‘Considero a la música no solo como un arte para divertir al oído, sino incluso como uno de los mayores medios para mover el corazón y encender los sentimientos’. Esta patente declaración de intenciones en boca del propio maestro, convierten a Christoph Willibald Ritter von Gluck en uno de los pilares fundamentales y fundacionales del giro estético que experimentó, en un alargado período de décadas, la lírica europea, en general, y la alemana, en especial.
Por Roberto Montes
Gluck nació en Erasbach, Bohemia, el 2 de julio de 1714. Era hijo de un guardabosques del Alto Palatinado (en lo que es hoy el extremo más occidental de la República Checa), y estudió música en el seminario jesuita de Komotau, pero a los catorce años abandonó su hogar para marchar a estudiar a Praga, donde trabajó como organista. Pronto se desplazó a Viena y posteriormente a Milán, plaza italiana donde se dio a conocer su primera ópera, Artaserse, en 1741 en La Scala, y donde estudió con el compositor Giovanni Battista Sammartini.
En efecto, Italia fue su escuela y una de las claves de su estilo, pues no en vano se produjo allí a finales del siglo XVII una eclosión lírica, además de que Gluck alcanzará a cultivar durante su carrera una asombrosa combinación de elementos italianos y franceses que no tardaría en identificarlo como la panacea del estilo clásico vienés.
Durante esos años, Gluck llevó a cabo la creación de dieciséis óperas a lo largo y ancho de Europa. Muchos más viajes jalonaron su vida (Londres, Dresde, Copenhague, Nápoles, París, etc.) hasta que decidió instalarse definitivamente en 1752 en Viena, donde trabajó como maestro de conciertos y Kapellmeister, del Príncipe de Sajonia-Hildburghausen.
También trabajó como compositor y arreglista de óperas cómicas francesas en la ópera real, creando, por añadidura, obras dramáticas al estilo italiano para la corte. Después de todo, Viena (donde falleció el 15 de noviembre de 1787) era el centro primordial de la actividad de Haydn, Mozart y Beethoven, así como posteriormente lo fue de Schubert, Mendelssohn, Brahms y Mahler (si no hablamos también de Schoenberg, Berg, y Webern, la segunda escuela de Viena).
Fue en esa ópera de la corte donde la Archiduquesa de Austria, María Teresa, le instó a ocupar el puesto de director en 1754. Al año siguiente ya compuso dos óperas, La danza y L’innocenza giustificata al estilo italiano, como lo serían Antigono e Il re pastore de 1756. No obstante, el modo francés dominó la mano de Gluck en 1758, con La fausse esclave y L’ile de Merlin, y en 1759, con Cythere assiegee, Le diable a quatre y L’arbre enchanté.
Hasta 1762 Gluck había cultivado predominantemente el estilo italiano, con su marcada generosidad hacia los virtuosismos y extraordinarias destrezas de los cantantes. No fue hasta entonces cuando Gluck se asoció con el poeta italiano Ranieri de Calzabigi, quien le escribiera un libreto que admirablemente concertó con las ideas del compositor en cuanto al apropiado equilibrio entre palabras y música.
Con el vasto objetivo de reconducir el género lírico hacia un estilo comparable al de la tragedia griega clásica, la reforma propuesta por Gluck se inspira en la coetánea aspiración ilustrada de claridad y sencillez. A partir de este momento se procurará que el libreto exprese los sentimientos de manera sencilla e inequívoca, tratando de conmover al auditorio, disolviendo el drama en la música en vez de limitarse a adornarlo.
Tales cambios, que no son exclusivos de Gluck, pues hubo otros compositores (como Jomelli o Traetta, de similar influencia francesa al autor bohemio) que trabajaron sobre las mismas ideas, expuestos en el prefacio y dedicatoria, al Duque de Toscana (el futuro Emperador Leopoldo II), de la partitura de la ópera «Alceste» (1769): ‘Cuando me puse a escribir la música para Alceste, resolví en diferir enteramente de todo abuso, introducido tanto por la errónea vanidad de los cantantes como por la exagerada complacencia de los compositores, que han desfigurado sobremanera la ópera italiana y han hecho de los más espléndidos y bellos espectáculos los más ridículos y tediosos entretenimientos. He procurado restringir la música a su verdadero oficio de servir a la poesía por medio de la expresión, siguiendo las situaciones del argumento, sin interrumpir la acción ni ahogándola con inútiles y superfluos ornamentos; y creo que debería hacerse así, de la misma forma que la elección de colores afecta a una correcta y bien ordenada pintura, con un bien clasificado contraste de luz y sombra, que sirve a la animación de las figuras sin alterar sus contornos’.
Gran parte de la reforma en la época de Gluck tuvo que ver con el intento de hacer la ópera más relevante dramáticamente. Para llegar a ello, Gluck no vaciló en añadirle a la ópera italiana efectos de la francesa como: el uso del coro como un personaje de la historia; la inclusión de la danza (así como de la pantomima); una gran variedad de instrumentos orquestales, eliminando paulatinamente la necesidad y el uso del bajo continuo y de los interruptores ritornelli; un intento de convertir a la obertura orquestal en un episodio decisivo y revelador para el drama, no sólo una fórmula pasajera para silenciar a la audiencia al comienzo de la función; el predominante uso del recitativo acompañado, antes que del recitativo simple o secco, vigente en las óperas barrocas. Así la orquesta participa continuamente y los recitativos se hacen más líricos, rompiéndose la estricta frontera entre el aria y el recitativo, dando énfasis a una continuidad que utilizaba también el ‘arioso’; por último, la idea de la simplicidad, a veces adjetivada como noble o bella sencillez, es decir, la expresión directa y simple de las emociones en la música, sin los extendidos pasajes ornamentales del estilo italiano y la característica brillantez superficial.
En suma, Gluck pretendía despojar a la ópera de arias vistosas repletas de complejos adornos (en favor de una melodía claramente definida) y de todo recitativo para voz y clavecín, para que se asegurase un efecto continuamente dramático, en oposición a una secuencia mal conectada de episodios. Las partituras de Gluck fueron todo un ejemplo de las melodías lineales de mediados de 1700, sustituyendo trinos inacabables y configurando a las intervenciones de coros y ballet un aspecto noble y profundo.
Orfeo y Eurídice es una acción teatral en tres actos, con libreto del italiano Ranieri de Calzabigi (dejando atrás la moda del alto barroco de utilizar textos del poeta Metastasio), en la que la trama gira en torno a tres personajes principales y únicos, Orfeo, Eurídice y el Amor, más la unión de coros y ballet. Fue estrenada en el Teatro de la corte de Viena el 5 de octubre de 1762, recibiendo una acogida fría, con clara aceptación de la crítica, pero no tanto por parte del público. Orfeo y Eurídice afirma así, decididamente, la supremacía de la letra sobre la música, sobrepasando en grandeza, dignidad, calidad dramática y naturalidad a todo lo escrito anteriormente. Gluck contó para la ocasión con el poeta Calzabigi y, de nuevo, con el coreógrafo Angiolini, con el que ya preparó un ballet-pantomima titulada Don Juan en 1761, encarnando un nuevo grado de unión artística tripartita e igualmente decisiva.
Orfeo ejemplifica la mayoría de los principios reformistas, combinando una encauzada energía y una sublime serenidad. Pero, y pese a su intento de eliminar a los cantantes ‘de exhibición’ (no muy bien vistos en Francia), Gluck se vio obligado a utilizar al castrato del teatro imperial vienés, Gaetano Guadagni, para el papel principal. Años más tarde, al presentar esta ópera en París, con libreto francés de Pierre-Louis Moline basado en el de Calzabigi, completó la reforma, cambiando el castrato protagonista por un tenor. El exitoso estreno de esta revitalizante versión, con libreto francés, tuvo lugar en París el 2 de agosto de 1774.
Casi un siglo después, el joven Héctor Berlioz se enamoró de esta partitura, con la que comenzó a aprender música, y preparó una versión en la que el Orfeo lo defiende una contralto (la mezzosoprano Pauline Viardot participó en su estreno), una de las versiones hoy en día mejor aceptadas.
El Orfeo gluckiano, monumento a la elegancia y a la liviandad, ofrece episodios deliciosos como la ‘Danza de los Espíritus’, la soberbia ‘Danza de las Furias’ y la preciosa aria, punto álgido de la obra, ‘Che farò senza Euridice?‘ (‘¿Qué haré sin Eurídice?’). Tal momento, cantado por Orfeo después de haber rescatado y perdido a su amada Eurídice, es un sencillo lamento (muchas veces achacado de poco trágico por su tonalidad de do mayor) acompañado por las cuerdas, con pertinentes ampliaciones de fraseos y cadencias, una expresión directa de la clara emoción encorsetada en una textura homofónica.
El argumento, simplificado y directo, se basa en emociones humanas, que pueden gustar a toda la audiencia, muy al contrario de lo que la coetánea ópera seria disponía, con sus intrigas, tramas secundarias e ineficaces disfraces. Orfeo ed Euridice puede conducir fácilmente a engaño por su tema, el mito de Orfeo que anteriormente hubieran tratado Peri, Caccini y Monteverdi en la era de la Camerata Fiorentina. Y es que no nos encontramos ante la realización barroca del tema, sino ante una simplificación del argumento que concluye con un inusitado final feliz, cuya razón de ser radica en el destino festivo que marcó el estreno y representación de la misma.
Toda la música, por muy reiterativa que parezca la idea, está llena de simplicidad, en el ritmo, la melodía y la armonía. Las arias son sencillas y sin la estructura tripartita de la ópera seria (aria da capo). Las partes vocales son dominantemente silábicas, sin uso del contrapunto, con melodías de fraseo regular, sin melismas ni cambios extremos de registro, lo que provoca una inherente carencia de drama. La influencia francesa de apocamiento y restricción.
La orquesta, por otro lado, presenta una plantilla clásica, con maderas y metales (sin trompetas, pero con el uso del infrecuente cornetto) a dos, cuerdas en cuatro partes y un clavecín totalmente ausente del plano principal.
Gluck compuso otras óperas ‘reformadas’ (las famosas Ifigenia en Aulide, de 1774, o Ifigenia en Tauride, de 1779), transformándose en uno de los compositores más admirados en la Europa de su tiempo, a pesar de la manifiesta oposición parisina de la década de los 70 que lideró una guerra entre los que estaban a favor de las reformas de Gluck y los que apoyaban al estilo italiano encabezado por el napolitano Niccolò Piccinni. No obstante, la dialéctica se zanjó con el ejemplo de muchos compositores, como Mozart, Cherubini o Beethoven, que siguieron la marca de su senda, y, no en vano, su trabajo abrió el camino a las futuras grandes óperas del siglo XIX (Wagner, Verdi y Puccini, entre otros). El efecto renovador de Gluck se dejó notar en los países de habla germana, pero en la ópera italiana obtuvo nulo predicamento.