Por Tomás Marco
Es muy cierto que la ópera es una actividad cara. Representa una conjunción de elementos teatrales, escénicos, musicales, técnicos y administrativos que a día de hoy han convertido un espectáculo que un día se basó en la simple respuesta del público en algo inviable sin el concurso de ayudas públicas o privadas pero que, en todo caso, es imposible sufragar en su totalidad con el importe de las entradas incluso aunque éstas no sean baratas.
El cúmulo de recursos que se ponen en juego a lo largo de una representación operística hace que los responsables de los mismos tiren cada uno para sus intereses y que coordinarlos, subordinarlos y dominarlos sea una tarea no fácil pero que, evidentemente el que la consigue realizar es finalmente quien de verdad manda en la ópera.
Ya desde sus comienzos esto fue evidente y está claro que los compositores habían perdido desde el inicio la capacidad de mando. El propio Monteverdi no fue visto en sus primeros trabajos sino como alguien que ilustraba sonoramente un texto que se suponía era más importante aunque, ya en su etapa veneciana, la existencia de teatros líricos públicos y no de corte acentuó su importancia como creador ante los que recibían la obra. Pero, tanto durante sus inicios como en buena parte de la sociedad barroca, la ópera fue un espectáculo de corte y como tal los primeros que mandaron en él fueron no los compositores, los libretistas o los cantantes sino los escenógrafos. Aún no se había inventado, no sabemos si por suerte o por desgracia, la dirección escénica moderna pero era imprescindible que la ópera fuera un espectáculo y para ello hacía falta maquinaria complicada, espectacular… y cara. Las grandes arquitecturas teatrales predominaban y sus autores eran cotizados internacionalmente precediendo al divo del canto que aún no estaba inventado. Quien crea que exagero no tiene más que ver los comienzos de la ópera en España, país donde por cierto llegó inmediatamente después de inventada en Italia, tan rápidamente como a Francia y antes que a los demás países europeos. Pues bien, de muchas de esas primeras óperas conocemos a veces el autor del texto (no siempre el texto mismo) y desde luego al escenógrafo e incluso qué hacía. En cambio, de la mayoría ni se conserva la música ni generalmente se menciona quién fue el autor de la misma, que sigue ignoto.
Pronto los públicos operísticos, incluso los de cortesanos, descubrieron que, junto a los textos pretendidamente elevados y las escenografías espectaculares, lo que les gustaba de verdad era el canto y en el segundo barroco éste empezó a mandar en la ópera. No todos los cantantes, pues es la época de la tiranía de los castrati que fueron verdaderos dictadores hasta para el mismo Händel. Las descripciones que nos quedan de sus vidas, de su actitud en escena y de lo que el público esperaba de ellos lo demuestra bien a las claras y si así no hubiera sido, un Farinelli no se hubiera convertido en la panacea de los males de Felipe V.
Entre la decadencia de los castrati y la elevación de sopranos y tenores, con alguna eventual voz grave, hubo un momento en que pareció que los compositores iban a tomar las riendas del asunto y si Mozart lo intentó con desigual fortuna, fue Rossini el que verdaderamente lo consiguió. Quizá Rossini fue el compositor histórico que más dominó la ópera sin esfuerzo (a Wagner le costó un trabajo ímprobo). Pero él se apoyó en unas voces muy particulares y en un estilo de canto que permitió que los cantantes pudieran tomar el mando. Ni Bellini ni Donizetti, ni mucho menos Verdi, dominarían como él, y en realidad los tres últimos cuartos del siglo XIX representan el imperio absoluto de las voces, que son a las que se rinden los públicos y que llegan incluso a imponer su propio vestuario y gesticulación en los papeles independientemente de la producción en que estén.
Las grandes voces han continuado existiendo pero no mandando. Quien toma el mando después de ellas es el director de orquesta y el fenómeno se suele personificar en la figura de Toscanini, pero ya los directores wagnerianos mandaban los suyo y, por lo que sabemos, Mahler era dictador absoluto de la ópera vienesa. La situación durará hasta la muerte de Karajan. Por supuesto, los directores de calidad siguen existiendo como también las voces, pero han cedido el mando, que desde el último cuarto del XX pasó a los directores de escena que llegan a reinventarse el paisaje operístico con la aquiescencia no tanto del público como de algunos críticos aparentemente progresistas pero tan reaccionarios como para aplaudir, por ejemplo, que el lugar ideal para situar Carmen sean las cloacas de Shangai ya que así aparentar defender la novedad pero se ahorran el asistir a óperas nuevas de verdad .
Así, los directores de escena parecen seguir mandando pero sólo es así porque es en lo que se basan los nuevos señores de la ópera. ¿Y quiénes son? Pues una figura secundaria que antes se llamaba empresario o gerente y que ahora se llaman intendentes o directores artísticos. Sus cotizaciones se han disparado y sus fichajes vienen a ser como los de los futbolistas. No se sabe qué obras van a poner, qué cantantes o directores manejan ni si saben algo de la música del país al que explotarán. Lo importante es anunciar que se tiene al Cristiano Ronaldo de este invento.
Quizá todo esto ocurre porque quienes deberían mandar son los que en absoluto lo hacen. Dado que se trata en su mayor parte de dinero público, los teatros de ópera tienen una natural dependencia de las instituciones que les pagan pero éstas distan mucho de mandar en ellas. Evidentemente estas instituciones suelen ser públicas y por tanto tener un componente político. Desde luego no estoy defendiendo que los políticos manden en las óperas; no solo porque no sepan nada de eso sino porque cuando saben o les gusta un poquito es aún peor. Pero los políticos sí tienen obligación de velar por el buen uso del dinero público, que es algo que no suelen prodigar (prefieren a veces meterse a programar) y hay mecanismos sobrados para ello aunque no se suelan usar. En España los teatros se suelen regir por patronatos designados por las instituciones que los financian pero si hay algo que de verdad no ejerza el menor mando en los teatros son esos patronatos, que no suelen estar formados por expertos (a veces en su composición no figura ni un solo profesional de esas cosas) sino por clientela política afín.
No mandar implica no controlar el gasto y la inversión y ello en un momento de crisis no es bueno para la música del país. Tener instituciones de lujo (real o aparente) y que, al propio tiempo, los conservatorios, o los coros, o la creación o lo que sea, estén en mínimos, carece de sentido y es un pecado político. No hay por qué señalar casos, que se puede, sino que, dado lo que la ópera supone, sería muy útil saber quién manda de verdad en los teatros de ópera ya que en esos casos se podrían saber, e incuso exigir, que es algo que nunca se hace, responsabilidades, ¿o tampoco?