‘Es de recibo (una expresión muy depabliana) contradecir la fiera sentencia de Bécquer: a veces los muertos no se quedan solos. Luis no lo estará nunca’
La noticia ha volado hasta mi móvil: José Luis García del Busto me escribe que Luis de Pablo se ha marchado. Decenas de recuerdos flotan entonces ante mí, en un desorden que intento subsanar. Una imagen de Luis me asalta, imprevisible, antes que cualquier otra: en mi primerísima adolescencia, le veo pasar en bicicleta por las carreteras serranas, entre Guadarrama, donde yo pasaba parte del año, y Alpedrete, donde Luis y Marta residían. Se lo señalo, emocionado, a mi tía Teresa: ‘¡Mira, es Luis de Pablo, el compositor!’.
Tiempo después, y gracias a la intercesión de mi querido José Ramón Encinar, nos reuníamos en el estudio madrileño de Luis, en la calle San Bernabé: El maestro abierto, acogedor, risueño, desbordante, frente al (casi) imberbe adolescente cohibido y timidísimo… Parecerá curioso, pero pasamos buena parte de la tarde hablando de El clave bien temperado, y considerando todas las formidables implicaciones del legendario primer preludio de la obra, mientras un whisquito me dejaba en un cierto estado de trance.
Le veo después en el intenso curso que en 1985 ofreció en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, en el que tomamos contacto en torno a su figura un importante número de compositores jóvenes, y en el que nació mi amistad con Jesús Rueda, que ya estudiaba con Luis en el Conservatorio. Después de este curso, se fue consolidando entre Luis y yo una relación en la que se unieron la enseñanza y la amistad, desarrollada en tantas y tantas reuniones en su casa de la calle Relatores, con Luis abriendo mundos y nutriendo sin fin al principiante. Escuchamos mucha, mucha música, pero también documentos sonoros tan curiosos como su colección de idiomas africanos (en cintas que provenían de Radio France, y que su curiosidad insaciable le hacía traerse a casa), asombrados y divertidos con la precisión musical de las lenguas tonales o las diferencias microscópicas de pronunciación que convertían a un cuñado en un huevo de gallina.
Pasan los años y nos veo en París: Marta, Luis y yo comiendo (carré de cordero y unos quesos celestiales) en un pequeño y coquetísimo restaurante. A la mesa se van sentando Wagner, Dutilleux, los pigmeos Aka, Boulez, Rostand… Luis encadena pequeñas y sabrosas historias sobre el vino que bebemos o los 4 o 5 tipos de queso que nos sirven. El maestro es siempre nutricio, pero inacabablemente ameno y divertido.
Después vendrán más viajes y encuentros en Bruselas, Estrasburgo, Roma, más y más veces en París, aunque me viene muy pujante a la memoria la turística (ma bellisima) Sermoneta, durante un Festival Pontino en el que compartimos innumerables charlas, trufadas de gnocchi primorosos. Muchas veces escuché a Luis rematar una discusión o una charla con una frase simétrica de la de Marx (Groucho): ‘pues esa es mi opinión, y no tengo otra’.
Vuelven mis recuerdos a Madrid, y evoco otro momento ligado a la buena mesa, de la que Luis tanto sabía disfrutar (el goce también es un saber): las dos parejas —Marta y él, Karin y yo— compartimos en Relatores una comida exquisita… cocinada por el mismísimo maestro: pollo con frutas, una receta exótica, venida del otro lado del globo, que Luis nos explica mientras comprobamos su excelente mano con las ollas. Una verdadera delicia. La sobremesa se orienta hacia Haydn, y Luis nos muestra su conocimiento proverbial de las sinfonías y cuartetos de Joseph el Grande, en una exhibición de memoria de la que quiero dar testimonio hoy aquí con admiración y asombro.
Apenas ha pasado día y medio desde la llegada de la noticia. El pequeño cementerio de Alpedrete acoge el cuerpo de Luis en una ceremonia muy sencilla, que Marta cierra con una anécdota que nos deja con una sonrisa. Mientras tanto, el espíritu de Luis de Pablo ya vuela fuerte hacia los atriles, para vibrar en todos los sitios en que su obra siga sonando. En fin, es de recibo (una expresión muy depabliana) contradecir la fiera sentencia de Bécquer: a veces los muertos no se quedan solos. Luis no lo estará nunca.
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