Las tardes de frío y lluvia suenan a música barroca, aunque no a sus óperas, extravagantes como el Carnaval, ni a sus misas y oratorios, cuya monumentalidad remite a otra luz. Tampoco a sus conciertos, suites y divertissements, de una festividad y exuberancia más propias de la primavera. Las tardes de frío y lluvia suenan a música para teclado.
Por Álvaro Portillo
Resulta más placentero ver mojarse las calles si es en compañía de un buen disco. He elegido uno de los que componen la colección Historia de la Música, que tan cuidadosamente editó Pedro Elías junto a la Deutsche Grammophon, y que lleva por sugerente título ‘Melancolía barroca’. Contiene piezas para clave de Louis Couperin, Henry Purcell y Johann Jakob Froberger. Fue este último un compositor muy reputado en su tiempo, algo olvidado después, y que ha venido a renacer en nuestros días, merced al renovado interés por la música antigua.
Alemán de nacimiento, aunque instalado en Viena desde joven, Froberger gozó muy pronto del apoyo del sacro emperador Fernando III, vencedor en Nördlingen, durante la Guerra de los Treinta Años, y gran aficionado a la música. Gracias a su ayuda, Froberger viajará a Italia, para estudiar con el maestro Girolamo Frescobaldi, y con él profundizará en la imponente herencia musical de dos siglos de Renacimiento, la luz inmensa de Claudio Monteverdi. Virtuoso del teclado, marchará de gira por Europa, con diversa fortuna, hasta triunfar definitivamente en París, en 1652. Allí entabla amistad con Louis Couperin e, impresionado por el intérprete de laúd Denis Gaultier, tratará de emular la sonoridad de este instrumento en sus composiciones para clave.
El piano, como sus antecesores, ha sido habitualmente buen compañero de la soledad: a veces, confidente; casi siempre, consuelo y desahogo. Así parece comprenderlo Froberger, mucho antes que los románticos, en piezas de carácter autobiográfico como el Lamento sobre los que me han robado —rematada por el irónico subtítulo: Ha de tocarse sin atenerse al compás, y un poco mejor que como los soldados me trataron—, o la Queja hecha en Londres para que pase la melancolía. Más sobrecogedora, y misteriosa, resulta la Meditación sobre mi muerte futura.
Para la colección, Pedro Elías optó por —cito el título original— la Lamentation faste sur la mort très douloureuse de Sa Majesté Impériale, Ferdinand III, dedicada, como su nombre indica, a la memoria de quien fuera su mecenas y patrón. Inaugurada con una caída de Fa mayor a Fa menor, la pieza dibuja una estremecedora sucesión de emociones, encontradas entre sí, atropelladas muchas veces, inconsolables casi siempre. La tristeza busca desahogo en los arpegios enormes que se despliegan sobre el teclado, como si se tratase —ya lo dijimos antes— de un inmenso laúd. La emoción es sincera, pero nunca exagerada: Froberger no se permite, en ningún momento, el recurso al sentimentalismo: ‘Ha de tocarse muy lentamente y con discreción’, exige el compositor. El homenaje fúnebre se resuelve melancólicamente en la triple repetición, casi como un eco, del fa inicial (F), clara referencia al dedicatario, (F)ernando (III).
La luz del Renacimiento italiano se ha transformado en una tarde de frío y lluvia: los Lamenti de Monteverdi, que parecen inspirar lejanamente esta composición, alumbran ahora una estancia silenciosa y húmeda, con olor a madera, desde cuyos cristales empañados se ve alguna ciudad del norte. Podría tratarse del castillo de la duquesa de Wurtemberg, allá en Héricourt, entre los bosques tupidos y otoñales del Franco Condado, donde el compositor terminará sus días. Froberger nos habla desde el otro lado de la partitura —que es como decir desde el otro lado del tiempo— y nos recuerda su desconsuelo. ‘L’âme pleine d’amour et de mélancolie / Et couché sur des fleurs et sous des orangers, / J’ai montré ma blessure aux deux mers d’Italie‘, escribe, en ese mismo siglo, el poeta François Maynard.
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