Maestra, novelista, dramaturga, ensayista, articulista, traductora, libretista; feminista, militante del PSOE y diputada a Cortes por Granada en las elecciones de 1933, María de la O Lejárraga García (San Millán de la Cogolla, 1874-Buenos Aires, 1974) fue también una apasionada de la música de su momento y colaboró en la creación de obras señeras de la música española, debidas a los compositores José María Usandizaga, Manuel de Falla y Joaquín Turina.
Por Alejandro Santini Dupeyrón
‘Que María Lejárraga resultó algo fuera de lo común […] lo vemos en la intachable memoria de su vida, sin un ápice de rencor, sin atisbos de reproche, con la delicadeza de las almas más grandes, con la aristocracia de los seres más puros’. Andrés Trapiello, Los nietos del Cid.
La escritora y sus nombres
En los círculos artísticos e intelectuales era un secreto a voces que las obras literarias firmadas por Gregorio Martínez Sierra eran en realidad escritas por su esposa. Firmada como María de la O Lejárraga había aparecido en 1899 su primera obra literaria, Cuentos breves. Lecturas recreativas para niños. En su autobiografía Gregorio y yo. Medio siglo de colaboración (México, 1953) cuenta que consiguieron editar aquel libro, junto a otro con el Poema del trabajo de Gregorio, siendo ya novios, ‘en secreto juntando nuestros escasos ahorros’. El libro de Gregorio fue reconocido en casa de este como un milagro. ‘Creo que hasta champaña se descorchó en la celebración’. En casa de María, primogénita de una familia acomodada, ‘el acontecimiento no despertó entusiasmo ni ocasionó celebración alguna’. Herida profundamente en el orgullo, la autora novel juró que su familia jamás volvería a ver su nombre en la portada de un libro.
El 1900 María contrajo matrimonio con Gregorio, decidida a que los hijos de su ‘unión intelectual no llevaran más que el nombre de su padre’. Otra razón a considerar fue que, siendo como era maestra de escuela (plaza ganada por oposición en 1896; pediría la excedencia en 1908 para centrarse en la literatura), no quería empañar su nombre ‘con la dudosa fama que en aquella época caía como sambenito casi deshonroso sobre toda mujer ‘literata». A esta se añadía una tercera razón, propia del romanticismo más ingenuo: ‘Casada, joven y feliz, acometiome ese orgullo de humildad que domina a toda mujer cuando quiere de veras a un hombre’. Y puesto que todas las obras serían ‘hijas de legítimo matrimonio, con el nombre del padre tienen suficiente honra’.
El ocultamiento de la autoría de la escritora en sus obras literarias fue, por tanto, un acto plenamente consciente y voluntario; y, ateniéndose a las razones expuestas, continuó siendo fiel al acuerdo a pesar de la definitiva ruptura sentimental con Gregorio en 1922, cuando este fue padre de una niña, Katia, con la que desde hacía años fuera su amante, Catalina Bárcena, primera actriz de la compañía teatral fundada por Gregorio, empresario entonces del madrileño Teatro Lara. A Catalina se atribuía la cínica afirmación según la cual Gregorio era ‘feliz atendido por dos mujeres: una escribe sus comedias y otra las representa’.
Dado que María y Gregorio nunca llegaron a divorciarse, este continuó beneficiándose, hasta su muerte en 1948, de la producción literaria de su mujer. En un escueto documento privado, firmado en 1930 ante dos testigos de confianza, Gregorio reconoció la autoría compartida de dicha producción: ‘Declaro para todos los efectos legales que todas mis obras están escritas en colaboración con mi mujer, doña María de la O Lejárraga García. Y para que conste, firmo en Madrid a 14 de abril…’.
Con el nombre común habían dado ya por concluidos los artículos de prensa en 1928. En 1930 se estrenaba en Buenos Aires la última obra teatral compartida, Sortilegio. A partir de ese momento la escritora comenzó a firmar como María Martínez Sierra. La primera obra publicada con dicho nombre, La mujer española ante la República, de 1931, reunía una serie de conferencias dadas en el Ateneo de Madrid con motivo del advenimiento del nuevo régimen. La dedicatoria del volumen ilustra los sentimientos de la autora, a pesar de la infidelidad y abandono sufridos: ‘A Gregorio Martínez Sierra, con lealtad y cariño, dedico este trabajo, que, distancia y premura, me obligaron a realizar sola, pero no fuera de nuestra entrañable comunidad espiritual’. Como explicara en una entrevista concedida a ABC, el propósito no era otro que ‘evitar torcidas interpretaciones […] sin comprometer a quien más quiero en el mundo’.
La muerte de Gregorio supuso para María, exiliada en extranjero desde el estallido de la Guerra Civil, el comienzo de una nueva lucha en la propiedad de sus obras. El testamento de Gregorio declaraba única heredera a la hija habida con Catalina Bárcena; y como los letrados de la Sociedad General de Autores rehusaban alterar las fichas de propiedad única del finado sin una resolución judicial —algo desaconsejable estando María en exilio—, la escritora no tuvo más opción que negociar con la heredera. El resultado, que siempre consideraría injusto, supuso para ella renunciar a sus derechos de coautoría, aceptar el 50 % de los derechos como viuda, una pensión de viudedad del Montepío de la Sociedad de Autores y el usufructo de los derechos de autor percibidos en el extranjero, que a su muerte pasarían a ser propiedad de la heredera.
Solo palabras para la música
‘La letra de un libreto no es sino un cañamazo de palabras que el compositor utiliza porque algo hay que cantar, ya que el sonido que más conmueve al auditorio es el de la voz humana: lo que esa voz pueda decir no tiene importancia’. Gregorio y yo. Medio siglo de colaboración.
La relación entre literatura y música estuvo siempre presente en la obra de María Lejárraga. Ya en los tempranos Diálogos fantásticos, publicados en 1899, postulaba en las páginas de Rapsodia, segundo diálogo, un acompasamiento de texto y música basado en el ritmo de la Rapsodia en Do sostenido menor de Liszt. El final de la Escena III de Talismán de amor, aparecido en la revista Hojas selectas en 1903, incluía la partitura de la Canción de Arlequín, para piano y voz, compuesta por Juan Salvat; asimismo en Corte de amor, poema dramático en cinco jornadas, incluido en la misma publicación, acababa con una pieza para canto, piano o arpa: la Canción de Marsilio, firmada por Joan Lamote de Grignon. La pieza escénica Pastoral, publicada en 1905 en la misma revista, recogía cuatro tonadas populares transcritas y armonizadas por Felipe Pedrell, editadas con posterioridad en el Tomo I de su Cancionero popular español.
Ese mismo año Pastoral sería incluida, junto con Saltimbanquis y dos obras más, en el volumen Teatro de ensueño, que contó con la colaboración del poeta Juan Ramón Jiménez. Saltimbanquis sería la base para libreto de Las golondrinas, de José María Usandizaga, estrenada con clamoroso éxito como zarzuela en el Teatro Circo Price de Madrid en febrero de 1914. Al malogrado compositor lo conocieron María y Gregorio cuando contaba 24 años: ‘Era pequeño, desmedrado, enfermizo, cojeaba levemente. Tuberculoso desde la infancia, solo el solícito cuidado maternal conseguía mantenerlo con vida’. Orquestados los pasajes hablados por Ramón Usandizaga, hermano del compositor tras el fallecimiento de este en 1915, Las golondrinas se reestrenará como ópera en tres actos en el Liceu barcelonés en diciembre de 1929. Ramón orquestaría también la otra ópera surgida de la colaboración de Usandizaga con María, La llama, estrenada en el Teatro Victoria Eugenia de San Sebastián en enero de 1918.
Falla y Turina: los últimos libretos
Si a José María Usandizaga lo recordaba María como un ‘maestro de la situación’ que ‘vibraba al choque del conflicto’, pues ‘había nacido dramaturgo como Verdi, lo mismo que Wagner’, a los otros dos grandes compositores para los que escribiría libretos, Manuel de Falla y Joaquín Turina, los recordará como a los músicos ‘de la pasión’ y ‘de la ilusión’, respectivamente. Por mediación de Turina, los Martínez Sierra conocieron a Falla en París, poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, en la modesta habitación del hotelucho donde llevaba ‘una existencia más que austera, preocupado enteramente por su obra, soportando pobreza y soledad con áspera y orgullosa resignación’. Como socorro a Falla, el matrimonio concibió la idea de un espectáculo con música suya para representar en el Teatro Lara.
De este empeño surgirá el libreto de María para El amor brujo, gitanería en un acto y dos cuadros dedicada a la bailaora y cantaora Pastora Imperio, que acabó estrenándose en el Lara en abril de 1915. Según la escritora ‘el público, sorprendido y fascinado, se rindió a la gitanería’; respecto a la Danza del fuego, estaba convencida de que había sido ‘el mayor triunfo de Pastora Imperio… El revuelo de su falda enrojecida por las llamas de la hoguera aventaba y arremolinaba corazones como el vendaval avienta y barre el tamo de la paja en la era’. Meses antes, por mediación de Gregorio, la ópera compuesta y estrenada por Falla en francés, La vida breve, subiría a escena en el Teatro de la Zarzuela.
La última colaboración de María con el compositor gaditano (‘don Manué’, como afectuosamente se dirige al músico en su correspondencia) fue el ballet El sombrero de tres picos, inspirado en la novela corta de Pedro Antonio de Alarcón. La obra, que se estrenó como pantomima, pasaría a ballet por deseo expreso de Serguéi Diáguilev, quien, de visita en Madrid con su compañía de Ballets Rusos, asistió a una representación de la obra. ‘Era Diáguilev testarudo e impaciente —recordará María—. Empujados por su voluntad imperiosa, músico y libretista nos pusimos de nuevo al trabajo […] para dar entrada en la acción a las grandes masas coreográficas y proporcionar al bailarín estrella —en aquella ocasión Leonidas Miassin— las ‘romanzas danzadas’ que toda vedette del arte de Terpsícore necesita para su lucimiento’.
La relación entre los Martínez Sierra y Falla, hombre de carácter maniático y depresivo, se cortaría en 1922.La relación con Turina, en cambio, fue siempre, en palabras de María, menos conflictiva y más humana: ‘Todo en él era calma, sonriente aceptación de la existencia’. Se conocieron poco después del estreno de Las golondrinas de Usandizaga y llegaron, ‘aun antes de pensar en colaboración, a ser magníficos amigos’. El primer proyecto compartido, Margot, comedia lírica en tres actos estrenada en el Teatro de la Zarzuela en octubre de 1914, fue un clamoroso fracaso. Cuenta María que, cuando se alzó el telón, ‘no fue posible oír una sola palabra ni una sola nota; los ‘reventadores’ habían organizado perfectamente la conspiración para asesinar —no hay vocablo más apropiado— la obra’. Turina achacó el fracaso al libreto; una deslealtad por la que María nunca le guardó rencor: ‘gracias a nuestra filosofía, nuestra amistad salió incólume de la desagradable prueba’.
Volverían colaborar en El jardín de Oriente, ópera en un acto llevada a escena en el Teatro Real en marzo de 1923; otro terrible fracaso achacable, al decir de la libretista, a ‘las pésimas condiciones que siempre ha reservado [el Real] a las obras de músicos españoles’, y donde se utilizaron viejos decorados sin relación alguna con la obra. Por si fuera poco, la actuación del coro fue lamentable, y aun peor la del cuerpo de baile. Aquel desastre persuadió a Turina de apartarse definitivamente del teatro: nunca más compondría música escénica; decisión sin duda lamentada por María, pues colaborar con el compositor sevillano, al contrario que con Falla, fue siempre un placer.
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