Desde la temporada 2022-23, Ludovic Morlot busca la excelencia al frente de la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya. Lo hace con el trabajo del día a día, pero también con proyectos a largo plazo como la revitalización del sello discográfico de L’Auditori. Hablamos con él sobre sus dinámicas de trabajo frente a la OBC, sus experiencias como director invitado o su relación con Ravel.
Por Manuel Pacheco
Eres director musical de la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya desde 2022. ¿Qué objetivos te planteaste cuando comenzaste a trabajar frente a esta orquesta?
Con todas las orquestas que trabajo siempre tengo el mismo objetivo: la excelencia artística. Esto implica muchas cosas: ampliar el repertorio, hacer énfasis en el tipo de sonido en función de la música que interpretas… Hay objetivos a largo plazo, pero también está el trabajo del día a día, e intento siempre tener en cuenta los dos. A largo plazo puedo observar nuestro crecimiento, pero como artesano, como alguien que trabaja con la misma herramienta todos los días, también trato de refinar esa herramienta. Y no se trata solo de mi ambición, también es la de la orquesta. En cierto sentido, estoy aquí para ayudarles a cumplir sus propias metas, llegar a donde la OBC quiere llegar. Aunque los objetivos son una combinación de todo esto, buena parte de la atención se centra en el repertorio, porque de aquí parte lo demás: el sonido, la claridad rítmica, las dinámicas… Creo que una buena orquesta es aquella que puede cambiar su sonido en función de la música que interpreta.
Me interesa el proceso que sigues para escoger un nuevo repertorio, y el feedback que puedas recibir por parte de la orquesta al empezar a trabajarlo.
La música que escojo es aquella con la que siento una conexión; siempre que puedo, evito salir al escenario para hacer música en la que no creo. Y esto puede ocurrir con todo, desde el repertorio clásico hasta un encargo que hemos hecho y con el que no conectas. Por otro lado, la orquesta me deja muy claro cuándo estoy llevando la cosa al límite. Hay veces en que estar incómodo es una oportunidad para mejorar, pero cuando siento demasiada resistencia me doy cuenta de que quizá no debo forzarlo tanto. Trato de calar el ambiente (no suele haber un feedback directo, no te lo suelen decir) para saber lo que ocurre y poder decir ‘quizá no les gusta cómo abordo esto’.
Sueles usar la metáfora del entrenador deportivo para referirte a tu trabajo. ¿En qué sentido describe esta comparación tu labor frente a un grupo de músicos?
Cuando trabajas a tanto nivel, los intérpretes a los que dirijo tienen habilidades que ni yo conozco. No le puedo decir a un oboísta o un trompista cómo deben tocar. Pero sí puedo tratar de animarles a buscar. Debo intentar hacerles mejores músicos, pero no diciéndoles cómo hacerlo sino creando un ambiente de curiosidad y de investigación. Por eso creo que es lo mismo que cuando tienes un equipo de fútbol con once jugadores estupendos: no les vas a decir cómo darle una patada al balón, pero puedes crear una mentalidad de equipo para que jueguen aún mejor. Mi función es llevar a los músicos a un lugar en el que se sientan libres de explorar y arriesgarse, incluso equivocarse sin miedo.
¿En qué se diferencia el trabajo con la OBC de tus compromisos como director invitado frente a otras orquestas?
Es muy distinto. Como director invitado, se trata de dar el mejor concierto posible, ese es el objetivo. Tienes que evitar abarcar demasiado y centrarte en el programa. Hay mucha energía, pero casi como si fuera una ronda de citas rápidas [risas]. Cuando es tu orquesta, cada lunes vuelves a empezar, con lo que el concierto no es el objetivo, sino un paso más. Si con tu orquesta vuelves a hacer una sinfonía de Mozart no tienes que partir de cero, porque hay cosas que ya quedaron establecidas la vez anterior. Los conciertos no dejan de ser importantes, pero se convierten en una forma de seguir mejorando. Es como si se tratase de tus hijos y tus sobrinos: con tus hijos quieres ser un poco más exigente porque quieres establecer valores y límites, pero cuando se trata de tus sobrinos, puedes ser un buen tío sin ser muy duro [risas].
Uno de los grandes proyectos que has abordado ha sido la consolidación del sello discográfico de L’Auditori. ¿Cuáles son las razones para este nuevo impulso del sello?
Me gusta grabar porque creo que es la mejor manera de hacer crecer a una orquesta. Te pone bajo mucha presión, tienes que hacer tu mejor interpretación durante seis horas al día. Es una situación en la que todo el mundo necesita dar lo máximo, así que es bueno para la concentración y para el estudio. Además, ayuda a dar a conocer al resto del mundo lo que hace la OBC. Grabar con el sello de L’Auditori es importante para mí porque trabajan con Naxos, lo que garantiza una amplia distribución, y porque quería tener completa libertad a la hora de programar, y ellos me han dado la oportunidad de estar en control.
¿Cuáles son las líneas principales de trabajo del sello?
Desde el principio quise que las publicaciones se centrasen en tres elementos: la integral sinfónica de Ravel (algo que quería reservarme yo para dirigir), el catálogo de compositoras y el de autores catalanes. Aunque la OBC ya había hecho bastante de estos últimos, hay grabaciones hechas de manera rápida o en directo. Además, quería ampliar el catálogo en relativamente poco tiempo, tanto con lanzamientos en cedé como digitales, y por eso hemos invitado a gente para dirigirlos. En lo que respecta a compositoras, acabamos de grabar obras de Betsy Jolas y ya hemos hecho Raquel García-Tomás. También busco compositoras anteriores, como Lili Boulanger o incluso antes. Y sobre los autores catalanes, creo que es nuestra misión impulsar este patrimonio. Lanzamos ahora un disco de Hèctor Parra y estamos trabajando música de Joan Magrané o José Río-Pareja.
Centrándonos en la integral sinfónica de Ravel, ¿por qué tenías tan claro que querías abordar este proyecto?
Si alguien me preguntase por mis cinco compositores favoritos, Ravel estaría ahí seguro.
¿Cuáles serían los otros cuatro?
Los otros cuatro cambiarían cada día [risas]. Beethoven tiene que estar, quizá Wagner o Debussy. Y Schumann, por supuesto. Pero Ravel está seguro. Es el ejemplo perfecto de compositor que, sin ser especialmente innovador, usa las herramientas que tiene para conducirlas a su perfección. Un poco como Mozart. Si piensas en Debussy, Schumann o Wagner, son más revolucionarios. Inventaron un nuevo lenguaje armónico y sonoro. Ravel no inventó nada, en su caso se trata de cómo combinó las cosas. Siempre me ha gustado su música. Cuando estuve al frente de la Seattle Symphony publicamos la integral sinfónica de Dutilleux porque entonces pensaba que no estaba preparado para Ravel. Es raro decir esto, porque Dutilleux no es precisamente fácil, pero sí que se ha grabado menos. Pero de Ravel hay innumerables discos. Acabamos de grabar Daphnis et Chloé, y es desalentador ver que directores a los que admiro, Charles Munch, Pierre Monteux, han dejado ya grandes versiones de este ballet. ¿Por qué hacer otra más?
¿Crees que empezar a trabajar con la OBC te ayudó a decidirte?
Creo que estoy en el momento de arriesgarme y acercarme a Ravel, como mi legado, pero también el de la orquesta. Esta orquesta entiende perfectamente la inspiración española de su música. Tengo ascendencia francesa, pero también he vivido en Estados Unidos y me encanta el jazz de los años 20 y 30 del siglo pasado. Esta suma de elementos franceses, españoles y jazzísticos está en Ravel de manera muy organizada, y es una combinación de ensueño a la hora de trabajar con la OBC. Además, la primera vez que les visité, aún como director invitado, interpretamos la Suite núm. 2 de Daphnis et Chloé, y recuerdo sentir que tenían la intuición para abordar esta música. Quizá mi próximo proyecto loco sea la integral de Debussy, lo que me supondría un reto aún mayor.
En tu repertorio como director invitado observo un especial interés por la música del siglo XX. ¿Sientes afinidad con este periodo?
Sí, es así. Mi instrumento es la orquesta, y creo que, en términos de color, de narrativa y de tamaño, este instrumento comienza a volverse mucho más interesante en el Romanticismo tardío, digamos 1870, y las primeras décadas del siglo XX. Tristán e Isolda, el Stravinski temprano, Debussy, Ravel, Prokófiev, Sibelius. También Rimski-Kórsakov o Músorgski. Para mí estos son los cincuenta años más interesantes en el terreno orquestal. Esto no significa que no me guste el repertorio barroco o clásico. Me encantan las sinfonías de Haydn, y uno de mis mejores recuerdos recientes es haber dirigido la Misa en Si menor de Bach. Pero con estos se trata de otra cosa. En lo que se refiere al color, creo que estos compositores que he mencionado fueron los que consiguieron hacer algo distinto con la orquesta, algo que no se había hecho antes. Y el repertorio contemporáneo ha trabajado a partir de sus innovaciones.
Has estado al frente de la Seattle Symphony y has trabajado mucho con orquestas estadounidenses. ¿Qué diferencias encuentras entre su modelo orquestal y el español o europeo?
Es una pregunta complicada, porque dentro de Estados Unidos se encuentran muchas diferencias. He trabajado con orquestas de Boston, Nueva York, Chicago, Los Ángeles, y cada una de ellas es distinta. Sí que se puede hablar de su modelo de negocio, son organizaciones privadas que no reciben ayudas del estado. Esto las hace más vulnerables, pero al mismo tiempo más ambiciosas, porque solo vas a tener éxito recaudando fondos si eres ambicioso en el terreno artístico. En Europa trabajas con un presupuesto y esto te tranquiliza, pero al mismo tiempo te hace dudar de si vas a poder ir más allá de lo que normalmente se hace. Por otro lado, los países latinos y los anglosajones tienen diferentes éticas de trabajo, pero esto no me supone ningún problema porque es lo que mantiene la identidad de las orquestas. Por eso disfruto de viajar a distintas partes, es como tener conversaciones con gente muy distinta. Me puede gustar la manera en que una orquesta de Cleveland interpreta a Ravel, pero disfruto de la espontaneidad y la generosidad con que la OBC toca esta música.
En la época en la que dirigirse la Seattle Symphony también fundaste la National Youth Orchestra of China. ¿Qué puedes contarnos de esta agrupación y su nacimiento?
Fue una sugerencia de Clive Gillison, director del Carnegie Hall, que observó que había orquestas jóvenes en casi todos los países, pero no en China. Nos dimos cuenta de que en los conservatorios chinos prácticamente no se enseñaba orquesta o música de cámara, sino que se enfocaba como un camino en solitario. Nos lanzamos a ello con una administración con sede en Nueva York, y siguiendo el modelo de la National Youth Orchestra of the United States. Trabajar con jóvenes es muy gratificante, el recorrido es largo porque empiezas desde muy atrás y puedes conseguir cosas increíbles. Viajamos por todo el mundo y muchos de ellos salieron de China por primera vez, lo que les supuso una experiencia reveladora. La COVID le puso fin y no hemos podido retomarlo, quizá algún día…
¿Qué metas te gustaría alcanzar antes de terminar tu periodo frente a la OBC?
No tengo una lista de cosas que quiero conseguir. Todo se resume en lo que hemos hablado al principio: excelencia artística. Si siento que puedo salir al escenario y tomar riesgos, y animarlos a seguirme y conseguir grandes momentos, eso es suficiente como legado. No quiero poner objetivos porque quiero pensar que podemos ir más allá de esto o aquello, aunque hay ciertas cosas, por supuesto: continuar girando, invitar a grandes directores y solistas… Sobre todo, quiero seguir con el trabajo del día a día. Es como cuando tallas un trozo de madera, planeas hacer una figura bonita, pero según empiezas te das cuenta de que quizá hay posibilidades aún mejores [risas]. Así que quiero dejarlo abierto. Quizá puedo hacer esa lista cuando me vaya, te lo diré entonces.
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