nómina de cortesanas de renombre, nutrida en origen por la propensión a la soltería de los nobles venecianos, continuaría en amento durante aquel siglo. Mientras que a un hijo de gran familia (no siempre el primogénito) le estaba permitido casarse y engendrar herederos legítimos, no ocurría así con el resto de hermanos, que podía casarse pero no engendrar. De esta manera, el grueso patrimonial se transmitía sin merma y la familia continuaba siendo rica al menos una generación más. A las mujeres de estos linajes solían relegarlas al convento. ‘De ahí el motivo —informa Addison— de que las monjas venecianas sean célebres por las libertades que se les conceden. Se organizan representaciones de ópera en los conventos … y a menudo las religiosas acuden a citas con sus admiradores’.
El momento culminante de la vorágine festiva era el Carnaval. Duraba desde el primer domingo de octubre hasta Navidad (temporada de otoño, en términos teatrales), y desde la Epifanía hasta la Cuaresma y la Ascensión (temporada de Carnaval propiamente): seis meses en total. Parte esencial de la diversión durante el Carnaval consistía en enmascarase, ocultar la identidad tras una bautta o máscara de raso blanco acompañada de un capuchón y tricornio negros para, a continuación, envolverse en una gran capa negra, tabarro, que terminaba de asegurar el anonimato. El disfraz garantizaba libertad para la aventura amorosa. Disfrazados, los amantes ponían a prueba el amor de sus respectivas parejas. ¿Podría Rosaura, la bella y astuta viuda de Goldoni, conocer el verdadero de propósito de cada uno de sus cuatro pretendientes si no fuera disfrazándose? ‘Aprovechando que estamos en Carnaval —se dice—, me disfrazaré y, adoptando el tono de una amante que se niega a darse a conocer, veré si me son lo bastante fieles para preferirme a una buena fortuna’.
Una regla no escrita se observaba con rigor durante el Carnaval: no revelar jamás la identidad de aquel o aquella descubierto bajo el disfraz. Cuentan que se organizó un buen escándalo cuando cierto botarate reconoció tras la bautta al nuncio apostólico y se postró pidiendo la bendición. Para las hermanas Elizabeth y Eugenia Wynne fue una experiencia emocionante correr entre los palcos de la ópera ‘enmascaradas a la manera italiana’. Después Eugenia confiaría a su diario: ‘Paseamos por la Plaza de San Marcos (…) Papá se vistió de mujer (…) Vimos a una muchacha con dos caras, y por detrás tenía tan buena figura como cualquier chica con piernas que salgan de sus pechos (…) Un hombre se descolgó desde lo alto del Campanil por una cuerda y ofreció un ramillete de flores al Dux; luego hubo fuegos artificiales’.
Sin embargo, no todos los viajeros participaban de la efervescencia que día y noche parecía ocupar a los súbditos de la Serenissima. Por las fechas en que se despendolaban compatriotas como el señor Wynne, un tal J. B. S. Morritt, quien acaso emprendiera el Tour con sincero afán de enriquecimiento cultural, rumiaba a un interlocutor afín con tediosa amargura: ‘Las horas de diversión son insufribles, y encontramos muy incómodo ir a la ópera, que no empieza hasta las once y dura hasta las tres o las cuatro. ¿Y qué me dice usted de los bailes públicos que se dan después de la ópera?’.
Il Prete operista
En septiembre de 1693 Vivaldi recibió las sagradas órdenes y en marzo de 1703 fue ordenado sacerdote. Al tiempo que preparaba la carrera eclesiástica fue instruido en el arte del violín por su padre, Giovanni Battista, conocido como ‘Rossi’ por el cabello rojo que heredaría Antonio, y a quien este en ocasiones sustituiría como violinista en San Marcos donde, aunque reiterado, es improbable que recibiera lecciones del principal organista y compositor de la basílica, Giovanni Legrenzi. Ese mismo año fue contratado como maestro di violino en el Conservatorio del Ospedale della Pietà, institución caritativa, fundada al igual que los Incurabili, los Mendicanti y el Ospedaletto, para corregir los irremediables excesos de la ciudad acogiendo a las niñas abandonadas en el escalón de la puerta, proporcionarles educación con cargo a la Serenissima y buscarles, llegado el momento, un marido conveniente. Con el tiempo, la Pietà llegó a convertirse en la escuela de música más importante del norte de Italia. Cada domingo y festivo había concierto. Las pupilas tocaban en la galería alta de la sala de música tras una celosía. Por ignorancia, comicidad o malicia —las tres cosas seguramente—, otro inglés, refiriéndose sin duda a Vivaldi, anotaba que las muchachas ‘tenían a un eunuco por maestro y él componía la mayor parte de la música’.
Nombrado maestro de’concerti de la Pietà tras de la estampida de Francesco Gasparini (en abril de 1716 solicitó ausentarse por enfermedad y nunca regresó), el salario de Vivaldi continuaba siendo modesto en comparación con la potencialidad altamente lucrativa de su segunda profesión, compositor de ópera. En efecto, la posibilidad de percibir de una sola vez, merced a un gran éxito escénico, el sueldo de varios años de trabajo en el hospicio, determinó a Vivaldi a probar suerte siguiendo los pasos de su padre, modesto compositor de óperas y también empresario teatral. Ya en el Carnaval de 1713 obtuvo de los rectores de la Pietà un mes de permiso ‘para ejercer su destreza’. Ottone in Villa, estrenada en Vicenza, es la primera ópera de il Prete Rosso de la que tenemos noticia. Debió ser muy aplaudida, porque en seguida se sucedieron encargos de otros teatros. Sin embargo sería en el teatro de Sant’ Angelo de Venecia, del que fue empresario y más aún, direttore delle opere in musica, cargo que facultaba para la planificación íntegra de la temporada, donde desarrollaría Vivaldi la mayor parte de su actividad operística. Desde Orlando finto pazzo (Orlando loco fingido), cuya primera representación acaeció en la temporada de otoño de 1714, hasta Feraspe, otoño de 1739, el público del Sant’ Angelo asistió al estreno de nada menos que dieciocho títulos de il Prete sobre un total, entre pasticci, readaptaciones y composiciones ex novo, no inferior a cincuenta óperas o, para ser exactos, dramme per musica (el término ‘ópera’ se empleaba entonces más para designar a la representación que a la obra en sí, referida siempre como ‘dramma‘).
Orlando, un material recurrente
‘Le donne, i cavallier, l’arme, gli amori, | le cortesie, l’adaci imprese io canto | che furo al tempo che passaro… ‘, ‘Canto las damas y los caballeros | las armas, los amores, las audaces | y corteses empresas de aquel tiempo (…) Diré a la vez de Orlando cierta cosa | que ni en prosa ni en verso ha sido dicha: | quien por hombre tan sabio era tenido | se volvió por amor furioso y loco…’ [Ariosto: Orlando furioso, I.1, 2. Trad., José María Micó].
Luigi Pulci con Il Morgante (1481), Matteo Maria Boiardo con el Innamoramento d’Orlando (1483) y, sobre todo, Ludovico Ariosto con Orlando furioso (1532), culmen lírico del Renacimiento cortesano, dieron el ‘peculiar acomodo’ italiano a la épica legendaria del héroe carolingio. La diversidad de tramas, episodios y personajes que habitan las aventuras y quebrantos de Orlando prestaron aliento casi inagotable a la fantasía de los libretistas cuando la temática caballeresca llevaba tiempo muerta para los otros géneros literarios. La nómina de óperas abarca desde el Roland de Lully (Versalles, 1685) hasta el cómico Orlando paladino de Haydn (Eszterháza, 1782) —basado a su vez en el texto que sirviera una década antes para Le pazzie d’Orlando, del joven compositor Pietro Alessandro Guglielmi—, sin olvidar, claro es, los tres títulos estrenados por Haendel en Londres: Orlando (1732), Ariodante (1733) y Alcina (1735).
El primer acercamiento de Vivaldi a la temática orlandiana fue a través del libreto de Grazio Braccioli, un ferrarés doctor en Leyes tocado por la musa poética, que entre los años 1710 y 1715 escribiría once libretos destinados al Sant’ Angelo. Para el mencionado Orlando finto pazzo, penúltimo de dichos textos, Braccioli se inspiró en el Innamoramento d’Orlando de Boiardo. Por motivos desconocidos, la representación del ‘finto pazzo’ no despertó el entusiasmo del público y en consecuencia fue un fracaso. Il Prete empresario reaccionó con presteza echando mano del mayor éxito del Sant’ Angelo durante la temporada de otoño del año anterior, el Orlando furioso del compositor Giovanni Alberto Ristori, también con verso de Braccioli, que había alcanzado casi cincuenta representaciones. Para esta reposición Vivaldi compuso varios recitativos y arias hoy irreconocibles en su totalidad.
Aquel otoño de 1714 había comenzado con otra reposición, el Lucio Papirio de Luca Antonio Predieri, cuyo libreto fue dedicado a Vivaldi. A la ópera de Predieri siguió, en febrero, Nerone fatto cesare, compuesta Giacomo Antonio Perti en 1693. Il Prete actualizó Nerone como pasticcio aportando doce arias de su creación. Papirio subiría otra vez a escena en la temporada de Carnaval de 1715. Johann Friedrich Armand von Uffenbach, perteneciente a una opulenta familia de mercaderes y funcionarios de Frankfurt am Main, acudió cuatro veces al Sant’ Angelo durante las representaciones. En su diario de viaje recodaba, refiriéndose a la primera de esas veladas: ‘…fui con algunos conocidos al Sant’ Angelo, que es más pequeño y menos caro [que el Teatro San Giovanni y San Paolo]; su empresario era el célebre Vivaldi, que había compuesto también la ópera [en realidad ‘arreglado’], obra hermosa y muy agradable de ver…’. Al final Vivaldi obsequió al público interpretando un solo con cadenza que sobrecogió a Uffenbach por la velocidad de ejecución sobre las cuatro cuerdas y la colocación de los dedos, a distancia mínima del puente y sin espacio apenas para introducir el arco.
Uffenbach abandonó Venecia después de haberse entrevistado con Vivaldi en dos ocasiones, encargado y pagado (a ducado de oro la página) varios concerti grossi que aquel tuvo la gentileza de querer ensenarle a tocar en el momento de la transacción. De haber permanecido algunos meses más en la Ciudad de la Laguna, el futuro Burgermeiter de Frankfurt habría tenido ocasión de comprobar la tenacidad con que il Prete, de nuevo en calidad de empresario, se disponía a probar suerte con un anterior fracaso. Para el Carnaval de 1716 Orlando finto pazzo volvía a anunciarse en el Sant’ Angelo, seguido a continuación, quizá como precaución, por la versión revisada del Orlando furioso de Ristori.
El Orlando de 1727
Coincidiendo con las representaciones de La verità in cimento durante la temporada de otoño de 1720, aparecía en diciembre una sátira anónima intitulada Il teatro alla moda. Mediante un discurso ingenioso y desbordante de humor, Benedetto Marcello (il Prete,’Aldiviva’ en la sátira, supo en seguida que se trataba de él) articula una crítica implacable sobre la degeneración del melodrama italiano, que se proyecta tanto sobre la forma y convenciones del género como sobre los agentes todos intervinientes en la materialización del espectáculo musical, desde el poeta encargado del texto dramático al modesto personal de cantina del teatro, pasando por compositores, cantantes y músicos, empresarios, abogados… en suma, todos aquellos ignorantes, ineptos, oportunistas y sinvergüenzas de cuya nefasta colaboración resultaba la ópera. Aunque no era un ataque dirigido solo contra Vivaldi, cierto es que este, en tanto que principal compositor dramático del momento, fue el mayor damnificado. Que el libelo de Marcello amenazó seriamente las expectativas financieras del Sant’ Angelo lo evidencia el hecho que il Prete decidera abandonar Venecia para representar en los teatros de Milán y Roma. A su regreso en 1725, adquirido mayor renombre y reconocida su eficiencia empresarial, volvía a convertirse (para frustración de Marcello y partidarios) en protagonista indiscutible del teatro veneciano. Se le concedió el cargo de direttore delle opere in música y durante los siguientes dos años decidiría sobre toda cuestión musical del Sant’ Angelo. Para la temporada de otoño de 1727 il Prete programó su propio Orlando.
¿Qué novedad ofrecía esta producción con respecto al Orlando furioso de 1714? Para empezar, la música, que a excepción de contados números, era completamente nueva. El libreto de Braccioli continuaba siendo el mismo aunque evitando, eso sí, el calificativo de ‘furioso’ para Orlando que, sin embargo, sí aparecería en la partitura autógrafa. Parte de la originalidad de texto radicaba en la síntesis hecha por Braccioli de los XLVI Cantos (4.842 estancias, 38.736 versos) del poema de Ariosto, reducido solo a sus aspectos sentimentales; dejando al margen cualquier referencia a cristianos, musulmanes y la Guerra Santa, el abogado poeta desarrollaba durante los tres actos un prodigioso entramado de amores cruzados (Orlando y Angélica; Angélica y Medoro; Astolfo y Alcina; Bradamante y Ruggiero; Ruggiero y Angélica), engaños e intrigas (alguna de naturaleza ciertamente criminal), hechizos y magia, incluido un caballo volador (en lugar, sin duda, del oso reclamado irónicamente por Marcello en Il teatro como indispensable en el espectáculo ‘moderno’) en medio de una isla perdida en mitad del mar, de atmósfera fantástica e intemporal. El punto cenital de la trama lo constituye la locura que se apodera de Orlando al descubrir, inscrito en la corteza de un laurel, la prueba de que el amor entre Angélica y Medoro se ha consumado: ‘Angelica chi fu sposa di Medoro‘, ‘Aquí Angélica desposó a Medoro’ (Acto II, Escena 11); momento en que arremete a espadazos contra la vegetación circundante hasta no dejar tallo en pie. Después de varios episodios cómicos en que profiere incoherencias agresivas y confunde a Angélica con una estatua a la que pretende abrazarse, combate y da muerte a Aronte, monstruo de la hechicera Alcina y protector de las cenizas del mago Merlín en el templo de Hécate Inferna, que acto seguido se desploma, desvaneciéndose el poder de Alcina entre los escombros. Orlando recupera después la razón y, caballero al fin, perdona a Angélica y a Medoro.
Dos de las cantantes más notables del momento encarnaron los papeles de Orlando y Alcina: Lucia Lancetti (contralto travestida) y la Anna Girò (mezzosoprano), fieles a Vivaldi en numerosas de producciones precedentes. Protegida de il Prete desde hacía catorce años, a Girò se la conocía también como ‘Annina della Pietà’. Para escándalo de muchos Vivaldi vivía con Anna y con su hermana, que le atendía como enfermera. No olvidemos que il Prete, enfermo crónico, padecía stretteza di petto (asma); tan angustioso se le hacía decir misa que logró la exención en 1712 cuando, sin embargo, sería capaz de permanecer de pie durante los estrenos, tocando el violín y dirigiendo, las cinco horas largas de representación en una ópera completa como Orlando. Siempre se sospechó que ambas hermanas fueran amantes de Vivaldi. Cierto o no, el estigma que acompañaba sus vidas en Venecia les precedería en cada ciudad italiana o europea que pisaron. En palabras de Michael Talbot: ‘no hace falta ser muy cínico para pensar que Vivaldi apenas si se habría atrevido a rozar el escándalo durante tanto tiempo sin gozar, a cambio, de algunos de sus frutos’.
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