Por José Luis García del Busto
En el mes de enero de 1999 se cumplió medio siglo desde que falleciera en su domicilio de Madrid, próximo a la Cibeles, un gran músico sevillano, andaluz, español y universal llamado Joaquín Turina. El 3 de diciembre inmediatamente anterior había ingresado en el sanatorio del doctor López Ibor en lamentable estado de salud y con prescripción de reposo absoluto: incluso las visitas estaban prohibidas o muy racionadas, y sólo los festivos se le permitía salir con los suyos. Como describe su yerno Alfredo Morán en su ensayo biográfico, solamente tres visitas de amigos recibió Turina en la habitación del sanatorio durante las semanas que allí permaneció: las de su colaborador y biógrafo Federico Sopeña, su intérprete Lola Rodríguez de Aragón y su discípulo Jesús García Leoz. El día de Reyes de 1949 fue la última vez que salió de allí para pasar unas horas en su casa rodeado de su familia, a la que dio a entender, lúcida e inequívocamente, su conciencia de estar abocado a un fin muy próximo. En la madrugada del día 12, una llamada desde el centro médico anunció a sus familiares el traslado del enfermo a su domicilio: la bronconeumonía le había sumido en un estado de gravedad irreversible.
En efecto, apenas dos días después, a primera hora de la tarde del día 14 de enero de 1949, se produjo el fatal desenlace. Turina tenía entonces solamente sesenta y seis años de edad y, por lo tanto, si la enfermedad no se hubiera cebado en él, hubiera tenido mucha buena y bella música por escribir después de aquella Sinfonía del mar que no alcanzó a completar. Buena y bella música, sí, aunque sea objetivamente cierto que, según la trayectoria compositiva de los últimos lustros, probablemente su aportación -en cuanto a sustancia musical nueva- había quedado ya hecha cuando estalló la guerra civil, haciendo añicos tantas cosas. Pero el hecho es que don Joaquín se fue y, como es propio de los artistas creadores, nos dejó el legado de su obra.
Su obra es importante en el contexto de la cultura española del siglo XX y, por suerte para todos, el orden con que siempre trabajó él, más el interés, el cariño y la generosidad en el esfuerzo de su herederos, ha hecho posible que su conocimiento se extienda en todas las direcciones: se extiende, en primer lugar, porque cada vez son más las obras de Turina que se tocan; en segundo lugar, porque esas obras cada vez se tocan y se estudian en más sitios. En efecto, si hace unos lustros era difícil que las presencias de la música de Turina en los conciertos, en los discos y en los programas de radio se salieran del reducido ámbito de La oración del torero, la Procesión del rocío, la Sinfonía sevillana, las Danzas fantásticas y algunas canciones, hoy día el panorama es mucho más abierto y las obras de cámara turinianas -capítulo esencial de su repertorio, probablemente más perdurable que el orquestal- se han incorporado con relativa normalidad a los conciertos de violinistas, pianistas, tríos y cuartetos, y los pianistas hacen circular muchas más obras que antaño: incluso se ha acometido la grabación integral del piano de Turina (Antonio Soria, para Ediciones Moraleda), empeño importante cualitativa y cuantitativamente, pues, como se sabe, don Joaquín compuso multitud de obras para el instrumento que también dominaba como intérprete. En cuanto a la extensión geográfica del interés por la música de Turina, baste repasar la cantidad de artículos, estudios monográficos y hasta tesis doctorales que lo están tomando como objeto de trabajo en Francia, Países Bajos, Inglaterra…, países sudamericanos o tantas universidades de los Estados Unidos. Para una y otra cosas ha sido decisivo que, por el ya mencionado trabajo familiar, de cualquier obra de Turina haya partitura disponible en condiciones y grabación de referencia.
Joaquín Turina tuvo un brillante comienzo de carrera en París, pero, tras uno de sus primeros conciertos importantes en la capital francesa, el maestro Albéniz le sugirió que aprendiera cuanto pudiera de la Schola Cantorum, pero que, a la hora de nutrir su inspiración, mirara más hacia la tradición popular española. En el mismo sentido apuntaba una crítica de Debussy, nada menos. Poco tardó Turina en convertirse decididamente en una especie de «cantor de España» en música de concierto. Prácticamente todas sus obras llevan títulos no abstractos, sino indicativos de ello y, dentro de cada obra, también suelen llevar títulos significativos los movimientos. Así, encontramos obras del maestro como Verbena madrileña, Mallorca, Homenaje a Navarra…, y movimientos titulados La madrileña clásica, Ante la Torre del Clavero (Salamanca), Una vieja iglesia (Logroño), Miramar (Valencia), En los jardines de Murcia, Rompeolas (Barcelona), El árbol de Guernica, Sardana, Danza vasca, Ramblas de Barcelona, Madrid, Los estudiantes de Santiago, Carretera castellana, El acueducto (Segovia), La Puerta del Sol (Toledo), La murciana guapa, Viejas calles madrileñas…, relación en la que, obviamente, hemos prescindido de cualquier referencia andaluza precisamente para subrayar que Turina miró más allá de su tierra a la hora de incorporar lo popular español y las referencias paisajísticas a sus pentagramas. Pero es cierto, por supuesto, que, sobre todo, miró a Andalucía: la sucesión de títulos en esa línea sería abrumadora y, por encima de ello, muchos fragmentos de partituras turinianas cuyo planteamiento huye de referencias concretas respiran irremediablemente andalucismo. Más aún: el andalucismo de Turina subyace o sobrenada en pasajes musicales que quieren ser otra cosa. Recuerdo haberme ocupado en un artículo, hace ya algunos años, de rastrear las abundantes incursiones que hace Turina en el zortzico, un compás y un ritmo específicamente vascos, pero señalando cómo, frecuentemente, bajo la métrica del zortzico vasco late sustancia musical reconocible como andaluza… Y es que la música de don Joaquín tenía acento sevillano, como su habla.
Músico, pues, sevillano, andaluz y español. Pero arriba apunté que también universal y, para abrochar estas líneas, quisiera argumentar sobre ese carácter algo que, por simple y obvio, parece olvidarse a veces: la universalidad en música, como en cualquier manifestación artística o literaria, es cuestión de calidad. Suelen buscarse a veces explicaciones de lenguaje, de idiosincrasia de los pueblos, de sintonías o afinidades culturales… cuestiones todas ellas importantes, sin duda, pero adjetivas. Lo único sustantivo es la calidad, y la música de Joaquín Turina la tiene.