La ópera de Bellini supuso el cénit de su carrera. En Norma se enfrentan las distintas caras de una personalidad femenina que se ve sobrepasada por los acontecimientos. La ira, la venganza, el amor, el dolor, la impotencia y la resignación se suben al escenario para expandirse por el público como una tormenta aderezada con una música que llega al corazón como un dardo certero.
Por Miguel Pérez Martín
La frialdad de La Scala
‘Primera representación de Norma. ¿Lo creerías? ¡Fiasco, fiasco! ¡Solemne fiasco! Para decirte la verdad, el público fue severo, parecía hacer ido nada más que a juzgarme. […] No logré reconocer en el público a esos amables milaneses que recibieron con entusiasmo, con el rostro alegre y el corazón exultante, al Pirata, La straniera y La Sonnambula; y sin embargo yo creía estar presentándoles una digna hermana con Norma. Pero desgraciadamente no fue así, me he engañado, me he equivocado; mis pronósticos fueron fallidos y mis esperanzas, defraudadas’. Así escribía Vincenzo Bellini a su luego biógrafo, Francesco Florimo, la misma noche del estreno de la ópera en La Scala de Milán el 26 de diciembre de 1831.
La percepción negativa de Bellini respecto a la acogida de su obra pudo estar motivada por varias cosas: una indisposición de la primadonna (Giuditta Pasta), la tensión reinante entre los distintos miembros del elenco o una ‘claque’ adversa que venía predispuesta a arruinar el acontecimiento. Lo cierto es que no todo fue tan negro como lo pintaba el compositor. Donizetti, que cultivaba una profunda relación con el joven creador, dijo tras aquel estreno: ‘Todos alaban la música de mi amigo o, más bien, mi hermano Bellini. Todo el mundo está desbordado por su genio soberano y está descubriendo en su obra bellezas jamás soñadas y tesoros de sublime armonía’. Wagner, años después, consideró Norma su mejor ópera.
Bellini, considerado un aristócrata de su época, tenía un gusto refinado y sabía apoyarse en su libretista, Felice Romani, para crear historias de un carácter mitológico e histórico teñidas de un romanticismo cargado de sentimientos encontrados. Con una vida corta y un talento incuestionable, sabía que lo que estaba creando en Norma era un racimo de evocaciones y delicadezas que llegarían lejos. De hecho, tras aquella noche agridulce, las representaciones se prolongaron otras 34 noches, en las que el público aplaudió con entusiasmo la historia de la sacerdotisa. Hoy, casi dos siglos después de aquel ‘fiasco¡’ de La Scala que sumió al compositor en una profunda tristeza, Norma es una de las óperas más representadas de la historia y su música pertenece al imaginario popular por derecho propio.
Una historia dulcificada de gran carga moral
Felice Romani, libretista de Norma, venía avalado, sobre todo, por dos grandes óperas que habían supuesto sendos éxitos a las que había puesto texto: Anna Bolena y L’elisir d’amore. Bellini, influido por Donizetti, al que conoció en su juventud, no dudó en confiar en la pluma de Romani para dar vida a la historia de la sacerdotisa gala. Para este texto, el libretista se basó en la tragedia escrita por Louis Alexandre Soumet, pero dulcificando aquella versión para enriquecerla, al mismo tiempo, con profundos dilemas morales que provocan en el alma de Norma una batalla entre estados de ánimo enfrentados. Según la tragedia de Soumet, la sacerdotisa da muerte a sus hijos en un arrebato de venganza y locura, algo que no sucede en la versión a la que puso música Bellini.
Al alzarse el telón, nos desplazamos hasta una época remota. Un pueblo de la Galia está sitiado por las huestes romanas. Los sacerdotes y druidas aguardan con temor el momento de una invasión que les lleve a un enfrentamiento con las fuerzas de Roma y conduzca su pueblo a la perdición. Norma, la hija de un sacerdote druida que responde al nombre de Oroveso, está inquieta por los planes de su progenitor. Oroveso quiere una guerra con Roma a toda costa, y Norma ve en los deseos de su padre un conflicto que se derrama desde su interior hasta sus labios. La joven está enamorada del procónsul, Pollione, del que ya tiene dos hijos, y ve en esta guerra el principio del fin de este amor prohibido. Pero Pollione no piensa lo mismo desde el otro lado de las trincheras. Ya ha perdido el interés en Norma desde hace tiempo. El procónsul no es tan fiel a Norma como ella espera y mantiene una relación secreta con la mejor amiga de la sacerdotisa druida, Adalgisa. La que es también acólita y mano derecha de Norma vive con el remordimiento de la traición y sabe que no puede seguir con esta situación. Por eso al final del primer acto, cuando la sacerdotisa canta la famosa invocación a la luna plasmada en el Casta diva, decide confesarle a su amiga el romance que mantiene con Pollione. Es el momento del dolor: la ira se apodera de Norma y maldice a su amiga y a Pollione, diciéndole al romano que tenga miedo de su furia, porque habrá venganza.
El segundo acto comienza en la habitación de Norma. La sacerdotisa, enloquecida, se plantea matar a sus hijos para infligir a Pollione el dolor necesario para saciar su sed de venganza. Pero en el último momento, la madre prevalece sobre la mujer despechada y decide que es el momento para su muerte. Llama a Adalgisa y le encarga que se lleve a sus hijos y se case con Pollione, que se marche a Roma y que sean felices. Pero su amiga necesita arreglar la traición y por ello promete a Norma hacer todo lo que esté en su mano para que Pollione vuelva a su lado. Mientras, en un claro del bosque, los druidas traman una rebelión contra las fuerzas de opresión romanas.
Pero Adalgisa no tiene éxito, y Pollione no volverá con Norma. Los druidas ya entonan sus cánticos de guerra y Norma cambia de parecer: es el momento de la guerra. Pero llegan noticias de que alguien ha asaltado el templo de las vírgenes, y los druidas hacen prisionero a Pollione, que venía a por Adalgisa para huir lejos de allí. Tras superar Norma los deseos de apuñalarlo, decide interrogarlo a solas. Le ofrece salvar su vida a cambio de que abandone a Adalgisa y vuelva con ella. No hay suerte. Norma, abatida, regresa al círculo de los druidas y escucha que buscan una persona para sacrificar en el altar. Una virgen que ha incumplido sus votos y que ha traicionado a su pueblo es una víctima perfecta que llevar al altar para garantizar el buen desarrollo de la contienda, y se le pasa por la cabeza el nombre de Adalgisa. Pero una vez más el inmenso caos de sentimientos que reina en la cabeza de Norma le lleva a la tragedia. Los pecados de Adalgisa son los mismos que los suyos, su vida está destrozada, su futuro no existe y en el último momento pronuncia en alto su propio nombre. El remordimiento de la sacerdotisa es insostenible y ve en el fuego una manera de liberarse de sus fantasmas.
Norma comienza entonces a levantar la pira funeraria en la que ofrecerá su cuerpo y su vida a los dioses. Antes lleva a un lado a su padre, Oroveso, al que le cuenta que es madre de dos hijos y le encomienda su cuidado. Pollione, conmovido por el inmenso sacrificio de Norma, fascinado por el coraje de la sacerdotisa, pide dejar un lado sus cadenas y subir con ella a la hoguera. La ópera termina con un concertante en el que Pollione y Norma sucumben, al fin juntos, el largo y doloroso viaje hacia la muerte mientras sus cuerpos son pasto de las llamas sagradas.
Un papel mental y musicalmente complejo
Dar vida a Norma no solo requiere una voz prodigiosa, sino también un nivel interpretativo de altura. Romani enriqueció tanto el papel de la sacerdotisa que hacen falta dotes de actriz para poder revivir los diferentes estados de ánimo de la sacerdotisa gala. Norma es suma sacerdotisa y madre amorosa, pero también una furiosa y vengativa amante abandonada. No es una heroína ni pretende serlo, solo ve en el fuego su posible catarsis ante una situación insostenible emocionalmente. Norma lucha y lucha contra sus demonios, pero al final se rinde en un acto más de cobardía que de valentía. Con el fuego desaparece del mundo y evita enfrentarse a la dureza de una vida desdichada. Sus conflictos emocionales la llevan a la muerte, no por un autocastigo redentor, sino como solución a sus luchas internas.
Musicalmente, el papel de Norma requiere templanza y firmeza en la voz, un timbre poderoso y cautivador y versatilidad que muestren mil caras de una sacerdotisa que parece vivir en una noche todas las emociones del ser humano. El papel sigue siendo considerado como uno de los más difíciles para soprano, y por ello no cualquiera vale para dar vida a la gala. Exige un tremendo control vocal de rango, flexibilidad y dinámica. La soprano alemana Lilli Lehmann decía sobre este rol: ‘Cantar las tres Brunildas del Anillo del Nibelungo de Wagner en una tarde es menos exigente que el canto de una sola Norma’. Y no le faltaba razón. La cavatina Casta Diva, considerada la más destacada del repertorio belcantista, fue considerada durante mucho tiempo algo imposible de cantar si había que hacerlo tal y como el compositor pretendía. También requieren una importante capacidad vocal los últimos minutos, en los que una Norma desesperada pero resignada al mismo tiempo, consuela a su padre y busca la mirada del romano para compartir el tormento en ‘Deh! non volerli vittime’.
Los colores que se desprenden de la partitura de Bellini son de una variedad exuberante, desde las voces masculinas hasta el último violín de la orquesta. Las melodías de Bellini buscan continuamente un punto de reposo, pero cada vez se desplazan a alturas más ambiciosas, lo que eleva considerablemente la tensión y agitación de la voz hasta que el personaje parece que vaya a estallar de pasión. Una música extremadamente imaginativa, pasional hasta doler, que traza puentes frágiles entre el dolor y la alegría, entre el amor y el odio. Parece mentira que Bellini, a pesar de su brillantez, fuera capaz de levantar este templo musical a los cielos en tan solo tres meses.
De Callas a Bartoli
Requiere la Norma de Bellini una soprano dramática o una soprano-spinto, voces que han de encerrar una hermosura y un gusto requerido por cada palabra del libreto. Cada palabra en Norma encierra un mundo, por muy poco que se crea estar diciendo. Cada frase es una declaración de intenciones que sale de los profundos abismos del alma. Por eso se sucedieron desde su estreno una lista de cantantes que intentaron abordar el rol con diferentes grados de éxito. Hasta que llegó María Callas, aquella cantante con imagen de Audrey Hepburn y con el porte de una princesa europea. Mágica, sabedora de un encanto irresistible, Callas interpretó una Norma que pasaría a la historia para siempre. Su voz limpia y su profunda capacidad interpretativa le valieron un puesto en el altar de las Normas. Acaparó durante su carrera 89 ocasiones en las que encarnó a la gran sacerdotisa druida.
Tras ella, llegó en 1964 un torbellino que convirtió el papel de Norma en su talismán. Si alguien era capaz de ir del dolor y la rabia a la alegría y la templanza en cuestión de minutos, esa era Joan Sutherland. La australiana bordó de tal manera la partitura de Bellini que Pavarotti le dedicó estas palabras tras su debut: ‘Sutherland es la mayor voz femenina de todos los tiempos’. La sucedieron en el trono de las vírgenes druidas nombres como Montserrat Caballé, Beverly Sills, Leyla Gencer, Renata Scotto y la última en llegar, Cecilia Bartoli.