Texto: Sofía M. Gascón
Ilustración: Iciar L. Yllera
Allí, en lo alto de la oscuridad, un foco le alumbra abriendo una brecha de silencio en el murmurar de centenares de ojos. Y allí, plantada, una figurilla mortal cargada con una sombra de gigante aguarda. Y en la espera de la rotura de su silencio se enjuagan un millón de aplausos.
En los ojos del barítono se dibujan el negro y la tragedia, vestidos de un disfraz teñido de teatro. Está nervioso. Las piernas no responden, un sudor frío le abrillanta el rostro y las notas le titilan en la garganta. Se acercaba el canto ahogado de una víctima que aún no le había visto los dientes al lobo. Ya viene… se acerca… y entonces…al fin, la voz.
—¿Quién es ese, mamá?— Susurra una vocecilla aguda en los asientos de la novena fila.
—Es el barítono Leonard Warren.
—No, pero no digo eso. Es que no entiendo lo que le pasa. ¿Le va a pasar algo malo?
—Sí, mi amor, ya te he contado antes de lo que iba la ópera… está preocupado porque cree que van a matarle. Esto que está cantando es un aria que se llama “Morir, tremenda cosa…”.
—Pero es de broma, ¿no?
—Claro, cariño. Son actores. Y ahora estate calladito, ¿vale?
—Vale mami, pero…— una tos ronca, se escupe desde el escenario.
—¡Cállate, está a punto de acabar la parte más bonita de toda la ópera!
La Metropolitan Opera nunca ha vivido una agonía tan sentida antes. Poco a poco, la voz va perdiendo el terciopelo y convirtiéndose en alcohol. Y paso a paso la sombra de gigante de ese pequeño mortal se desdibuja entre tropiezo y tropiezo… las notas se hacen gárgaras amargas en la garganta y el chorro de voz se convierte en escupitajo. Las negras, las corcheas y los silencios empiezan a entrelazarse hasta quedar deshechos. Un dolor ulceroso mana del cuerpo retorcido del personaje. Y un grito desgarrador se hace eco en el techo hasta enmudecer por completo.
Y se queda quieto. Allí plantado, tembloroso y sin aliento. Sin tener los pies fijos al suelo. Con las rodillas blandas y los ojos muy abiertos.
—Me muero… ayuda, me muero…— Y al fin se rinde a la gravedad y vierte su cuerpo en el suelo.
Una oleada de aplausos llenos de sentimientos llenan el auditorio. Y el actor sigue quieto.
—¡¡Bravoooooooooo!!
Todos rabian de emoción y de ruido. Todos salvo un asiento en la novena fila que se queda muy callado, muy quieto.
—¿Qué pasa, cielo? ¿No te ha gustado?
—No, mamá… ¿se ha muerto de verdad?
—Claro que no. Ya te lo he explicado antes… es un actor.
Y aquella vocecilla aguda se mantuvo muy atenta esperando una respuesta, un suspiro, un movimiento, una sonrisa, un aliento… con los ojos bien abiertos.
Se cerró el telón y el barítono permaneció con ellos bien cerrados… callado, inmóvil, con los labios sellados y de fondo una horda de aplausos.
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