Por Tomás Marco
No hace falta ser ningún experto en teoría económica para saber que las cosas tienen un valor y un precio y que ambas variantes son independientes aunque puedan estar relacionadas. En nuestra vida corriente afirmamos que una cosa es cara cuando creemos que su precio es superior a su valor y barata en el caso contrario. Esto es válido para casi todas las cosas de la vida ya que, por suerte o desgracia, se paga un precio por casi todo y no siempre es acorde con su valor.
Si ello ocurre con las cosas más cotidianas, el problema se multiplica cuando hablamos de temas culturales o productos artísticos en los que el problema del valor se aleja totalmente del precio. Pongamos por ejemplo el caso de algo que sea un objeto físico como es un cuadro. Indudablemente, se compra y se vende por un precio, pero ¿podemos determinar de verdad su valor? Peor aún si se trata de algo que acaba adquiriendo una representatividad artística absoluta, momento en el que su valor deja de ser justipreciable. Por supuesto que podemos asegurar por muchos millones Las Meninas, La lección de anatomía o La Gioconda y que esos millones pueden ser pagados si el cuadro se destruye. Pero ninguna cantidad monetaria sustituirá el valor de esos objetos. No nos los puede devolver y, por tanto, su valor se perderá cualquiera que sea el montante del pago.
La música difícilmente se puede considerar un objeto pero como actividad también necesita un soporte económico, muchas veces nada pequeño. Pero una vez que suena -dejemos por ahora la grabación aparte- la música se desvanece y no es apropiable. Sin embargo ha producido un valor y ha costado un precio. Que cueste dinero pero en cambio no sea un objeto negociable es probablemente lo que ha hecho que muchos políticos, especialmente españoles, que ni siquiera sospechan su valor, se irriten con su precio por más que este sea irrisorio si se le compara con otras cosas no artísticas, y que piensen que es una especie de lujo perfectamente prescindible.
Recientemente un alto político despotricaba contra el hecho de que el director de ‘su’ (¿?) orquesta ganara más que él. Aparte de que la cuestión de lo que ganan o deben ganar los políticos no la vamos a tratar aquí, la comparación es absolutamente impertinente porque un ciudadano normal podría preguntar por qué ese político gana más que un investigador o un enseñante (que para la mayoría de los ciudadanos son más útiles que los políticos). Así que no comparemos. Y tampoco se sabe por qué le irrita que gane más que él un director de orquesta y no Messi o Ronaldo, o, si me apuran, las presuntas estrellas de su equipo local. Hay que ir contra la cultura y si es contra su parte más débil, en España indudablemente la música, pues mejor.
Cuentan que durante una conferencia sobre la electricidad en la Real Sociedad Británica del gran físico Michel Faraday, el Ministro de Hacienda que asistía a ella le preguntó si eso de la electricidad servía para algo práctico. Faraday contestó: ‘Dentro de unos años podrá gravarla con impuestos.’ ¿Qué mayor demostración de utilidad para un político? Los nuestros ya han descubierto que la Cultura, y con ella la Música, es algo que se puede gravar con impuestos y ya lo han hecho con el IVA. Incluso lo explican diciendo que se le sube como a todo, y es cierto que para ellos cultura, educación, investigación y sanidad es como cualquier otra cosa. Salvo aquellas como ciertos deportes que tienen trato fiscal más favorable o se les hace la vista gorda. Hay, en general, entre esta abundante clase un generalizado desprecio a la cultura que en lo que respecta a la música, clásica, claro, se convierte en algunos casos en verdadera inquina e incluso incompresible pero profundo odio. Se discute su precio pero se niega todo su valor.
Pero el que reconozcamos el valor, muy grande en muchos aspectos, de la música no implica que no se puedan decir algunas cosas ni realizar algunos ajustes sobre su precio. Es verdad que en algunos sectores de la música española no se ha mirado muchas veces ese problema. Lo más grave es que en ocasiones se ha pretendido explicar en función de la ley de la oferta y la demanda pero eso no funciona. Para empezar, la demanda está condicionada por muchas cosas que no tiene nada que ver con el libre mercado, y a la oferta le pasa otro tanto. En un pasado no muy lejano -y para alguna cosa o institución concreta se sigue dando- los precios que se pagaban en España eran muy superiores a los de otros lugares porque la gestión era muchas veces política, o paleta (o ambas cosas), y por ella acabábamos pagando más que en ninguna parte. Es verdad que para conseguir ciertas figuras de relumbrón en la dirección orquestal, canto o interpretación hay que competir con el resto de mundo, y eso acaba costando un buen dinero. Pero ese tipo de figuras se acaban contando con pocos dedos de pocas manos. Lo malo es que, a través de los circuitos de las agencias y de un negocio controlado por pocos, el número de presuntas figuras había crecido más allá de lo que era real y los cachets se habían inflado para artistas que eran perfectamente sustituibles por otros, bajando el precio, sin que el valor quedara en absoluto disminuido. Siempre defenderemos que la música es una profesión y que el artista debe comer, pero no hace falta que sea todos los días caviar. Por otro lado, a partir de un nivel mínimo exigible puede que un artista sea mejor que otro, pero ser el doble de bueno no debería implicar que se cobre seis o veinte veces más.
Pero, como no hay cosa por mala que sea de la que no se pueda derivar algo bueno, la crisis famosa ha servido para que vayamos descubriendo mucho valor musical sin extralimitarnos en el precio. En estos momentos, artistas jóvenes, e incluso no tan jóvenes, españoles empiezan a ser descubiertos en su verdadero valor que antes solía estar preterido por presuntas figuras externas que no lo eran tanto y a precios más justos, o por lo menos, ajustados. Queda, desde luego, mucho por hacer, y no soy tan optimista como para pensar que por fin se va a hacer toda la justicia que merecían muchos artistas propios. Pero para algo sí va a valer.
El verdadero peligro está en que, aprovechando la crisis, se plantee un copago musical que exceda de lo realmente posible y que implique una exclusión de muchas capas de público potencial que habría que mimar. Hay que pensar que, gracias a la desidia educativa y política, para muchísima gente de este país, la música no es algo necesario ni apetecible. De hecho, y gracias a la actitud de políticos y medios informativos, la música se mira como un lujo prescindible para ociosos en vez de como a un valor cultural como cualquier otro. Actualmente, un ciudadano medio español, incluso uno que se considere como intelectual, por ejemplo un catedrático de universidad, puede vanagloriarse de que él no sabe nada de música sin que pase nada. Si esa misma persona dijera que no sabe quien es Velázquez ni le importa lo que escribiera Galdós sería anatematizada, e incluso él mismo se avergonzaría y procuraría no decirlo. Pero con la música se lo toman como una gracia o hasta un mérito. Esto es algo que no ocurre en la mayor parte de los países de la Unión Europea, pero que aquí es moneda corriente que a nadie extraña.
Hoy por hoy, ir en España a un concierto no forma parte de la cultura o la educación. Como mucho, participa de eso tan general y vaporoso que denominan espectáculo. No hay un reconocimiento de que la música es un valor, posee valores y resulta imprescindible para cualquier persona sensible. Hablemos del valor de la música, proclamémoslo ante políticos y hacendistas, aprovechémoslo en toda su dimensión. Sin ello, hablar de su precio es puro filisteísmo. La respuesta de Faraday era irónica y realista en función del personaje que le preguntaba y del calado de su pregunta. Pues ya que hablamos de los impuestos de la música y, por tanto, de su precio, hablemos también de su valor.