Desde algunos ejemplos actuales, intentamos observar unas relaciones que cada vez cobran más fuerza: música, poesía y escena, y que nos sitúan en un contexto alejado del pasado, pero del que debemos ser conocedores si no queremos caer en la repetición.
Por Sergio Blardony
Toneladas de papel —nuevo y antiguo— se han escrito a lo largo de los siglos sobre la relación música-palabra. Este vínculo ha hecho que el texto supusiera un aspecto de tal profundidad en la música que ha sido determinante para articular cambios esenciales en esta a lo largo del tiempo. Pensemos cómo los clásicos no distinguían entre ambas disciplinas; quizá de ahí la potencia de la relación. La polifonía medieval y renacentista, o las ideas de la Camerata Fiorentina, conducen a polémicas que determinan una música totalmente condicionada por la inteligibilidad o no de la palabra. A lo largo del tiempo, ha existido una relación indisoluble entre música y texto, así como múltiples teorías que buscaban relacionar sus respectivos orígenes. Sirva el ejemplo de Rousseau, quien establece la relación entre la lengua y la música, quizá inaugurando el primer texto filosófico del Romanticismo sobre este tema.
No pretendemos aquí un repaso histórico. Nos parece más interesante limitarnos a nuestro tiempo (y el pasado más inmediato del siglo XX), y cómo —bajo el paraguas de la tan manida multidisciplinariedad— se proponen obras que se apoyan en estos vínculos de una forma efectiva. Además, lo que es especialmente importante: el ‘pegamento’ de esta relación, eso que podríamos llamar teatralidad sonora. Para ello, plantearé un problema en torno a una obra propia. Desde luego, no es siempre el autor el más indicado para analizar su creación, pero como aquí no se trata de un análisis al uso y, mucho menos, de un análisis crítico, me atrevo a hacerlo para clarificar algunas ideas, partiendo además de las propuestas del filósofo y sociólogo francés Jean-François Lyotard, que nos pueden servir como eje.
Detrás de los párpados
Detrás de los párpados es una obra que escribí en 2018 a partir de un poema de Pilar Martín Gila (si se desea escuchar la obra, basada en el poemario La cerillera (Bala Perdida, 2018), puede encontrarse en YouTube, mediante una búsqueda por título y autor en esta plataforma, e ir al minuto 13’40” aproximadamente para observar lo que se comenta bajo este epígrafe. Una obra realizada en el contexto de EPOS Lab, laboratorio de música y palabra). Escrita para mezzosoprano, chelo, electrónica y vídeo e interpretada por Marta Knörr y José Miguel Gómez, tiene una parte central donde el texto es recitado por dos voces entrelazadas en la electrónica: la de la mezzo —que además está en escena— y la de la poeta como ausente en su cuerpo, en su apariencia, o en juego de presencia-ausencia de ese espacio teatral. Y en el vídeo —que muestra durante toda la obra diferentes planos de la cantante y juega con una serie de movimientos, apelando a rupturas puntuales del estatismo que preside el discurso—, en ocasiones, se ve cómo ésta va recitando el poema. Sin embargo, existe un juego con las voces por el cual se produce una dislocación del tiempo respecto a la imagen que recita en el vídeo. Además, la voz desdoblada es de otra persona —en este caso, la misma poeta Martín Gila—, lo que distorsiona todavía más la relación sonido-imagen rompiendo así la sincronía con la de la cantante y con el vídeo. Una voz sin correspondencia en una lógica que une lo visual con lo sonoro, una forma de pérdida del sentido que vincula las tres disciplinas: música, poesía y arte visual. Si a esto sumamos que la electrónica está espacializada en cuatro canales independientes colocados alrededor del público, la complejidad de esta escucha se enfatiza, no por necesidad de esfuerzo del oyente, sino por las posibilidades de dislocación que el compositor tiene a su disposición a través de los recursos con los que cuenta.
Si pensamos en las ideas de Jean-François Lyotard —concretamente en su libro Discurso, figura—, curiosamente, la figura aquí parecería formar parte del discurso. Podría ser, en la taxonomía que despliega la propuesta del filósofo francés, un ejemplo de figura-forma. Explora el interior de la escena permitiendo lo informe, pero sin la transgresión total del discurso, que contiene un código muy reconocible: el lenguaje significativo del poema de Martín Gila y la propia imagen del vídeo, que permanece durante toda la obra. El texto está sutilmente desincronizado con el gesto del vídeo, lo cual produce otro elemento de distorsión. Así, es la falta de sincronía la que conduce a la dislocación. Pero no se produce de forma evidente sino en ese juego de desdoblamiento con las voces que no pierde la inteligibilidad del poema. ¿De quién es la voz que suena? ¿De la que se ve en el vídeo o de la voz in off? ¿O quizá de la propia mezzo en la escena recitando, enfatizada su presencia con una leve luz cenital que desaparece cuando la cantante se oculta? Por si fuera poco, esta utiliza un micrófono prácticamente invisible pero que hace que el sonido esté reforzado a través de los altavoces (en concreto, para no perder la situación espacial de la fuente sonora, su voz suena en el canal correspondiente a la situación de la cantante en la escena). Así, el juego de entradas y salidas de escena de la mezzo contribuye a crear ese tránsito donde el discurso parece establecerse como un continuum que es negado a cada momento, y donde el vídeo permite crear este desencuentro. El desplazamiento del texto oralizado produce, a su vez, un desplazamiento del discurso, en donde es removida la atención del espectador al observar la transgresión, sin perder la quiebra de sentido que ya conlleva el propio poema.
Teatralidad sonora
En el ejemplo anterior podíamos ver un caso de teatralidad sonora donde esta se coloca como catalizadora entre palabra y música. No tanto por el hecho de ser una obra escénica, sino por cómo involucra entre sí a los diferentes actores: música, poesía, vídeo y escena.
Pero hay otras formas de observar esta idea. Especialmente aquellas que aluden al espacio. Una reciente ópera de César Camarero, Es lo contrario, tenía como característica principal que operaba como una escena ‘a ciegas’, es decir, los espectadores debían ponerse unos antifaces opacos para no percibir ningún aspecto visual. El ensemble y la palabra —grabada en la electrónica— rodeaban al público que se encontraba en un contexto ciego y expuesto a la imaginación. Es este un caso extremo de teatralidad sonora: la visión se cancela y la situación hace necesario en el público crear un mundo particular. Pero este está mediado por la música, por el sonido y por el espacio. Y, de manera especialmente importante, por cómo está tratado este último: la espacialización que propone la obra. El no reconocimiento de las fuentes sonoras subvierte la tradicional configuración ‘a la italiana’ para englobar dentro de la propia obra al espectador (además de romper la llamada ‘cuarta pared’, aunque este concepto sea secundario en esta ocasión).
Existen múltiples propuestas en este sentido. Quizá la de Luigi Nono sea una de las más conocidas. En Prometeo: tragedia dell’ascolto, de 1981, el compositor introduce al público en el mismo escenario-estructura donde se desarrolla la ópera. Nono hablaba sobre cómo su ciudad de nacimiento, Venecia, era —toda ella— una gran caja de resonancia y sugería la metáfora de que los canales proyectaban diferentes sonidos provenientes de una misma fuente, con un resultado no controlable por el compositor. Así, nos encontramos con una teatralidad sonora no impostada, un espacio donde el sonido se expande sin que haya sido preparado para la obra artística. Casi podríamos decir que es el ejemplo ‘esencialista’ de lo que se ha llamado site specific, poniendo radicalmente en cuestión la idea de la frontalidad de la escucha: si una obra se tocara en uno de los canales, por ejemplo, encima de una góndola, ¿dónde estaría —para el público— la fuente que genera el sonido o la música que es replicada como una especie de pulpo emisor de sonido, extendiendo sus tentáculos en la distancia? Y lo más relevante: ¿qué importancia puede tener esto si lo que cada oyente percibe que se está dando en un lugar concreto de la ciudad donde se encuentra en ese momento? En realidad, Nono señala aquí lo utópico de la escucha única, aunque esta se produzca en un contexto convencional, como un teatro o un auditorio. Cada oyente recibe una información y va a procesarla de una forma al estar colocado en un espacio del patio de butacas. Su propuesta enfatiza esta idea para demostrar lo absurdo de una escucha unívoca y generalizada.
Ruptura del sentido
Quebrar el sentido, ‘despistarlo’, difuminarlo o hacer que proliferen las posibilidades, las diferentes perspectivas. Algo consustancial al arte desde el siglo XX hasta hoy. Si lo observamos de una determinada forma, este proceso por el cual el sentido se rompe, se asemeja trabajar por capas, estratos de significado que son sometidos a diferentes filtros, a distintas intervenciones, hasta lograr que el lenguaje se distorsione y sea permeable al silencio. En la relación música y palabra esta suma progresiva de capas hace posible la quiebra del sentido a la que nos referimos. Entonces, nos encontramos ante otro escenario, uno cuya imagen podría ser la de un espacio escénico, una teatralización de lo sonoro a través de la palabra.
Lo que proponemos aquí es una observación de ese espacio en el que música y palabra poética van a presentarse juntas, a partir de esa quiebra del sentido que también hace posible su convivencia. Cómo es este espectro de relaciones, de enorme riqueza, que toma presencia cuando tensionamos el sentido, y cómo desde la música se puede articular otra vuelta de tuerca sobre lo que la propia poesía contemporánea propone a través de una mirada crítica y transgresora del lenguaje.
La poesía contemporánea, especialmente la que tensa y problematiza el lenguaje, se vuelca sobre esa disolución del sentido y ese silencio que, por ejemplo, vemos muy claro en la obra de Paul Celan. O, de forma más abrupta, en un Antonin Artaud. En este contexto se percibe cómo la expresión preverbal da una vuelta de tuerca a ese lenguaje establecido, al código. Esto, llevado a la música, recuerda a algo que decía Enrico Fubini (quizá en un tono peyorativo) sobre la música contemporánea, la que había roto las reglas de la práctica común establecidas por la tonalidad. Decía Fubini que la música contemporánea podría apelar a una expresión primitiva, en el sentido de que se preocupa por los ‘instintos básicos’ frente a una música que —sobre todo en el periodo clásico-romántico— ha logrado un grado de abstracción y formalización, a través de la escritura, que la aleja de ese estadio preverbal. Así, el grito, el ruido, lo percusivo, etc., podrían asociarse mejor con la música más primitiva, aquella anterior a la escritura, la que se inicia en el paleolítico medio. En los albores del hombre, en ese ser primitivo, todo sería descubrimiento. Aquí también: descubrimiento de nuevas tímbricas, nuevas estructuras, nueva concepción del tiempo y la forma… Sin embargo, podemos pensar que, sin esa parte peyorativa que nos llevaría a considerar como ‘inferior’ a la conocida como ‘música contemporánea’, esta sería una llamada a ese tiempo de descubrimiento como una evolución lógica en el transcurrir de los siglos y elagotamiento de los lenguajes. La música actual participa de aspectos que no tienen que ver con ese estadio preverbal primitivo, como es la influencia de la ciencia, pero esto suele aparecer en un interior estructural que no siempre aparece visible fuera de un análisis profundo. Todo es forma indisoluble al discurso. Y en nuestro tiempo, intentar dividir estos conceptos —poesía, música, escena— en una obra que los utilice coherentemente, parece un juego infructuoso.
Esa búsqueda que se propone la música en diálogo con la poesía, mediada por el espacio (lo teatral), no es continuación de otros géneros como la ópera, sino el síntoma de una nueva forma de concebir esas relaciones, que se lanza al público como otra manera de entender el arte y de brindarlo hacia el exterior.
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