Por Fabiana Sans Arcílagos y Lucía Martín-Maestro Verbo
El pasado sábado 6 de octubre nos dejó no solo un icono de la ópera, sino una de las voces más privilegiadas de la historia. Por ello, estrenamos nuestra nueva sección Mulierum con un homenaje a una de las mayores artistas de todos los tiempos, a la más grande entre las grandes: Montserrat Caballé.
A día de hoy pocos datos generales de su biografía les son desconocidos al gran público: que nació en 1933 en Barcelona en el seno de una familia de orígenes humildes, que sus primeras lecciones las recibió de su propia madre o que estudió en el Liceu de Barcelona. Tampoco es un secreto que su primer rol fue el de Serpina en La serva padrona de Pergolesi, que su primera aparición profesional en los escenarios fue como Mimi en Basilea en 1956 o que debutó en el Teatre del Liceu de la metrópolis catalana en 1962 con Arabella de Richard Strauss.
Sin embargo, es importante ahondar en este detalle pues, es llamativo el hecho de que Montserrat, en plena juventud, eligiera un rol tan complejo como este para estrenarse en su ciudad natal, un papel que por su exigencia requeriría de un control extremo de todas sus facultades y, sin embargo, no escogiera en su lugar, una ópera más accesible, un título bel cantista de los que llega a todo el público y arranca el aplauso fácil. Este detalle ya dejó claro desde el primer momento que la Caballé siempre sería una mujer valiente y trabajadora que lucharía por superarse a sí misma, por aprender en el escenario, por dar lo mejor de ella con honestidad y modestia, pero sobre todo con mucho arte.
Cabe destacar también que ese mismo año Montserrat acudió como alumna becada a uno de los cursos más longevos de nuestro país: se trata de Música en Compostela, donde estudiaría bajo la tutela de la que también sería su maestra en el conservatorio barcelonés, Conchita Badía. Volvemos con esto a tener una muestra de que la cantante que empezaba a despuntar en los escenarios no abandonaba su formación, en busca siempre del perfeccionamiento más exquisito. Fue también en 1962 cuando la soprano realizaría su primer trabajo discográfico: un monográfico de las canciones de su coterráneo Eduard Toldrá, tal vez sin imaginarse aún la larguísima lista de grabaciones que tendría a sus espaldas al final de su vida.
Tres años después de su primera presentación en Barcelona, y tras un breve paso por algunos escenarios europeos, debutaría, casi por casualidad, nada más y nada menos que en el Carnegie Hall de Nueva York con el rol de Lucrecia Borgia, cuando tuvo que sustituir a quien por ese entonces era la estrella, la mezzosoprano Marilyn Horne, que debido a su embarazo, decidió cancelar su actuación. El malestar entre el público se hizo notorio y no fueron pocos los que decidieron devolver sus entradas ante la aparición de una joven soprano, española y, además, anónima. Lo que nadie se imaginaría es que en esa velada terminaría por catapultarse a la fama a la que sería una de las mayores leyendas de la ópera de todos los tiempos. Los veinticinco minutos de ovación que recibió tras la función ya son parte de la historia de la música.
Podría decirse que en este momento se consagró la que sería una de las carreras más prolíficas, que encarnaría mas de ochenta roles en un amplísimo espectro estilístico que abarca desde Haendel hasta Wanger, de Mozart a Richard Strauss, de Cherubini a Cilea, aunque los autores que más engrosarían su repertorio y que mejores críticas le ayudarían a cosechar serían, por supuesto, los belcantistas Bellini, Verdi o Donizetti.
Tras el éxito cosechado en la ‘casual’ actuación en la sala neoyorquina, no tardaría en ser de nuevo convocada por la misma para dar voz a un segundo rol: el de la reina Isabel I en la ópera Roberto Devereux de Donizetti, recientemente descubierta por aquel tiempo. El año de 1965 cerraría con broche de oro para nuestra soprano, pues sería «llamada a filas» por el Metropolitan Opera de la misma ciudad, donde el 22 de diciembre debutaría como Margarita en el Fausto de Gounod, en una de las primeros montajes completos de esta obra de toda la historia. Un año después de su despunte neoyorkino, sería la responsable de una de las mejores grabaciones de todos los tiempos de, precisamente, el rol que la lanzó al estrellato: Lucrecia Borgia, junto con Alfredo Kraus y Shirley Verrett.
El impresionante control técnico e interpretativo de la soprano la llevó a imponerse en los mejores escenarios de todo el mundo. Su gestión del aire del todo perfecta así como el control de todo su espectro sonoro y tímbrico, su expresividad y su musicalidad fueron los responsables de que la Caballé se convirtiera en una conditiosine qua non de cualquier montaje operístico que se preciara.
Así, las ofertas y las oportunidades se multiplicaron exponencialmente para nuestra soprano: teatros de la talla de la Scala de Milán, el Arena de Verona, el Covent Garden o la Ópera de San Francisco se convirtieron en su hogar, donde, además, compartiría escena con otros de los más grandes intérpretes del momento: Johan Sutherland, Birgit Nilsson, Franco Corelli y, como no podría ser de otra manera, Plácido Domingo, Josep Carreras y Luciano Pavarotti, con los que además dejó una colección de grabaciones que pasarían a la historia como las mejores versiones de muchas óperas. Con Carreras tuvo la oportunidad de grabar Lucia di Lammermoor y Roberto Devereux, ambas de Donizetti o Tosca, de Puccini. Con Domingo, Don Carlo, con ese espectacular Si sobreagudo de veinte compases de duración al final de la obra, o por supuesto, esa Norma de Bellini, donde inmortalizó aquel celebérrimo ‘Casta Diva‘, que se convertiría en uno de los monumentos de su carrera. Con Pavarotti dejó para la posteridad un sublime Turandot, y así una larga lista de éxitos no solo compartiendo elenco con los cantantes más afamados sino también bajo la batuta de los directores más destacado: Mehta, Bernstein o Giulini, entre muchos otros.
Montserrat Caballé supo gestionar bien los cambios que inevitablemente sufren las voces con el paso de la edad. Fue consciente de sus posibilidades a medida que su voz maduraba, eligiendo con sabiduría a qué roles enfrentarse. Así, de un timbre juvenil que se caracterizaba por su dulzura, supo manejar bien su cambio cuando el brillo comenzó a atenuarse, optando en ese momento por trabajar con papeles de perfil más dramático, como Tosca, Adalgisa o La Gioconda.
Pero, a pesar de la fama y de sus innumerables éxitos, nuestra diva fue, ante todo, humana. Lamentablemente, su salud no fue la más deseable, llegando a pasar por el quirófano casi en una decena de ocasiones por diferentes dolencias. De hecho, a mediados de los años 80 sufrió una insuficiencia cardiaca y llegó a padecer, incluso, un tumor cerebral. Su delicado estado la llevó a cancelar algunas actuaciones con cierta periodicidad, ganándose la enemistad de muchos programadores que lo consideraban un acto de divismo. No obstante, ella siempre supo defenderse con todo la propiedad y la elegancia que la caracterizaban.
En su dimensión humana también está su faceta más familiar: con una vida sin sobresaltos personales, estuvo siempre muy ligada a sus padres, a su marido, el tenor Bernabé Martí, con quien compartió 54 años de matrimonio, y por supuesto a sus hijos Bernabé y Montserrat, soprano y fiel compañera en los escenarios, sobre todo en estos últimos años. Su compromiso con los suyos fue tal que llegó a rechazar un contrato por diez años en Nueva York para evitar así desestabilizar a toda su familia.
Por supuesto, la Caballé además de estrella fue toda una maestra, y desarrolló su faceta docente ofreciendo numerosísimos cursos y clases magistrales por todo el mundo para jóvenes cantantes, dando siempre lo mejor de ella, desde esa cercanía y simpatía natural que la caracterizaban. De corazón bondadoso, jamás dejó de tener presente sus modestos orígenes. A pesar de que sus últimos años estuvieran enturbiados por los problemas con el fisco, no podemos olvidar que siempre estuvo implicada en acciones solidarias: llegó a fundar una casa para niños huérfanos en los Pirineos donde fueron albergados más de 500 menores y donó una gran cantidad de dinero para la reconstrucción del Gran Teatre del Liceu cuando fue destruido por las llamas, entre otras cosas.
Huelga decir que Montserrat era una mujer de su tiempo que no tuvo miedo de afrontar proyectos fuera de la música académica, como fue el caso de su célebre colaboración con Freddie Mercury, con Bruce Dickinson, con Sara Montiel o con Diego el Cigala.
No cabe duda de que el vacío que ha dejado la Caballé es imposible de reemplazar, pues su privilegiada voz, su musicalidad y su exquisito gusto, ligado a su carisma, su modestia y su naturalidad, hacen de esta artista un ser del todo insustituible. Un auténtico icono en la historia de la música. Y los iconos nunca mueren.
Deja una respuesta