Por Tomás Marco
Se insiste muchas veces, y con razón, desde luego, en que no es igual oír que escuchar. Con respecto a la música, la posición más razonable es la que piensa que es mucho mejor escucharla que simplemente oírla. Pero la distinción resulta en la práctica menos evidente de lo que parece. Muchas veces cuando creemos escuchar no pasamos de oír. Por otro lado, el simple hecho de oír también tiene sus reglas y sus satisfacciones y, en cuanto a escuchar, las condiciones y objetivos de la escucha distan de ser unívocos.
Lo de hacer una música simplemente para oír es algo que se ha planteado incluso históricamente. El curioso pionero que fue Erik Satie y uno de los grandes del Grupo de los Seis, Darius Milhaud, presentaron a comienzos del siglo XX lo que llamaban musique d’ameublement (música de mobiliario), que debía ser apta para convivir con ella pero no para escucharla.
También en la Alemania de la primera postguerra, Paul Hindemith, y otros con él, introdujeron el concepto de música utilitaria o Gebrauchtmusik que es más o menos la misma concepción. De ahí surgieron muchas cosas, como la explotación comercial de la música ambiental con el fenómeno Muzak y los hilos musicales.
Tanto que hoy en día apenas hay almacén, ascensor o restaurante que no te reciba (o te agreda) con musiquitas para oír de fondo. Incluso si uno realiza una gestión telefónica en grandes compañías, y más si es para protestar o aclarar alguna cosa, lo más probables es que lo vayan enviando de un sitio a otro acompañado por molestas musiquitas.
La presencia absoluta de músicas simplemente para oír es una constante de la actual civilización. Eso se da en todos los ámbitos, y no es infrecuente observar en el transporte público, o en cualquier otro lugar, a gentes con auriculares oyendo dispositivos musicales o simplemente música en los teléfonos móviles. No se trata ahora de juzgar si eso es bueno o malo, sino de constatar que existe. Y, por otra parte, la bondad o no de una cosa depende mucho de su circunstancia o pertinencia.
Por muy ensimismado que alguien esté en su dispositivo, en un transporte, o por la calle, salvo que a uno no le importe tener un grave accidente, lo más que se puede hacer es oír la música que sea, no escucharla. Pero, ¿qué pasa con la sesuda audición de las gentes que acuden a un concierto de la llamada música clásica? Pues me temo que en la mayoría de los casos se escucha poco y, si acaso, se oye, y ya es bastante.
Es cierto que la escucha tienen que ser activa y eso cuesta un cierto esfuerzo, puesto que hay que ir hacia la música y no esperar a que esta nos acaricie. Se trata de zambullirse en ella, no de esperar a ver si una ola nos alcanza. La escucha atenta se suele dar poco. Creo que todos hemos comprobado cómo los avisos de apagar los teléfonos móviles se suelen incumplir en abundantes casos.
Como mucho, se ponen en ‘modo avión’, o se desconecta el sonido si hay suerte, porque todos, creo, tenemos la experiencia del teléfono que suele sonar en mitad de un concierto, preferentemente si se trata de un pianísimo o de un momento especialmente delicado de expresión.
Pero, sin necesidad de llegar a eso, creo que también todos tenemos la experiencia de haber observado en los conciertos a bastante gente que se pasa el tiempo consultando los teléfonos de alta gama, poniendo correos electrónicos, whatsapps o incluso navegando por internet. Evidentemente no parece que lo que está sonando sea su preocupación principal y uno se pregunta qué hacía ese tipo de gente en los conciertos cuando no existían esos artefactos. Pues supongo que lo más probable es que dormir, actividad que tampoco he dejado de ver en los auditorios.
Ese comportamiento no quiere decir necesariamente que los que lo desarrollan vayan a un concierto obligados o de malísima gana. Tiene que ver con cómo oyen y no escuchan la música. Ir a un concierto a pasar el rato es algo bastante frecuente. No es ilegítimo, desde luego, pero es lástima que solo se vaya a eso.
También lo es (frecuente y legítimo) ir a olvidarse un rato de la vida diaria, aunque sea también una lástima que las obras artísticas se empleen solo como sustitutivo del psicólogo. Hay muchas formas de solo oír y ninguna hace justicia ni a la música ni a las personas que se quedan en ese estadio. Mozart, Beethoven y hasta el último estreno deberían escucharse, no conformarnos con oírlos.
Contrasta muchas veces esta manera de acercarse a la música con la de las gentes que van a los conciertos pop donde lo que importa es la fiesta y el disfrute del acto. Por supuesto que no se va propiamente a escuchar, sino a oír en unas determinadas condiciones donde, además, tampoco la calidad es lo más importante, y no me estoy refiriendo ahora a la calidad de la música, sino a las de las condiciones en que se oye, que no son siempre las mejores.
Pero me parece que muchos auditores de música clásica van a los conciertos con las mismas ganas de disfrutar que los de los conciertos pop. Solo que los de clásica sí tienen que escuchar y no solo oír.
Hay públicos clásicos que van directamente a no disfrutar. Entre ellos, los supuestos entendidos y aficionados de toda la vida, que van dispuestos a amargarse porque la versión que escuchan en vivo no es la que tienen en disco en su casa, o que se pasan la vida a la caza de fallos reales, o supuestos, del director, los solistas o los músicos.
Al final se queja amargamente y trata de pasar por un experto al precio de no disfrutar jamás. O los que, si hay una obra que no conocen, miran cuidadosamente la fecha de nacimiento del autor y, si sobrepasa el siglo XIX, ya están convencidos de que no les va a gustar antes de que suene.
Escuchar música es una tarea apasionante y gratificante, aunque no sea tan fácil porque exige un cierto esfuerzo. No se trata tanto de una escucha técnica, aunque la música tiene su estructura y su forma y se puede disfrutar y mucho de ellas. Si una fuga de Bach nos emociona no es porque repita un esquema conocido, sino por la manera que tiene de manejarlo y salirse coherentemente del esquema.
Para eso no es necesario, aunque tampoco estorbe, conocer la técnica de la fuga, sino ser capaz de aprehender su emoción musical. Emoción musical que depende de la adecuación de forma y fondo que, en música, tienden a ser la misma cosa. Las emociones sonoras son el reino de la música.
Pero generalmente se suelen confundir con sentimientos, sobre todo con sentimientos verbalmente expresables. Desde luego que los sentimientos son emociones, pero su verbalización no es un valor musical, ya que la música es por definición inefable, o sea que no se puede expresar con palabras.
Si escuchando un cuarteto de Schubert podemos luego contarlo con palabras, es que no nos habremos enterado de nada. Escuchar la música y entrar en su mensaje sonoro es una experiencia grande pero prácticamente intransferible.
Oír una sinfonía de Brahms es más fácil que oír una obra nueva, pero escuchar cualquiera de las dos es igualmente complejo porque necesita adentrarse en el propio mundo de cada obra, en sus relaciones de estructura y en su capacidad emocional, que es radicalmente única porque cada obra lo es, independientemente de su lenguaje, época, o técnica. Otra cosa es lo acostumbrados que estemos a cada lenguaje. Pero el hábito no es el mensaje. Así que intentemos acostumbrarnos a no solo oír sino a escuchar bien.