El mundo de lo infantil y el de la danza se unen en una obra única del francés Maurice Ravel. Original para piano a cuatro manos (1910), creció hasta llegar a ser un ballet (1912), todo ello basado en cinco cuentos infantiles.
Por Mario Mora
Maurice Ravel y sus circunstancias
La común cita de Ortega y Gasset, ‘Yo soy yo y mis circunstancias’, podría aplicarse a muchos artistas y creadores, especialmente a algunos como Maurice Ravel. De origen francés, nacido en 1875 en Ciboure, siempre recalcó su relación con España: orgulloso vasco, sonreía al mencionar constantemente en sus entrevistas el hecho de que sus padres, Pierre-Joseph y Marie, se conocieron en Madrid. Algunas misivas las iniciaba con un ‘Ongi Ethori‘ (sic.), e incluso de Joaquín Turina se despidió en otra carta, en una visita a Madrid, con un ‘desde tú (o mi) patria’.
Esta circunstancia hizo que mucha de su música sea y suene española. Otras circunstancias como conocer al pianista Paul Wittgenstein, sin brazo derecho, le hizo responder al encargo de escribir un Concierto para la mano izquierda; cruzarse en su carrera con Serguéi Diáguilev provocó una concentración de piezas bailables y de ballets en su catálogo; y así tantos y tantos hechos que condicionaron indudablemente una obra marcada por las eventualidades.
También existieron circunstancias que llevaron a Ravel a incluir abundantes referencias musicales al universo infantil, de los niños, la magia, la fantasía y los juguetes. Los más estudiosos de su vida achacan su apego por el mundo de su infancia a una enorme sobreprotección familiar, incluso en la etapa adulta; a sus 40 años, Maurice trataba en público a su madre con un cariño que llamaba la atención de los que presenciaban la escena en sus comparecencias públicas a eventos y conciertos, desenmascarando a un hombre enormemente sensible que en muchas ocasiones se escondía detrás de la fachada de un creador frío y maduro.
De esta sensibilidad hacia lo infantil nace Mi madre la Oca (Ma mère l’Oye), un proyecto que comenzó como una única pieza para dueto de piano a cuatro manos en 1908, a la cual se añadieron otras cuatro para ser estrenada en forma de suite en 1910, en su primera versión definitiva, por dos jóvenes pianistas: Geneviève Durony, de 14 años, y Jeanne Leleu, de 11 años. Aquel estreno en la histórica Salle Gaveau sería solo el primer paso de la remarcable historia que acompaña a una de las piezas más únicas y personales del compositor.
De una breve pieza para piano a un ballet
Tradicionalmente, la obra en español se conoce como Mi madre la Oca, probablemente por una traducción poco meditada o falta de un mínimo conocimiento lingüístico, pues una interpretación más acertada podría haber sido, simplemente, Mamá Oca. Ravel toma el nombre de Loscuentos de Mamá Oca (Les Contes de ma mère l’Oye), escritos en 1697 por Charles Perrault. Mamá Oca es un personaje popular, del mundo de la ficción, que representa a una mujer del campo habladora y deseosa de contar cuentos e historias.
Loscuentos de Mamá Oca de Perrault comienzan con La bella durmiente del bosque, y precisamente la primera propuesta de Ravel para Mi madre la Oca, en 1908, contemplaba únicamente una pieza: la Pavane de la Bella durmiente,publicada en su catálogo como M56. No hay constancia de si esta pieza pasó más allá de algún aula del Conservatorio de París para ser interpretada por jóvenes estudiantes, dada la brevedad y la escasa dificultad de la misma. Dos años después, seguramente por el cariño que profesó a esta miniatura, el compositor añadió otros cuatro movimientos para formar lo que subtituló como Suite de Cinco piezas infantiles, en esta ocasión con un fin performativo: formar parte del programa del concierto inaugural de la Sociedad Musical Independiente, cofundada en ese momento por él mismo junto a otros compositores como Gabriel Fauré, a modo de reacción y rechazo a la Sociedad Nacional de Música.
En una carta a su amigo, el crítico Émile Vuillermoz, Ravel ya anuncia los preparativos del estreno: ‘Pronto recibirás dos copias de Ma mère l’Oye […] Por favor, dáselas a las dos niñas, a menos que Chadeigne ya haya tomado una copia para su joven estudiante’. Sin duda, Ravel preparaba aquel concierto, en el cual él también estrenaría como pianista D’un cahier d’esquisses de Debussy, con mucha implicación: ‘…será necesario reunirse con mis encantadores intérpretes en ese momento. Creo que si, excepcionalmente, pudiéramos reunirnos en la Salle Gaveau, eso sería quizás incluso mejor; luego podríamos ensayar en el piano que se utilizará para el concierto’.
Cinco son los cuentos que conforman la primera versión publicada con el número de catálogo M60 y que sonaron en aquel histórico concierto; cinco piezas, de unos 15 minutos de duración, que siguen formando parte del repertorio habitual para piano a cuatro manos: Pavana de la Bella durmiente (Lent), Pulgarcito (Très modéré), Laideronnette, Emperatriz de las Pagodas (Mouvt. de Marche), Conversación de la Bella y la Bestia (Mouvt. de Valse très modéré) y El jardín encantado (Lent et grave).
Aunque después se describirá cada pieza con más detalle, cabe destacar que la obra impacta por su pureza y sencillez. Líneas delicadas, texturas muy adelgazadas y armonías exentas de grandes choques que el propio compositor, en unos esbozos autobiográficos, justifica: ‘El propósito de evocar en esas piezas la poesía de la infancia me llevó naturalmente a simplificar mi manera y a desnudar mi escritura’. Simpleza y desnudez, dos características que están presentes en su primera versión para piano y que se mantienen en la orquestación de las obras. La obra comenzó a ser interpretada en otras salas de Europa, siendo recibidas por algunos críticos como ‘las piezas infantiles más notables que existen’; dicho éxito supuso la continuación en el proceso de transformación de Mi madre la Oca.
Aunque generalmente se piense que hay un salto directo de las piezas para piano a la versión en ballet de la obra, nos encontramos con un punto intermedio y muy frecuente en su catálogo: la instrumentación y re-escritura de las obras para poder ofrecerlas también en formato sinfónico, algo en lo que Ravel era un maestro como pocos, y que su editor le pedía, seguramente, con el principal fin de vender más copias y tener más oportunidades de mostrar la obra en público. Ya en febrero de 1911, Ravel indica en una carta a Désiré-Émile Inghelbrecht, compositor y director francés, un dato que deja claro este proceso: ‘Se supone que debo orquestar Ma mère l’Oye por solicitud de mi editor, y habría sido justo lo que necesitas’, en referencia a una petición de Inghelbrecht de incluir una pieza de Ravel para pequeña orquesta.
El uso exacto de dichas palabras da a entender que Maurice Ravel todavía no había acometido dicha orquestación. En aquel tiempo, desde 1909 y hasta la llegada de la Gran guerra en 1914, Serguéi Diáguilev había aterrizado en la capital francesa para revolucionar todos los teatros con sus ballets rusos. A Ravel le había encargado un ballet inspirado en la novela Daphis et Chloé del poeta griego Longo (siglo III-II a. C.), y aprovechando la eclosión del género en París y la relación fructífera con el empresario, Ravel ofrece además otras obras, entre ellas, una adaptación de Mi madre la Oca, ahora sí, para orquesta, añadiendo un preludio, un nuevo episodio de apertura y cuatro interludios entre los citados cuentos, completando así un concreto ballet de algo menos de 30 minutos de duración, con el número de catálogo M62.
El compositor elige una plantilla orquestal reducida, si tenemos en cuenta lo que era habitual en la época, escasa de metales —tan solo dos trompas— pero con variados instrumentos de percusión: bombo, platillos, glockenspiel, tam-tam, triángulo, xilófono, ideales para crear colores en los mundos mágicos a los que nos va a llevar, y a los que añade arpa, celesta, maderas a dos y cuerdas. Los presentes en el Théâtre des Arts de París pudieron disfrutar, en enero de 1912, de un exitoso estreno que mostró una vez más el refinado trabajo de Ravel con los instrumentos de la orquesta. Pronto, la partitura viajó a todo el mundo, sonando durante los siguientes años por primera vez en toda Europa y Estados Unidos.
Cinco cuentos musicales llenos de ingenio
Aunque en el catálogo de Maurice Ravel no se publica la suite orquestal de Mi madre la Oca, es habitual por las orquestas extraer de esta obra (M62) los cinco cuentos de la versión original para piano a cuatro manos (M60) y conformar dicha suite; o, dicho de otra forma, no es extraño que una orquesta, en un concierto sinfónico, interprete el ballet sin el preludio, sin la escena de apertura y sin los interludios. Por ello, se pasa a continuación a detallar la música de los cinco cuentos principales que están presentes en todas las versiones de la obra. Las referencias sonoras que se detallan se harán en base a la versión orquestal.
El germen de la obra, como ya se ha explicado, es la Pavana de la Bella durmiente. En un tempo muy pausado (Lent), flauta y flautín se reparten las delicadísimas melodías en un comienzo muy camerístico en el que solo una trompa, con detalles de la cuerda y del arpa, participan para crear el ambiente que Ravel busca: describir el sueño de la princesa, puesto en peligro por la bruja y protegido por las hadas. El clarinete se suma en la parte central a un desarrollo de la melodía sin abandonar la ternura languidecida que rezuma la breve pieza.
En tempo muy moderado (Très modéré) comienza Pulgarcito, con líneas continuas e imprevisibles que marcan los violines a los que se suman diferentes instrumentos de madera, mostrando esos caminos interminables que el protagonista sigue a través de los trocitos de pan. Ravel plantea continuos cambios de compás desde el comienzo (c.1: 2/4, c.2: 3/4, c.3: 4/4, c.4: 5/4, c.6, 3/4, etc.), evitando los pulsos fuertes y provocando así más sensación de inestabilidad. El momento más vivo es el cuento central, Laideronnette, Emperatriz de las Pagodas,a ritmo de Marcha con ecos orientales. Las escalas pentatónicas recorren la pieza más completa y sonora de las cinco, con gran presencia de arpa, celesta y percusión. Pagodas, sirvientes orientales y hasta una serpiente forman parte de las indicaciones que Ravel deja para los coreógrafos en la versión de ballet, recalcando el ‘estilo chino’ de muchos elementos.
La ternura vuelve de manera excelsa en Conversaciones de la Bella y la Bestia, a través de un vals moderado, dulce, en el que el clarinete representa la delicada voz de Bella, y el contrafagot los oscuros sollozos de Bestia tras su rechazo. Al final, el tema de Bella se enriquece con otros instrumentos para dar paso al final feliz en el que Bestia se convierte en el príncipe deseado, abriendo las puertas a una de las mejores páginas de Ravel, El jardín encantado, último de los cinco cuentos. Pocos momentos de su música tienen la calidez y la exquisitez de este final, en el que Ravel dibuja una escena con pájaros cantando y una princesa durmiente que despierta con el beso del príncipe justo en el momento del amanecer. El uso de las cuerdas y de una armonía más vertical, pura, bien tratada y muy poco cargada genera la ternura necesaria de un final en el que, en los últimos compases, se despliegan los fuegos artificiales merecidos, con todos los instrumentos concluyendo en fortissimo en un espléndido acorde de Do mayor.
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